¿Coleccionar? ¿Para qué y por qué se coleccionan libros, y se van ordenando en estanterías en un espacio donde los preservamos y protegemos de “extraños” visitantes, de múltiples tentativas de hurto o de préstamos no autorizados, de codiciosos de alma o de aquellos que no le dan importancia a un verso porque son hostiles a la palabra escrita, pesimistas transeúntes que van a la deriva quedándose en el invernadero con una piel que no respira en el páramo donde no hay espejos donde refractar su identidad?
El coleccionismo de libros denota la afectividad que se tiene por el conocimiento o la lectura, por ir retrospectivamente hacia la circunstancialidad histórica, hacia lo que fue ayer, que se extiende con sus redes hacia el presente, y se hace una variable ajena reflejada en el futuro
Un libro, entiendo, evoca siempre -y de inmediato- los códigos literarios y las claves que nos permiten apropiarnos de ese mundo esencial que es el símbolo, que se impone a lo humano, que no se desestima cuando surge único, totalizador para que lo inconforme o no de nuestro ser nazca o muera abandonándose a la razón, a lo desconocido y a lo por conocer. Cuando un libro se abre, y se despliegan sus páginas, se observa en lo inmediato lo que contiene su anchura, su grueso, su lomo, y su tamaño, que no es más que el espacio de vidas infinitas que tuvieron un « pensativo sentir», un «logos», lazos fuertes con las huellas que acaso dejaron invisibles, o que se quedaron en las líneas del tiempo.
Mi coleccionismo de libros, sobre todo de ediciones antiguas -dejando a un lado los textos de lectura “obligada” en el colegio-, o aquellos que llegaron a mí al azar, privándome de escogerlos a por deseo propio, se inició con dos ejemplares que aún conservo, de los cuales voy a referirme al más amado. Me refiero a un libro en prosa poética de Pablo Neruda que contiene El Habitante y su esperanza, El hondero entusiasta, Tentativa del hombre infinito y Anillos. Su solapa derecha de nueve centímetros trae una fotografía del poeta, una nota sobre el autor, sobre su estilo de escritura; indica que el tomo pertenece a la «Biblioteca Contemporánea» de la Editorial Losada, S. A., de Argentina. El mismo es la segunda edición impresa el 15 de agosto de 1964, en Talleres Gráficos Américalee, Tucumán 353, Buenos Aires.
De ese libro añejado, que se estima como raro, en fin, de colección, con más de medio siglo de vida, que alguien rescató para su venta, con portada rústica y la evidencia de haber sobrevivido a un descuido o al abandono en un lugar donde llovió, y que quizás luego fue expuesto a los rayos del sol para que se secara, que al empezar mi adolescencia compré, me quedo con Anillos, con sus folios de papel de algodón, y los versos que siguen despertando en mí tranquilidad, un universo literario simple -en apariencia-, una seducción hacia la soledad, un efecto de diálogo con el poeta que nos «arrastra» a ser una lectora-implícita, a conectarnos con su creador, a contradecir toda idea superficial que eche a un lado que sí, que la inmortalidad se obtiene por la obra, por el acto mismo de argumentar desde la conciencia lo que encontramos en el andar por la vida o la existencia trayendo consigo un alma que no es indiferente a la “realidad”, al inevitable encuentro con las cosas «imaginarias» y las cosas «reales».
Ahora comprendo que, quizás, fue Neruda que me hizo entender que a la primavera debemos obsequiarla con un verso, y en especial con un poema que traemos en la memoria, que escribimos justo al ver, una estrella del Sur. Tal vez, probablemente, este libro sea el génesis -algún día- de mi autobiografía literaria, esa que cabalga al lado de nuestro esqueleto, que se dispersa cuando nos contaminamos en el mundanal ruido. Por eso, vuelvo a leer de Neruda su prosa poética re-descubierta en esta mañana de julio, justo en primavera, para volver a preocuparme por ir envejeciendo al lado de su libro, o mejor dicho, de mi colección de libros viejos que fui adquiriendo en silencio, y que son mi único tesoro.
De Neruda transcribo estos fragmentos de «Alabanzas del día mejor”, de Anillos: «El día mejor comienza antes del alba, termina después de la noche. El día mejor florece sus primeras flechas entre las esponjas nocturnas, y ahí tenéis al día mejor, como a un buen compañero, plantado en medio del camino.
«Es que a ese tiempo feliz lo anuncian signos que nadie recoge. ¿Quién lee el alfabeto de las estrellas corredizas? Nunca te detuviste a descifrar los pequeños signos atraídos en las calles. No averiguaste tampoco la cardinal de los últimos vientos.
«Qué importa, oh profundo, alegre día. Te izaste en el límite del asta de la aurora, y así apareciste, sonriente guerrero. Haces temblar el rocío de los trigales recién despiertos. Tu luz pinta las frutas y extiende las alas de las abejas perdidas. Nada hay como esa flor amarilla del barranco porque la vigilan tus dedos tan claros. »
El libro de Neruda, un «libro usado», me interesó contra todo interés de mi hermano mayor de que buscara otro libro, uno nuevo. Lo adquirí por la cantidad de 80 centavos. Un matasello sello en su portadilla de la derecha nos informa que lo distribuía en el país la Librería «América», C. por A., ubicada en la calle Sánchez, Tel. 8-7583. Pasó a ser mío el 29 de abril de 1979 cuando visité la VII Feria Nacional del Libro que se realizó en la Ciudad Colonial en la Plaza Gonzalo Fernández de Oviedo. Recuerdo que estaba entre un montón de libros que se ofertaban en una mesa en Casa de Bastidas, y que el calor allí era intenso como ahora, además de la poca iluminación del lugar.
Esta es la historia del libro de Neruda en mi colección. No obstante, confieso que él me hizo ser una poeta amorosamente melancólica, triste, una autora que se sumerge en el silencio, que se escuda -a veces- en la ficcionalidad creativa con esperanzas y desesperanzas, buscando solo de la angustia, haciendo memorable algunos instantes -aquellos de menos riesgos a mi terquedad de festejar lo que traerán los días con sus altas y sus bajas-, que se cumplen en el horario del sueño. Pero ¿cuáles fórmulas existen para conocer el interior nuestro; ese otro yo que se esconde, que se impone rostros distintos, que se lee en la mirada, en el alfabeto de las dudas, que no hace concesiones al libre albedrío, que no se permite gritar sin la voz quebrada?
Lo cierto es que, día tras día, coleccionamos tantas cosas: recortes de periódicos conteniendo noticias, artículos de opinión, crónicas o reseñas que traen las ideas de otros, que estimulan al debate, a escribir o a estar en estado de abstención de todo el suceder cotidiano en lo que va de año. Ocasionalmente coleccionamos recuerdos. Sin embargo, no coleccionamos el olvido, pero sí tarjetas postales o las instantáneas de otros ojos que nos miran. Es posible, sin embargo, que coleccionemos ilusiones en el alma, esperas, fantasías, temores, indiferencias, evocaciones; una narrativa de enlaces y desenlaces sin un desarrollo ulterior.
Y, así es. Y porque quizás ahora comprendo que Neruda me hizo entender que a la primavera debemos obsequiarla con un verso, he buscado entre mis manuscritos este texto inédito titulado «Qué tarde de nostalgia», que según su registro en la carpeta lo feché el 22 de junio de 2013, y creo lo envié por e-mail a quien correspondía recibirlo en esa ocasión, y que aun espero me recompense con un verso:
Qué tarde de nostalgia, sentida en un ambiente lleno de silencio, donde se puede sólo sentir abandono, una hermosa mirada que se parezca a un anhelo no cumplido. Tengo anhelo de un mundo perfecto, y que nos concierna a los dos, de riesgos, de conciliación y alegrías, que nos lleve al sí propio, a las afirmaciones visibles de lo lúdico -como dices siempre-. Es tan vital extrañarte, que el cielo languidece en gris para que añore la vida en marcha junto a ti.
Sin embargo, la vida en marcha es un corredor de incertidumbres, una abrumadora evidencia de que nos exigimos demasiado cuando no somos conscientes de los obstáculos que le ponemos a la felicidad, al ideal de alcanzar el todo; el todo como absoluto negador de la existencia; el todo como una voluntaria destrucción del tiempo; el todo como una lanza al corazón cuando nuestros sentimientos entran en conflicto.
Te afirmo que, no te creo en la lejanía, sino formidablemente presente. ¿Qué curiosa dialéctica: evocarte y al mismo tiempo estar ausente de ti? Así soy, curiosamente así… [Ylonka Nacidit-Perdomo].