El 4 de febrero de 1794, en plena Revolución Francesa, la Convención promulgó un decreto para abolir la esclavitud en las colonias. Sin embargo, el 27 de abril de 1848, dado el escaso resultado práctico de aquella disposición, el parlamento francés dispuso una nueva ley.
El escritor Victor Hugo entonces escribió en sus cuadernos personales la siguiente nota: “La proclamación de la abolición de la esclavitud se llevó a cabo en la isla de Guadalupe con solemnidad. El capitán de navío Layrle, gobernador de la colonia, leyó el decreto de la Asamblea subido a un estrado que se levantó en medio de la Plaza Mayor, entre una enorme multitud y bajo un sol hermosísimo. Cuando el gobernador proclamaba la igualdad de la raza blanca, de la raza mulata y de la raza negra, sólo estaban sobre el estrado tres hombres, de tal modo que podríamos decir que así se representaban las tres razas: un blanco, el gobernador; un mulato que le sostenía la sombrilla; y un negro que le llevaba el sombrero”.
La anécdota es significativa de lo que es aceptar una ley y, a la vez, no cumplirla. Hay usos sociales que se consideran “naturales” y obvios, cuando son “culturales” y no tan evidentes. Aunque sean contradictorios con lo correcto, se mantienen con fuerza pese a las normativas que pretenden eliminarlos. Actúan como prejuicios.
Me interesa el retrato, aparentemente distanciado, de un mundo multicultural.
En Londres paso delante de la ventana del laboratorio donde investigaba el doctor Fleming. Tras aquellos cristales descubrió la penincilina. Tal vez se asomase más de una vez el sabio. Vería el pub de enfrente y, al fondo, unas casas pobremente ajardinadas. Vería la vida para no dejarse perder entre trabajos teóricos. Es más hermoso imaginárselo así, en medio de un barrio populoso de una gran ciudad, y no en un aséptico laboratorio alejado del mundo. Fleming trabajaba en un hospital urbano, viendo enfermos cada día, contemplando a personas alegres o tristes desde la ventana, gentes que iban y venían y bebían cerveza.
En Londres empecé a leer Un camino en el mundo, de V. S. Naipul, un autor jamaicano de origen hindú. Me interesa el retrato, aparentemente distanciado, de un mundo multicultural. La mezcla, el mestizaje, curiosamente, no parece que se realice allí donde las distintas razas se equilibran. Cada una hace rancho aparte.
Los textos que decimos o escribimos sobre otras razas (y otro sexo y otra persona en general) parecen siempre teñirse de prejuicios y, si no los tuviéramos, el otro lo estima muchas veces así. Surge de inmediato una frase referida a alguien que juzga o describe a persona de distinta raza y que trascribe Naipul: “De haber sido un hindú [un negro, un blanco, un moro, una mujer…] no habrías escrito eso”. Tal vez el racismo, el sentimiento de diferencia, esté en ocasiones más en el descrito que en quien describe, en el que escucha que en el que habla.
Los usos y los hábitos nos hacen imaginarnos siempre al doctor Fleming encerrado en un pulcro laboratorio, aislado del mundo; no pensamos en que iba a tomar una pinta al pub de enfrente o, al menos, envidiaba desde su ventana a quienes allí entraban o salían, con la cerveza en la mano, a sentarse en el banco, frente a una gruesa mesa de madera.