“Si sientes que mi voz te suena tierna es tan sólo porque estoy nombrándote, tenía tanto tiempo que no lo hacía. Era como si se me hubiera borrado de los labios, como si el fuego del adiós sellara una frecuencia en la que jamás debería transmitirse lo innombrado; tu nombre

y todo lo que ello encierra. Y fue así, como por un mandato, una orden bajada desde nadie sabe dónde: no nombrarte, aunque te estuviera recordando a cada segundo, a cada latido”.

RENÉ RODRÍGUEZ SORIANO, “Nuevamente el adiós llega de golpe y el olvido no logra consumarse” [1]

[Julio Cortázar decía que el cuento es un “hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario”, y así lo creo, más aun cuando me aproximo a la obra narrativa de René, y me refugio en su prosa para recordarlo, y encontrar en él, un secreto refugio donde los oráculos se cumplen a pesar de mí, y a pesar de él, sin que los rosales al nacer traigan en sus tallos espinas].

El escritor René Rodríguez Soriano (Constanza, 1950), radicado actualmente en Houston, Texas, llegó a la literatura a través de la poesía, y aun está sumergido en ella, increíblemente a salvo. Es el Editor en Jefe de la revista digital Media Isla [mediaisla], que fundó  en noviembre de 2003, y que define como “una modesta sala de lectura donde convergen una serie de personas interesadas en la construcción de un puente de doble vía, a través de la reflexión y el ameno intercambio de información interesante”. Ha publicado poemas, prosa poética y narrativa breve.

René Rodríguez Soriano. Lectura en San Antonio, marzo 2012

Rodríguez Soriano en la década de los 80s, con su poemario Canciones rosa para una niña gris metal (1981), empezó a moldear una metáfora reveladora, sensible, de cómo signar al sujeto femenino de una mirada amorosa. El referente para la construcción de ese lenguaje, no era el cuerpo ni la pasión avasallante ni el placer erótico, era su mirada en vuelo hacia la intimidad, penetrante, de introspección, contemplativa, al lado de su diario, de su voz suave, melancólica, de desapego, de búsqueda de ese-otro-yo, que perseguía hacer un yo-tú.

Esta manera de ser de él, implicaba para conocerlo, abandonarse a la lectura de su obra, y coincidir, rara vez, en un pretexto para que a hurtadillas dejara que una pretendiera conocer la razón de su soledad interior.

René, desde ese mítico libro, Canciones rosa para una niña gris metal, se asomaba a una escritura subliminal del instante poético; creaba un decir meta ficcional del amor, y hacía una cuidadosa elección de lo que deseaba recordar como fragmentos de citas o como epígrafes a su autobiografía en torno al amor. Ya a inicios de los 90s, cuando él reunía a sus amigos en una tertulia dominical en las oficinas de su publicitaria, y la jerarquía del discurso literario pertenecía a la llamada generación de los 70s, en disputa con la generación de los 80s, empecé a conocer a René, su personalidad a veces distante, discreta, alejada del protagonismo y rivalidades de los grupos, porque él se abstraía de todo ese vendaval entre las paredes de las oficina de su espacio de trabajo, que hizo decorar como un mundo onírico, donde solo las reminiscencias tenían el carácter de ser las protagonistas de su libertad, a veces fingida, y otras veces asumida.

René se abandonaba, todos los días de la semana, a hacer discurrir su tiempo en una existencia reposada al lado de la creación, y desde entonces, empecé a escuchar su voz, que era como una voz que suplicaba ternura, que no se dejaba seducir por las frivolidades, por el exceso de minutos de glorias que procuraban los narradores que terciaban en los concursos de Casa de Teatro.

Hace apenas un mes y medio, después de más de una década de no vernos, volvimos a conversar por teléfono, y lo hicimos sobre este confuso mundo que nos sumerge en tristezas. Hablamos de cómo el poder político impone el silencio cómplice a los intelectuales, de la prisión de la palabra, de la ruptura de toda una generación con las ideologías y las utopías; pero en algún momento decidimos hacernos confesiones sobre las sombras que traen las inconsciencias, quizás accidentales, de los que prefirieron el exilio voluntario, migrar por situaciones económicas, irse detrás de un colectivo humano que cumpliera el acto de leerlos críticamente, y no como un performance de nihilismos o egos inflados, pero que quizás buscaban otra existencia menos hiriente, sin vaivenes, sin catarsis ni neurosis, a éstas que padecemos los que seguimos en la media Isla.

A nuestra memoria, en esa mañana de octubre, le surgieron alas, y recordamos a gigantescos escorpiones que con parecidos físicos a bestias del bosque son cómplices de este espanto de época que vivimos. Pero decidimos, luego, que no teníamos que angustiarnos más, que lo importante era este reencuentro maravilloso, donde renovábamos la alquimia que nos unía, y que aunque nuestras almas se agiten por los anhelos de supervivencia espiritual que tenemos, lo primero, es la amistad, la identidad del ser, la condición humana, la propia autenticidad, y luego, por supuesto, la metáfora como evidencia que desde los más remotos siglos conocidos, los ojos del alma, son solo los que pueden transfigurar al mundo y crear los imaginarios, porque la retina fotografía los sueños, el recuerdo, la perennidad del tiempo, los itinerarios que no alcanzamos a vivir, en fin, a la eternidad. 

René Rodríguez Soriano

Sin embargo, René me llenó de descorazonamientos; me dijo, que no volvería a “la República”, que desarrollaba su carrera literaria “fuera”, y comprendía que era cierto: aquí en la media Isla, estamos expuestos una gran mayoría al suicidio emocional, a los accidentes del destino, a las muecas -como trofeos de sus “éxitos”- de los que mandan sin rubor en esta sociedad resquebrajada, existencialmente anímica; él cree que, es irrisorio un cambio de paradigmas, y que las atrocidades del poder político -y ahí ejemplos suficientes para citar- se imponen. No me dio esperanzas de un milagro, y yo tampoco se las solicité, porque ambos nos aguijoneábamos nuestros muestrarios de encajes del pasado.  

Fue entonces cuando recordamos el año de 1991, cuando tuve en mis manos su libro de trece cuentos Su nombre, Julia, autografiado por él, diciéndome: “A Ylonka, más allá de las ausencias y presencias del ser. René, 20 de septiembre de 91”, sintiendo que su narrativa estaba colmada de una insólita atmósfera de tristeza, de conjuros y ficciones. Días después de la lectura, sospeché que René era un intruso en la ciudad, que exorcizaba a las sombras, a las rutas circulares por las cuales iban las palomas que se posaban en las plazas, y dispuesto a vivir todas las edades los fines de semana.

Su libro Su nombre, Julia, me ha cautivado desde entonces, desde aquel jueves 19 de septiembre en la noche que se puso a circular en Casa de Teatro, conjuntamente con una exposición de obras realizadas en pastel por la pintora y fotógrafa Maritza Álvarez, que se encadenaban en paralelo con ese creciente paisaje emocional y lírico de la apariencia de la espera que trae el amor cuando se persigue a gritos un nombre imaginario, pero que el poeta-narrador está dispuesto a nombrar, obsesivamente, cuando nadie lo observe detrás de la dislocación del azar, de la falsa mirada, a través del cristal o los juegos de palabras literalmente extensas.

La prosa poemática de René Rodríguez Soriano siempre la recuerdo como una fotografía por sus referencias visuales, por sus códigos lingüísticos, por el entretejido de su discurso testimonial, por ese hacer del texto narrativo un texto lírico de impresiones, de apariencias, de imaginarios, de autorreflexiones, donde él se convierte en un Arcipreste postmoderno que cabalga en un mundo afectivo en construcción, nominal a veces, en contrapunto.

La narrativa de René es una narrativa para mirarse, para devolver la mirada hacia un hablante taciturno que centra su visión en historias personales que cuenta en un diálogo íntimo desde un primer plano, y desde un segundo plano, para que encontremos en las páginas hacia la derecha de su prosa una fotografía en sepia que se transforma en una espiral poética.

A los que aman ese amor común que parece fantasía, de miradas fijas, con chifladuras y signos para no callar, los invito a conocer la obra de René Rodríguez Soriano, Su nombre, Julia, la poesía-en el cuento, con su voz tan breve y un chorro de ternura:

“-Io sono Julia.

Lo dijo así tranquilamente y se quedó mirándome con sus dos negrísimos ojos, fijos como clavos en la pared. Me quedé mirándola allí. Sentí el revoloteo de centenares de palomas. Respiré su aroma de azucena en flor. Oí un trinar de ruiseñores y me perdí en bandas por los senderos y recovecos del olvido. Oyendo a Julia. Mirando a Julia. Sintiendo a Julia. Corriendo. Trotando. Tratando de alcanzarla, de atraerla hacia mí. Apretarla entre mis brazos en esa tarde que se difuminaba en la plaza llena de palomas, las ruinas del Hostal de San Nicolás de Bari al fondo, la ciudad durmiéndose de a poco, todo transcurriendo y sucediendo y Julia, incorpórea, inmaterial, inmóvil y toda mía y la banda tocando el viejo tema de Basie y el sexo forcejeando, asordinada la trompeta contrapunteando con el bajo y un como sopor y un recordar al Satchmo […]”. Fragmento de “Alguien vuelve a llenar las tardes de palomas” [2].

Leerle libros, y soñar.

Al leer, por segunda ocasión, veinticuatro años después, Su nombre, Julia (Alfa & Omega, 1991) otra vez he sentido un vértigo, un claustro afectivo, una escisión de duermevela del amor, un precipicio desde donde se pueden tejer sueños, un desbordante hurto de René a la poesía, para ordenar cuidadosamente sus recuerdos, como si su emoción no tuviera ninguna edad, y fuera un balance de espasmos, galopante sentimientos o intermedios emotivos.

La prosa de René registra lo que siente: una intensa vacilación nerviosa de deseos; el tiempo que dirige hacia delante, que mueve al caminar, próximo a la entrada de ese espacio que él ha imaginado en la ciudad.

Julia es el sonido del nombre que René llenó de alusiones literarias en la geografía de su cuerpo, y que busca conocer al amanecer. De este libro inspirador de René, que me mantuvo en vigilia en las noches, soy deudora. A partir de su lectura, de algún modo quise jugar con él a la interdiscursividad, aproximarme a su interior, reflejarme en él, procurando traspasar el umbral donde el instante suelta los lazos del amor, y hacer que su ciudad fuera nuestra, sólo que ahora nuestro imaginario compartido, no sería Julia, sino “su nombre”. Fue así, como si un símbolo redescubierto, como si un sonajero le diera vida a otra Julia, por eso hice que la esfera girara en aquel largo texto titulado “su nombre”, publicado como repuesta a René, en mi poemario Hacia el Sur, del cual copió el primer fragmento:

Su nombre.

[cierto es, ya existía. le contemplaba en un oleaje de pájaros, en inmóviles brisas. estaba reclamándome que le abrazara, que le abrazara junto al aire, justo de tarde, cuando los ruidos son evidentes y las mangas de mi camisa en la línea de la luz son una reja, o a fin de cuentas, un momento que viene del recuerdo, nada que atañe al olvido, porque ahora no quedan excusas; está aquí, breve, con el rostro de la luna, con sus ojos sobre las calles, con dudas de cantos, con datos sobre el amor, desdibujando las hojas, que es sólo es sonrisa, secretos y espera].

Es ahora, transcurrido un largo tiempo, que comprendo a René, puesto que ha relatado lo deseaba escribir. Los cuentos de este libro representan y afirman la esencia de un denso período de su vida. Sé que al escribirlos pensó mucho en Julia, en su Julia, como si le hubiese robado las claves de su identidad, para acceder a la identidad “real” de esa persona residente en sus juegos de ficción. René ha creado en este libro, la invención de una mujer ideal, puesto que sus ojos de narrador están abstraídos y eclipsados por Julia, la presencia buscada donde se apoyan las noches cuando sonríe, que él descubre en su rostro, y que los dedos tocan el agua que ella besa.

“Desde el primer momento quise planteártelo así, pero al verte tan empeñada en arreglar la mesa. Las rosas té en el jarrón que trajimos del viaje, donde pusimos las orquídeas que le compramos a aquel niño (recuerdas que tenía unos ojos tristes y una mirada que se perdía entre los pinares, y que lo comparamos con los cuadros que venden debajo del puente seco del Mirador); el vino ahí, tendremos que tomárnoslo en tacitas de café –dijiste- y me reí, tú sabes que las copas y todas las cosas de cristal no duran en tus manos. Entonces, viniste a mí con aquel olor a flores […]. Nos abrazamos y me sacaste la corbata, entraste tus manos en mi pecho y hubo una confusión de olores”. Fragmento de “Pregúntaselo a Julia” [3].

René Rodíguez y su libro Canciones Rosa para una niña gris metal

Julia ha sido el rostro de mujer más rebuscado por René; un rostro que lo asalta de un lado a otro, enguirnaldado de aire fresco, porque ella no tiene prisa en seguirlo hacia los rótulos del tedio, del naufragio que significa la hechicera simpatía del amor o la desinhibición.

Julia, en toda la prosa poemática de René Rodríguez Soriano, reemplaza a la amante perdida; aquella otra que recuerda con nostalgia, que no tiene voz, pero que se extiende sutilmente en las manos del artista, y se acerca al lector para oír lo que lleva el viento a principios del invierno, y que trae la lluvia que fija el polvo.

Al leer a René entiendo a Julia, porque de alguna manera en sí mismo vive Julia. Ella ha logrado que él escriba sobre esas cosas y esos lugares de su primera juventud en la media Isla, a las cuales aun no ha renunciado, aunque quiera construir una ruta de evasión, para que sus recuerdos no se queden frisados en las Canciones rosa para una niña gris metal (1981). Por eso, finalmente, al buscar del yo-tú, René le escribe a Julia:

“Te arriesgas un poco más, entras a ese terreno peligroso, preguntas, insinúas, atacas, retrocedes, contraatacas: que te hable de Julia, de dónde viene, qué hace y, ya no aguantas más, la has visto antes, estás seguro, se conocían, que la memoria te está jugando una trastada, que si fue en la universidad, en el bachillerato, en algún campamento, que dónde trabaja, si estudia y ella te mira, sonríe otra vez y salen en tropel de sus ojos, como bandadas de palomas, unos rayos de luz que cobran sonido, diciéndote que desde niña acostumbraba, con su abuelita, llevarle de comer a las palomas; se pasaba horas y más horas jugando con ellas y oyendo a la abuela contarle historias, leerle libros y soñar, juntas.” Fragmento “Su nombre, Julia” [4]

NOTAS

[1] René Rodríguez Soriano. Su nombre, Julia (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1991): 97.

[2] Ibídem, Fragmento de “Alguien vuelve a llenar las tardes de palomas”, 13.

[3] Ibídem, Fragmento de “Pregúntaselo a Julia”, 35.

[4] Ibídem, Fragmento “Su nombre, Julia”, 117.

René Rodríguez Soriano (Constanza, República Dominicana, 1950). Escritor dominicano radicado en Texas. Entre sus libros se destacan: Raíces con dos comienzos y un final (1977-1981), Canciones rosa para una niña gris metal (1981), Muestra gratis (1986), Todos los juegos el juego (1986), Rumor de pez (1998) Su nombre, Julia (1991), La radio y otros boleros (1996), Queda la música (2003), Solo de vez en cuando (2005), Apunte a lápiz (2007), Batún melancolía (2008), El mal del tiempo (2008), Solo de flauta ( 2013), entre otros. Es especialista en creatividad, periodismo, publicidad y marketing. En la República Dominicana dirigió su propia agencia “Módulo Publicidad, Spa”.