“Los cielos se inclinaron en la mañana feliz del 21 de Octubre del año 1850; y el Dios de la poesía en el carro del sol, besó la frente de la divina predestinada que acababa de llegar al mundo. Y cantaron los mares, y cantaron los montes; y se iluminó con resplandores de místicas alegrías el cielo de la patria, porque con aquel beso de fuego celestial quedó consagrada la augusta sacerdotisa de las ofrendas de luz y de los gloriosos inimitables cánticos de la fe en el porvenir.”
Emilio Prud’ homme.
“Panegírico”, leído en la Sociedad Amigos del País, Letras y Ciencias No. 21,
Santo Domingo, mayo 15, 1897[1]
La posteridad es otro orden, otra idea; es algo ulterior al destino, una hazaña que, quizás, la mirada de los otros va haciendo una esencia de alguien que no está.
Cuando una mujer, que fue una “divina predestinada”, se marcha no sabe a qué contingencias se enfrenta. El orden universal aparentemente la aleja del pensar, y le abre las puertas a la “sacerdotisa de las ofrendas de luz”.
Nadie es pensamiento en la posteridad, creo, sino fue un ser vivo, sino anduvo por la vida en los momentos en que se tenía un objetivo que cumplir, puesto que cada quien encierra en su yo las sílabas que se hacen categoría en el espíritu, quietud absoluta o contenido de lo cierto.
La posteridad es una dimensión abstracta, una infinitud que anula el ahora, pero que rectifica el después en la cosmología del tiempo; es la única soberanía que tiene la causalidad, y la creencia que después de la muerte no hay inmediatez que nos pertenezca. Nadie puede decir que la posteridad es una transición, un estar dialéctico en las orillas de la esencia.
Nadie ha podido agregar a la posteridad un espasmo o un aditamento de la existencia que acabe en la Idea. ¿Cuántos mortales han forjado su posteridad? ¿Cuántos de lo individual que es su vida, la hacen universal y colectiva? ¿Es el átomo un enlace con la consciencia que se cierne en el Todo, el último aliento que atrapamos cuando se deja de existir como pulsación, como sujeto, como certeza material cuando la muerte se hace la extinción de lo físico?
La posteridad es quien tiende todos los puentes entre lo metafísico, lo que se designa espacio y tiempo, lo que altera la identidad atribuida a los sujetos.
Lo que no sé es, si la posteridad tiene una voluntad propia o ciega, si fluye como Historia, como espíritu apegado a los contrarios o a la energía divina, o si es el descanso natural fuera de la puridad, la ilusión o el carácter innato del tiempo inmanente.
No tengo claro cómo existe el efecto de la posteridad en los mortales, ni en las rocas, ni en las piedras, ni en el polvo que arrastra el viento. Quizás se pueda discernir un poco más, diciendo, que entre los simples mortales pretender la posteridad, es una manera de pretenderse sobreindividual, de revelarse, de no querer ser un ente o un pasajero en los signos del Todo, en lo inmóvil cuando se procura la ruptura con el orden de acá, de allá, y del después.
La posteridad es “ser otro” como resultado de su propia Historia; es el atributo último, la duplicidad de vida en el tiempo y la eternidad de las conciencias que persisten con la evolución del mundo, porque el mundo necesita que el retorno se provoque desde el intelecto.
Todos los “dioses” quieren en secreto ese anhelo, y hay humanos que lo persiguen como hazaña sin dejarse abatir por circunstancias adversas. A veces se hace tenso perseguir a la posteridad, y alcanzarla se hace principio de vida y ofrenda de vida.
Sólo un corazón como el de Salomé, en posición de entregarse a la vida a través de la pureza de su espíritu puede alcanzar a la posteridad, y ser estimado por todas las inteligencias. La posteridad es un libre ascenso a que la naturaleza vaya a tu encuentro, a que obre para valorar tu vida. Sólo el que sufre en esta esfera donde nada se afirma ni se niega va a esa escala donde lo supremo es la virtud.
Hay que carecer del apego a lo material para que la virtud sea la grandeza de las almas. Quienes alcanzan la posteridad son un bien cultural de los pueblos, y ellos en sí mismos no saben que al nacer vienen con esos valores. Esta es la génesis de la posteridad: nacer con grandeza de alma, y la virtud de carecer de lo material. Si no es así, si no me creen, sólo hay que conocer la jerarquía vital de Salomé en el cuadrante del Tiempo, donde su rostro tiene el mérito de la valoración absoluta.
¿Quiénes son grandes o igualmente grandes ante la posteridad? ¿Quiénes tienen el tipo humano para pervivir consagrado en el fulgor del fuego que no se hace fuego sino horizonte donde se ciernen los ojos de los que buscan leer la voluntad cósmica y la voluntad de quienes viajan de manera redentora a afirmar su existencia?
Salomé es una gran individualidad alcanzada por la posteridad, un ente que acoge el honor de que el espacio infinito se haga movimiento; y nosotros sólo vamos tras las “huellas del designio de Dios” [2], el designio que Dios quiso con ella.
Estar aquí es una forma de integrarse a ese designio, a ese atributo cualitativo que la vivifica por cada generación que ha venido a poblar esta tierra.
Ella conocía a Dios, y Dios conocía de ella. La prueba de esto que afirmo, es el crucifijo colgado en su cuello unido a la inmanencia de su cuerpo. Creencia o no, opinión en contrario de otros creyentes o practicantes de fe, sólo generaría una filosofía espiritual esencialista en torno a Salomé.
Relacionarse con el mundo fue su manera de tener una comprensión de la totalidad; una certidumbre de que somos una Idea de lo que quiso Dios; una pintura de su faz, el Uno dentro del Otro, en el Ser divino.
Los poetas son los que conocen las leyes para explicar la posteridad, y sólo la naturaleza es su auxilio. A ellos pertenecen los trazos que se hacen sobre los que meditan con sabiduría sobre su destino, y el equilibrio que se aspira y que se puede esperar cuando el cuerpo muere, y llega a su fin enfermo de los males que abaten a las inteligencias escogidas.
Salomé al irse, al partir, logró emanciparse de la inmediatez; atravesando el bosque de los sueños, germinando, brotando su sabia en la redondez del mundo, sin advertir que aquí rubricamos su nombre a diario, el cual se hace puro elemento en el azar del tiempo.
Salomé Ureña cerró prácticamente el siglo XIX. Murió, quizás, a causa del terrible signo de la desilusión personal; esa que no se ve, que se encierra detrás de las puertas del hogar, que sólo se asocia a la memoria del desconsuelo, que se lleva en la soledad interior, que no se puede enmendar cuando se pasa balance al desamor. ¿Cómo se pudo autobiografiar Salomé; cuándo intuyó que la mujer tiene un destino impuesto, que marca profundamente su vida, que sólo se reacciona ante él cuando una crisis ideológica se convierte no en un episodio trivial para los hombres, sino en un “yo” adulto al cual se le pasa balance?
Mercedes Mota la describió en marzo de 1897: “Pálida, débil, enferma, así la volví a ver. / Creyó encontrar lejos de su ciudad natal, delicioso ambiente, frescas brisas que le devolvieran la salud perdida. / Más, ay! Todo fue en vano. El destino, inexorable, conspiraba contra ella. / Y así pálida, débil, enferma, la vimos regresar al seno de su familia y sus amigos, triste y desesperanzada”. [3]
La Revista Letras y Ciencias, de la cual eran directores Federico y Francisco Henríquez y Carvajal, le dedicó un número monográfico al fallecimiento de Salomé con el lema ¡Obit in Pace!, colocando en la portada “Nació el 21 de octubre de 1850. Murió el 6 de marzo de 1897. Salomé Ureña de Henríquez. Laureada poetisa dominicana. Educacionista, Fundadora y Directora del Instituto de Señoritas. Socia de Mérito y de Honor de las Sociedades Amigos del País, de Santo Domingo; Fe en el Porvenir, de Puerto Plata”.
Aparecen allí los siguientes artículos: “Salomé Ureña de Henríquez: Enferma” (Federico Henríquez y Carvajal); “Duelo” (Enrique Deschamps); “El entierro de Salomé Ureña de Henríquez (Eulogio Horta); Salomé Ureña de Henríquez (Eulogio Horta); “¡Obit in Pace!, A la memoria de S. Ureña de Henríquez” (Federico Henríquez y Carvajal); “Salomé Ureña de Henríquez” (Félix M. Del Monte); “¿Podrá ser?” (Manuel de Jesús Galván); y el “Panegírico” (Emilio Prud´homme) [4].
¿Cuál balance se puede pasar a la vida de Salomé, y cuál balance se le puede pasar a su obra, de la que se nutre el lector, que raramente despierta ante la Historia que se oculta detrás de la “casona” colonial donde vivió?
Salomé fue celebrada en el siglo XIX desde dos perspectivas: desde aquella en que era considerada hacedora de “estrofas nuevas, viriles” y como una mujer fuerte de “ánimo varonil”.
Sin embargo, el Presbítero Fernando Arturo de Meriño, el sacerdote gallardo, hermoso y de imponente atractivo, que encendía la pasión en la piel de muchas, observó en su obra otro aspecto, y signos, en el libro de la eximia Poeta que prologó, escribiendo que: “las producciones de Salomé Ureña se distinguen no sólo por el mérito estético que entrañan, por sus formas puras y correctas, por su fuego y elevación, delicadez y fluidez, elegancia y flexibilidad y otras cualidades sobresalientes de incontestable belleza artística, sino por la sustancia ideológica que les comunica alma y energía, revelando en todas ellas que piensa y siente.” [5]
Al morir Salomé, Emilio Prud´homme dijo en el “Panegírico” que pronunció ante su cuerpo inerte: “El ave de los cielos cayó herida por certero golpe de la implacable muerte ¡se fue!… Sus últimas palabras conscientes fueron para sus hijos y para la patria. “Sed –dijo a los primeros, poniendo su descarnada mano sobre sus cabezas inclinadas- sed buenos hijos para vuestro padre, sed buenos hermanos, sed buenos ciudadanos para la patria… Ahora, un abrazo… y… adiós!” [6]
Y así fue.
Y sé, además, que se ha cumplido lo dicho por Emilio Prud´homme como invocación y evocación: “cada patriota tuyo se arranca una flor del alma para tejer la corona de tu inmortalidad.” [7]
Los que conocen la Historia saben que está llena de cicatrices, que hay voces en el exilio del tiempo que no se narran, y que sólo una minoría de bardos, de poetas, de ciudadanos del cosmos son elegidos para conciliar el sueño con la inmortalidad, y que son aquellos que vienen a posarse frágilmente sobre las ramas, igual que las aves al momento de iniciar su vuelo en plena libertad, los que se convierten en cumbre de la humanidad.
Asumirse como poeta es como concelebrar una fiesta con los dioses. Hoy muchos se asumen como poetas, y se disputan laudos, reconocimientos y coronas de laureles, pero lo hacen sin sacudirse del yugo de la vanidad y del ego. Esos son los más, los vedettes de la literatura, lo que banalizan el arte de escribir, y les hacen un desaire a los que no le adulan.
Esta tierra, donde nació Salomé, ha ido naufragando, porque ahora más que nunca persiste una deuda impagable por los intelectuales: la libertad.
El ambiente en que vivimos es un drama de desarraigo y de sombras. La patria que Salomé ayudó a construir, sólo subsiste a través del gesto de las dádivas, siendo el oficio que muchos ejercen y otros desean como protagonistas, huérfanos de ideas y huérfanos de ideologías.
Ahora los rayos de la lucidez no se posan ni sobre los montes ni las ciudades. ¿Cómo sería el presente si el pueblo, el pueblo llano, asumiera la poesía de Salomé para trazar los caminos de su rebelión; si se le enseñara a descodificar su contenido espiritual y metafísico, para que dejaran de burlarse de él (del pueblo)? ¿Qué sería del presente si el pueblo repitiera a consciencia los versos de la poeta, si ensayara con clamor cada estrofa para comprender que se puede construir una existencia digna y tener una patria digna para sus hijos?
La posteridad que quiero seguir anhelando para Salomé, es que sus lectores puedan despertar del insomnio y de la soledad, que sus ojos como prófugos de la indiferencia salgan de las celdas de la manipulación mediática que trae el poder político, y de la soberbia de quienes no permiten que tengan albedrío, que se fuguen de las paredes de la opresión, y de la cloaca gigante de mentiras que construyen las águilas sordas de la violencia genérica.
Salomé, vista desde la posteridad, es la vuelta al cuadrante de su destino; la puerta que se mantiene abierta en el cosmos al ella descarnar, que se alimenta, que se retroalimenta de cristales de estrellas que llegan desde el cono celestial. Así ha ocurrido desde que ella se marchó, y así continuará hasta la eternidad… [8].
NOTAS
[1] Letras y Ciencias No. 21, Santo Domingo, mayo 15, 1897 en Emilio Rodríguez Demorizi, Salomé Ureña y el Instituto de Señoritas (Academia Dominicana de la Historia: Ciudad Trujillo, 1960): 293-301.
[2] En Emilio Rodríguez Demorizi, Salomé Ureña y el Instituto de Señoritas (Academia Dominicana de la Historia: Ciudad Trujillo, 1960): 102.
[3] Ibídem, 282.
[4] Ibídem, 293.
[5] Ibídem, 299.
[6] Ibídem, 300.
[7] Ibídem, 300.
[8] La fotografía original de Salomé Ureña de Henríquez (en sepia) que acompaña la publicación de este artículo, apareció –salvo un dato inédito, no conocido- por primera vez en el siglo XX en el año de 1916 (hace un siglo, justamente), al inicio de la serie de tres entregas de un trabajo titulado “Doña Salomé Ureña de Henríquez” A su esposo, a sus hijos (Fragmento de un ensayo)”que diera a conocer Don Máximo Coiscou Henríquez [primo de Don Pancho y Don Fed] , en la Revista Renacimiento (Año II.- Mes IX. Santo Domingo, (R.D.) 23 de setbre. de 1916 No. 41): 600-601, que dirigía M. [Manuel] Flores Cabrera.
Los otras partes del ensayo vieron la luz en las ediciones correspondientes al Mes IX (30 de setbre. de 1916, No. 42): 662, y al Mes X (21 octubre de 1916, No. 45): 696-697, haciéndose constar que dicho ensayo fue escrito en el mes de diciembre de 1915.
La fotografía de Salomé mide 225 x 150 mm. Es una Tarjeta Promenade © Hargous, circa 1888. Es un retrato original cedido por Dolores Romero Vda. Lugo [esposa de Don Américo Lugo], a su ahijada Belkiss Adrover de Cibrán (1918-1995) el 26 de mayo de 1963, según consta en la nota manuscrita al dorso de la fotografía. El retratista se presume un fotógrafo itinerante llegado de la Isla Martinica.
Belkiss Adrover, Doña Belkiss, a su vez, cedió el retrato a la autora del presente texto, que la ha conservado.
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