“No es su verso mera hazaña de calculadora destreza. Alcanza la elegancia de la forma como una consecuencia de la aristocracia del pensamiento; la música de sus poemas es eco de una melodía espiritual: música de la idea. Siente, y halla enseguida la expresión cabal, insustituible, para exteriorizar su sentimiento: virtud de artista genuino” (Camila Henríquez Ureña).
Fabio Fiallo (1866-1942) es un poeta dominicano cuya obra se inscribe dentro de la corriente de la poesía romántica-amorosa. Y no sólo fue romántico en la acepción que popularmente suele otorgársele a ese adjetivo (cuando los temas tienen al amor como su veta principal), sino en tanto sigue las formas compositivas y estilísticas de las rimas becquerianas y cultiva un subjetivismo bastante remarcado. Esto es una rara contradicción, pues Fiallo fue un amigo entrañable y compañero de juergas del máximo representante del Modernismo: Rubén Darío. Esta circunstancia debía de haber supuesto una adscripción más firme a ese movimiento literario que con tanto entusiasmo fue acogido por escritores españoles e hispanoamericanos. Sólo en escasos textos se advierten elementos netamente modernistas, como en el poema Carnet de carnaval, una de cuyas estrofas transcribo: ¡Oh, la hermosa de pálida frente!, /princesita gentil de Estambul, /que el Ensueño nos trajo de Oriente /en su góndola de oro y azul”. Asimismo, a veces le da por recrear en sus versos un mundo de reminiscencias del pasado aristocrático en el que sobresalen las damas de salón, lo cual lo aproxima también a los cánones modernistas…
Cuando se habla de Fabio Fiallo evocamos la imagen de un poeta que nos legó un manojo de versos, los cuales se encuentran insertados y repetidos en diversas antologías del género poético de nuestro país, así como en algunos libros de texto del Nivel Secundario. Sus títulos: “For ever”, “En el atrio”, “Inmortalidad”, “Quién fuera tu espejo” “Gólgota rosa”, “Con mi sonrisa plácida” y “Misterio”. Son sus poemas más conocidos, casi todos los demás quedan reservados a los lectores de sus libros: Primavera sentimental, Cantaba el ruiseñor, La canción de una vida, entre otros.
La lírica de Fiallo configura la imagen del poeta enamorado, el caballero a la antigua, que corteja con amorosos requiebros a la dama que señorea en su corazón. Un don Juan tropical, sin la malicia escandalosa de su prototipo europeo.
Hay consenso en nuestros críticos en atribuirle la condición de poeta por antonomasia de la lírica erótica, guardando la distancia, en lo que cabe, de cierta extremosidad con que suele asociarse ese adjetivo. De ahí que sea necesario matizar lo dicho explicando que la mayoría de sus textos no pasan de un romanticismo galante, en el que por lo regular se describe a una amante, a veces frívola y pérfida, aquella que trata con desdén a todos cuantos se le acercan, incluyendo al bardo, o es demasiado coqueta y casquivana; otras veces es la amante secreta, que ama con simulación por tratarse de una relación prohibida, y, por tanto, discreta. Los versos de Fiallo raramente pasan de un romanticismo suave, llegando, a veces, a lo platónico. Sin embargo, aunque en proporción menor, aparecen algunos que contienen escenas de intenso apasionamiento, dentro de los cuales se destaca Tardecita de enero. Transcribo una de sus estrofas de mayor ardimiento erótico:
-¡Besa más, más todavía!…
volvió a decirme su acento;
¡has que tus labios recorran
todo el jardín de mi cuerpo,
hasta hallar aquella flor
donde el diablo está en asecho!
Y fue el cáliz de una rosa
prisión estrecha a mis besos.
En este y en otros poemas parecen haberse desleído algunas gotas extraídas del lirismo irreverente de Charles Baudelaire (1821-1867), poeta maldito francés cuyas Flores del mal causaron mucho escozor en la sociedad parisina de la segunda mitad del siglo XIX.
Tras sus huellas
Este poema está dedicado a una mujer, pero no a una mujer de carne y hueso; no a una mujer real de cuantas habitan los espacios terrestres junto a los otros mortales, que ríen y lloran, que aciertan y yerran, se enfadan y se sosiegan. Se trata de una mujer etérea, inaprensible, una mujer idealizada. El yo poético, a quien vamos a identificar con la del propio bardo, nos habla en la primera estrofa de una dama que lo ha abandonado, dejándolo en una “horrible orfandad”. Amor por las flores, dulzura e ingenuidad cristianas son cualidades que el poeta atribuye a esa mujer; y que le servirán de “indicios” para salir “tras sus huellas”. Así irá visitando diferentes lugares y personas relacionadas con esas características: un jardinero, un pastor de ovejas y un asceta.
Tras una primera estrofa introductoria, las seis siguientes se dividen en tres pares en las que el poeta se presenta en tres escenarios diferentes para indagar sobre la mujer: un jardín, una sabana y una choza en la montaña.
En la horrible orfandad de su partida
con tres indicios me lancé a buscarla:
su cariño a las flores, su dulzura
y su exquisita ingenuidad cristiana.
Corrí al jardín; y aroma de su carne
sentí mezclarse al de las rosas cándidas:
—Por vida de tus flores, jardinero,
dime, si ella está aquí, ¿dónde la guardas?
—En carrera fugaz cruzó mis siembras;
mas doquiera posó su breve planta,
el cardo agudo se volvió una rosa,
límpido manantial la turbia charca.
Observemos en la estrofa precedente cómo la magia y el milagro parecen acompañar a la mujer, pues por donde quiera que pasa deja una impronta sobrenatural, provocando una transformación en los objetos y seres que entran en contacto con ella. Veamos lo que ocurre cuando pasa por la sabana, donde el pastor de ovejas cuida de su rebaño:
Un buen hombre topé que su rebaño
conducía a pacer en la sabana:
—Por tu más inocente corderillo,
dime, pastor, si estuvo en tu cabaña.
—Sólo un instante iluminó mi choza
la dulce luz que su presencia irradia;
mi colmena se fue tras su sonrisa,
y tras sus hombros mis palomas blancas.
Fijémonos que el diálogo que se produce entre el pastor y el poeta es muy semejante al que se desarrolla entre este y el jardinero. Y la respuesta es siempre idéntica: la mujer estuvo ahí, pero no se detuvo; pasó de largo, como una exhalación. Sin embargo, al pasar dejó una estela de magia y encanto que tuvo efectos bienhechores en aquellos con los que entró en contacto. Algo parecido veremos en su última parada, en la montaña donde el anacoreta se dedica a sus ejercicios espirituales:
Entregado a la Biblia y al cilicio
encontré un grave asceta en la montaña:
—Dime, santo varón, sobre tu libro,
¿no la viste inclinar su frente pálida?
—En rápida ascensión a lo infinito,
como un perfume su divina gracia
derramó en mi cabeza pecadora,
y se esfumó en la nube que pasaba.
En su encuentro con el asceta, también se operó un hecho sobrenatural: una especie de gracia divina iluminó al religioso, y ella muy pronto desapareció, fundiéndose con una nube. La idea que queda bullendo en la mente del lector al concluir la lectura del texto es que el poeta plantea la imposibilidad de encontrarse con la mujer ideal, aquella que colma el espíritu de los soñadores, ya que no es más que una proyección mental, alimentada por la fantasía y el deseo de hallar una mujer que más que mujer sea un ángel amoroso, perfecto en virtudes y sentimientos.
Hay en el poema una carga de espiritualidad, que lo aleja del sentimiento convencional inclinado a la mera posesión corporal. Todo en el texto conduce a un sentido de trascendencia. Fijémonos en los tres escenarios y el valor simbólico de cada uno: el jardín nos recuerda el paraíso bíblico, el edén mítico donde todo es inocencia y pureza. Asimismo, hay una relación metafórica entre el pastor y sus ovejas y el símbolo cristiano del pastor (guía espiritual) y el rebaño (la comunidad de fieles). En tanto que la montaña representa el ascenso espiritual, la ascensión hacia cotas más altas de espiritualidad. Y no podemos dejar de lado el alto simbolismo de las abejas y de las palomas blancas (quinta estrofa). Para los egipcios, las abejas representaban el alma. Y para muchos otros pueblos y culturas ha sido un símbolo de virtud. En cuanto a la paloma blanca, es uno de los símbolos más señalados del cristianismo, ya que representa al Espíritu Santo en la Teología cristiana.
III.
Yo seré tu séquito
En este poema se produce una simbiosis entre elementos de la cultura cristiana con figuras y representaciones del paganismo griego. Personajes míticos como Eros o Caronte y bíblicos como Jesús intervienen o son referidos por el poeta. Todo lo que éste refiere está en clave de futuro, es por tanto un ejercicio de imaginación que hace uso de la prolepsis o anticipación. A través de la imaginación, el poeta realiza una catábasis o descenso al infierno como integrante del cortejo de la dama por cuya belleza se siente amorosamente rendido. Esta entrada al infierno es un tema muy recurrido en la literatura antigua. Recordemos el viaje de Orfeo (héroe mítico griego) al inframundo en busca de Eurídice, que había muerto y se encontraba en el Reino de las Sombras. También al héroe homérico Ulises, el cual realiza un descenso al Hades con la finalidad de recibir orientación sobre el modo de retornar a su patria, tras el fin de la guerra de Troya. Bastante célebres son también los viajes al Infierno de Eneas, en La Eneida de Virgilio, y el de Dante, narrado en su Divina Comedia.
El sujeto poético que habla en el texto rememora los valores vinculados al cristianismo que le inculcó su madre: bondad, piedad, mansedumbre. No obstante, esos atributos se encuentran debilitados a causa del influjo que ejercen sobre su voluntad los impulsos de Eros (dios griego del amor y la atracción sexual, al que los romanos llamaron Cupido). Es decir, en el corazón del poeta el amor espiritual del cristianismo se trocó en amor sensual, por lo que ha perdido toda aspiración de bienaventuranza eterna:
Mi bondad, mi piedad, mi mansedumbre,
cándidas flores que en mi fe de niño
logró una dulce madre cultivar:
a qué vivís en mi alma todavía,
si Eros, más fuerte que Jesús, me impuso
mi renuncia a la gracia celestial?…
En cambio, su única ambición es formar parte del séquito de la mujer amada, así tenga que irse junto a ella al mismo Averno. Aquí la belleza de la mujer amada es presentada en grado superlativo; y el poder de su hermosura es tan avasallante que las puertas del infierno a su paso se abrirán:
¡Yo seré de tu séquito, oh, hermosa!
por quien todas las puertas del infierno
con un clamor de triunfo se abrirán,
para que pase toda
tu espléndida hermosura
y toda tu febril jovialidad.
Y hasta el lúgubre paisaje al que llegan las almas desencarnadas tras la muerte, lleno de lamentos e imprecaciones, se transformará en espacio armonioso, y los gritos de los desesperados espíritus se trasformará en música:
Las tenebrosas aguas del Estigia,
que ayes tan sólo y maldiciones ruedan,
para verte su curso detendrán;
y la grita infernal de los blasfemos,
a tu sola presencia, en dulce coro
de alabanza y amor se trocará.
La siguiente estrofa nos presenta al temido Caronte, barquero que conduce a las almas por las aguas del río Aqueronte y del tenebroso lago Estigia para transportarlas a la orilla del Hades (inframundo griego). Pero esta vez, subyugado por tan singular belleza, el displicente embarcador sonreirá; y algo parecido a un esbozo de ilusión nacerá en su pétreo corazón que jamás fue dado a la piedad ni a ninguna clase de sentimiento.
La torva faz del ávido Caronte,
que nunca supo de piedad ni júbilo,
su prístina sonrisa ensayará,
mientras en su rudo corazón despunta,
a los impulsos de emoción extraña,
la silenciosa flor de un ideal…
Algo semejante ocurrirá con otro de los seres mitológicos griegos: Cancerbero. Este es el perro del Hades, monstruo de tres cabezas, con una serpiente en lugar de cola y otras sobre el lomo. Cancerbero tenía la misión de evitar que los muertos salieran del Hades o Infierno y que los vivos pudieran entrar. Sin embargo, toda la acritud del fiero animal quedará neutralizada ante la deslumbrante beldad de la dama:
Y vendrá a ti el terrible Cancerbero,
te saltará a las faldas, tu alba mano
querrá lamer con próvida humildad,
se hará querella su feroz aullido,
y sus pupilas que inyectó la rabia
con lágrimas de amor se empañarán.
Y todo el Erebo sentirá el impacto de tan hiperbólica belleza cuando la dama entre en la aflictiva mansión. Allí, en la Selva Oscura, las tinieblas se disiparán con el solo resplandor de sus cabellos. A propósito, la Selva Oscura es una alusión tomada del poeta Dante y su Divina Comedia, en cuyo primer canto (segundo verso) el poeta se encuentra extraviado en la profundidad de una selva, de la que luego se encaminará al Infierno, guiado por el también poeta Virgilio. Este oscuro espacio selvático representa simbólicamente el extravío espiritual del personaje de la obra, que es el propio poeta florentino.
Al penetrar en la mansión maldita,
¡qué espanto en las tinieblas! Tus cabellos
como fragante antorcha irradiarán,
con su esplendor se incendiarán las sombras
e inundada de luz la Selva Oscura,
será la inmensa hoguera de un rosal.
Y el revuelo será tan impactante que el mismo Príncipe del Mal (Demonio) saldrá con todo su garbo y gallardía a recibir a aquella que tanta agitación ha causado al penetrar en su lóbrego recinto. La descripción que da el poeta del Rey de los Infiernos es coherente con la que de él afirma la tradición cristiana. Así nos lo pinta como soberbio y orgulloso. No obstante, frente a la deslumbrante belleza de la señora, se transformará de un modo fuera de lo común al deponer su soberbia y su orgullo para postrarse ante los pies de la que tan alta impresión le ha causado. Algo digno de anotar: el Rey de las Tinieblas, o Lucifer, fue expulsado de los Reinos Celestiales por su orgullo y soberbia frente a Dios, lo cual le trajo como consecuencia su expulsión del Paraíso y su entrada al Infierno. No obstante, lo que no fue capaz de hacer frente a su Señor –humillarse– lo hace frente a una simple mortal. ¡Paradojas de la mitología y de la literatura!
Arrastrando su orgullo como un manto
de púrpura, gallardo más que nunca,
saldrá a tu encuentro el Príncipe del Mal,
y el gran soberbio que arrostró las iras
del Señor, humillándose a tus plantas,
como una vil alfombra por el suelo
su magnífico orgullo arrojará,
para que pase toda
tu espléndida hermosura,
y toda tu febril jovialidad.
Gólgota rosa
En este poema, “cuyos arrebatos amorosos lindan con la blasfemia”, según Manuel Rueda (1996:325), el poeta Fiallo desborda el erotismo, casi siempre moderado, para acometer una osadía que ha dejado a más de uno sorprendido. Se trata de un poema que desde el mismo título llama la atención, pues tiene unas connotaciones especiales. El primero de los dos términos que componen dicho título constituye un referente bíblico. Recordemos: el Gólgota o Calvario es el lugar donde Jesús fue crucificado. Esto es, una colina situada en las fueras de la ciudad de Jerusalén. Ahora detengámonos en el adjetivo que acompaña al sustantivo Gólgota. El rosa es un color asociado a la flor homónima, que sobresale por su belleza y aroma. Es, quizás, la flor más preciada. A este color suele asociársele con el amor y la pasión, lo mismo podría decirse del rojo, pero este último color simboliza una pasión más intensa, menos moderada. Recordemos las revistas o prensa rosa que se dedican a comentar sobre la vida sentimental y de pareja de los personajes famosos. También se les llama prensa del corazón.
Como podemos ver, la colocación del adjetivo rosa al sustantivo Gólgota asocia un concepto profundamente espiritual con otro absolutamente mundano. La lectura del poema nos dará la clave de esa extraña asociación que une lo sagrado con lo profano. Veamos el poema, estrofa por estrofa, como lo hacemos siempre. La primera estrofa nos habla de una mujer amada, la cual lleva en su cuello un crucifijo:
Del cuello de la amada pende un Cristo,
joyel en oro de un buril genial,
y parece este Cristo en su agonía
dichoso de la vida al expirar.
Es una joya hecha en oro. Allí, el Cristo de la imagen es recreado en sus últimos momentos de vida, a punto de rendir su último aliento. Sin embargo, extrañamente su expresión parece ser más de satisfacción que de aflicción. Tanto es así que el poeta al mirarlo, más que ver la imagen de un Cristo agónico, ve la de un relamido don Juan:
Tienen sus dulces ojos moribundos
tal expresión de gozo mundanal,
que a veces pienso si el genial artista
diole a su Cristo el alma de don Juan.
Ya a esta altura del proceso de lectura, nos preguntamos qué es lo que trata de sugerir el poeta al hacer tal comparación, equiparando la figura mesiánica del Cristo bíblico con un personaje orgiástico, prototipo del hombre profano y profundamente pervertido. La siguiente estrofa aumenta la curiosidad del lector: ¿qué observa con tanta atención el Cristo del crucifijo?, ¿por qué esa extraña inclinación del rostro y ese gesto en sus labios?
Hay en la frente inclinación equívoca,
curiosidad astuta en el mirar,
y la intención del labio, si es de angustia,
al mismo tiempo es contracción sensual.
Hasta la estrofa precedente no hay indicios lo suficientemente claros para que el lector tenga una idea concreta de hacia dónde se dirige la sostenida insinuación del poeta. Es en la siguiente estrofa cuando esas señales que está enviando el yo poético comienzan a hacerse más claras, más precisas. Y es cuando propone al Cristo moribundo que le permita ponerse en su lugar, y usa el término tentación asociándolo al Calvario. ¿Cuál Calvario?, nos preguntamos. Ya sabemos que el Calvario bíblico estaba situado en lo alto de una colina, sin embargo, el poeta habla de dos colinas. Es entonces cuando comenzamos a descubrir la maliciosa intención del poeta al referirse, en forma metafórica, a los pechos de la mujer. Eso explicaría la inclinación del rostro y la mirada inclinada del Mesías hacia esa zona en la que también el poeta parece regodear su mirada.
Ahora comprendemos la actitud gozosa que el poeta le atribuye al Cristo agonizante en medio de su trance fatal y por qué le pide a éste que le ceda el lugar, para ser él quien muera en tan apetecido lugar del cuerpo femenino:
¡Oh, pequeño Jesús Crucificado,
déjame a mí morir en tu lugar,
sobre la tentación de ese Calvario
hecho en las dos colinas de un rosal!
La ofensiva del poeta continúa hasta la última estrofa, en la que sigue solicitando al Cristo desfalleciente que le permita colocarse allí donde él se encuentra. Y esta vez lo hace bajo la amenaza de pegarle una bofetada que le fuerce a enderezar el rostro y a cambiar la sesgada dirección de la mirada.
Dame tu puesto, o teme que mi mano
con impulso de arranque pasional,
la faz te vuelva contra el cielo y cambie
la oblicua dirección de tu mirar.
Concluida la lectura del osado poema de Fiallo, el lector dirá si tuvo o no razón Manuel Rueda al calificarlo de blasfemo.
Aspectos formales
Es común a la lírica de Fabio Fiallo la preferencia por la rima asonante. Los tres poemas incluidos en este trabajo son una muestra de esa preferencia. Rara vez usa la rima consonante. Esta rima suele efectuarse en los versos pares, quedando los impares sueltos o libres. Los tres textos comentados aquí son de arte mayor: Tras sus huellas es endecasílabo (once sílabas); lo mismo que Gólgota rosa. En Yo seré tu séquito se combinan los endecasílabos con algunos heptasílabos (siete sílabas).
Conclusión
La lectura de estos tres poemas –sobre todo, los dos primeros– debería servir para motivarnos a ir más allá de los siete u ocho que la crítica autorizada cita recurrentemente al referirse a Fabio Fiallo. Éste no fue un poeta social ni sobresalió como poeta político, aunque frente a determinadas circunstancias existenciales el suelo patrio le inspiró algunos textos que bien merecen leerse, estudiarse y ponderarse. Sin embargo, el estro más vibrante de nuestro poeta es el que se relaciona con la mujer, su belleza y el goce que esta belleza produce. Algunos de sus textos son puro ejercicio imaginativo, ya que no se refieren a una mujer real, de carne y hueso, sino a un ideal de mujer cuya concreción no es más que un imposible, una quimera.
Exceptuando el archiconocido Gólgota rosa, los poemas que hemos incluido en estos comentarios son poco conocidos. Pero no por ello son menos relevantes que aquellos a los que suele asociarse el legado poético “fabiofiallista” cuando se habla del parnaso dominicano.
En Tras sus huellas aparecen varios símbolos que sirven para recrear la imagen de una mujer idealizada, incorpórea, que es sólo fugaz cristalización de la aspiración del poeta. Flores, rebaño, palomas blancas, colmena, montaña, vida contemplativa… son elementos que contienen una carga connotativa relacionada con la vida espiritual. El uso adecuado de ellas configura el sentido sobrenatural del poema, por encima de la temática amorosa que también le es propia. Allí está consignado el fenómeno de los milagros, que nos recuerda las transformaciones que se operaban en las personas con el contacto y la intervención del Jesús bíblico. En este poema, amor, belleza y virtud aparecen asociados a la perfección espiritual.
En Yo seré tu séquito la belleza opera en sentido opuesto a lo anterior. El poema habla de una belleza perversa, puramente material, que conduce indefectiblemente a las puertas del Infierno. En la voluntad del bardo se debaten dos fuerzas antagónicas: la del bien y la virtud cristiana, que recibió de su educación materna, y la que Eros despierta en su cuerpo a través de su sensibilidad corporal. Pero es a ésta que se siente más inclinado. Esa indeclinable propensión a la belleza humana y a las pasiones que ella incita, le destina por anticipado al Averno. No obstante, esto no le produce ningún conflicto, más bien parece satisfecho, si ello le permite acompañar a la mujer amada, cuya belleza corporal acabará también conduciéndole a la Mansión Tenebrosa.
Gólgota rosa es un poema atrevido. En él la imagen de un Jesús crucificado –obra de un artista de la escultura– es presentada como la de un sátiro, una especie de don Juan clavado en una cruz. En este poema, como en el anterior, hay elementos entrecruzados de sacralidad y profanidad, sobresaliendo lo último.
Al final, sólo resta exhortar a nuestros lectores que se acerquen al universo poético de Fabio Fiallo. Él, siempre caballeroso y agradecido, sabrá compensar con generosidad este acercamiento.
Bibliografía
Fiallo, Fabio (1980). Obras completas I. La canción de una vida. Santo Domingo: Editora de Santo Domingo.
Henríquez Ureña, Camila (1934). “El poeta del amor” en Fiallo, Fabio (1980). Obras completas I. La canción de una vida. Santo Domingo: Editora de Santo Domingo.
Rueda, Manuel (1996). Dos siglos de literatura dominicana (S. XIX – XX). Poesía I. Santo Domingo: Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos. Colección Sesquicentenario de la Independencia Nacional.