Resulta difícil aceptar la idea de que una obra de arte sea sólo producto de la capacidad innata del artista o, como se infiere de algunos diálogos platónicos, del resultado de la inspiración divina. Desde esa perspectiva mítica, la labor del artista del verbo debería estar dirigida a la creación de “obras dedicadas a los dioses y a hombres ejemplares, cuyo modelo habría de servir a los demás para ascender en la escala de la virtud”. (Platón, Fedro, Barcelona Orbis, 1983, pp. 298-299).
Frente a esta posición, una lectura de la obra Sobre la poética de Aristóteles sugiere que el creador literario debe tomar como referencia la realidad conocida para construir un mundo ficcional, cuyas leyes sean creadas por el propio autor. Para el Estagirita una condición sine qua non a la mimesis, es que los sucesos narrados han de ser verosímiles. (Aristóteles, Poética, ed. De J. Alsina Clota, Barcelona, Icaria, 1997, IV, p. 14).
Concomitante con los apuntes precedentes, en el marxismo literario se destaca la idea de “individuo humano” como resultado de su historia. Somos el resultado de la experiencia de vida que vamos acumulando en nuestra mente, gracias a la interacción asidua con nuestro entorno. Vamos construyendo nuestra personalidad en interrelación con los sujetos que nos circundan a lo largo y ancho de la corriente del tiempo. Nuestros discursos, incluyendo la creación estética del lenguaje, se encuentran condicionados por dichas vivencias.
De lo anterior se infiere el que las experiencias de la vida cotidiana: las alegrías y las tristezas, las gracias y desgracias, los nacimientos y las muertes, los triunfos y las adversidades, la inocencia y la sapiencia, la mocedad y el envejecimiento, las amistades y las enemistades, el ocio y el oficio; así como las películas que vemos, los libros que leemos y los países, pueblos y campos que visitamos; configuran lo que somos en el presente (Roa, 2017). Es decir que se cumple la máxima que reza: “nada hay en nuestro falible intelecto que no haya pasado primero por nuestros falibles sentidos”, según se atribuye al presocrático Parménides de Elea.
En el contexto de las ideas anteriores, he aceptado la invitación a comentar el libro: La mortaja de la inocencia, novela escrita por el incipiente narrador dominicano Mayobanex Hernández (1984, Santo Domingo, RD). Debo admitir que la lectura de esta obra ha despertado mis representaciones mentales procedentes del mundo de la lingüística, de la filosofía del lenguaje y de la literatura; sobre todo, porque he podido identificar cómo en unas cuantas páginas el narrador logra trasformar la desgracia humana en estética verbal.
No soy crítico literario. Aún sigo estudiando teorías sobre el análisis y la interpretación textual y trato de aplicarlas a los textos que, como en el caso de la especie, llegan a mis manos. Me considero un exégeta de textos seglares. Nunca he escrito críticas literarias. Tampoco es mi intención hacerlo ahora. Creo ser un simple y muy esforzado lector. De cuando en vez comento lo que me parece interesante en una obra. Si un texto no logra captar mi atención antes de las primeras treinta páginas, opto por no continuar leyéndolo. Alguien dijo alguna vez que existe “el derecho a no leer”. Yo me adscribo a esa aseveración, puesto que me resulta difícil comentar un texto en cuya lectura no hallo deleite. Obviamente, este no es el caso del libro que Mayobanex Hernández ha puesto en mis manos.
Como no soy, ni aspiro a ser, un crítico literario, me centraré en explicar lo que a mi juicio hace de este libro una genuina obra de arte verbal, mutatis mutandis. Sin embargo, sería imposible hacerlo sin comentar, en su estructura profunda, las representaciones mentales del autor transferidas al narrador de su propia historia novelada.
El tema central de esta breve novela (de 102 páginas y 29 capítulos) es la pérdida de la inocencia de la niña Anna Manuela Castellar. Ella perdió su inocencia al descubrir que en la vida la felicidad es una quimera. De ser una niña alegre, saludable y presumida, pasó a ser una paciente infeliz. Tras una caída en el colegio, fue diagnosticada con un extraño cáncer de espalda, en plena flor de su adolescencia. La inocencia de esta niña, quien residía junto a sus padres en la provincia de Málaga (España), fue perturbada por todo lo que supuso la lucha contra el cáncer.
Afortunadamente, su familia tenía los medios económicos para atender su difícil situación de salud. Lo sabemos porque el narrador nos cuenta la forma en que sus padres equiparon la habitación con los materiales médicos suficientes para que recibiera la quimioterapia. La niña se consumía en la depresión ante la impotencia de comprobar que el dinero de la familia era incapaz de evitar ese mal insospechado, por lo que, ni siquiera pudo ver su primera menstruación. Era una de las secuelas de la quimio. Pese a todo, sus padres decidieron celebrar sus quince años para ayudarla a superar la depresión, pero fue imposible. La exhibición ostentosa del medio de vida de sus parientes y amigos, frente a su adversidad, no hizo más que hundirla en una depresión cada vez más profunda.
Anna Manuela Castellar pudo superar este primer atentado contra su vida, lo que le permitió iniciar una amistad con el joven Andrés, con quien tuvo la oportunidad de visitar Tenerife, Islas Canarias, lugar en el que ambos disfrutaban día por día de la exuberancia del paisaje palmero, incluyendo el volcán Teide. Lamentablemente, su felicidad no duró mucho tiempo, puesto que el cáncer volvió a resurgirle en dos ocasiones consecutivas, la primera de las cuales sucedió antes de cumplir sus 20 años. El último atentado le ocurrió para cuando contaba aparentemente los veinticinco años.
Una vez superó la crisis de salud, circunstancias de la vida la llevaron a la cama junto a su buen amigo Andrés; esta vez no por enfermedad, sino por deseos y pasión. Su nuevo amigo y acompañante se había enamorado intensamente de ella. Pero el acto sexual no llegó a consumarse, debido a que, en el momento del éxtasis, que casi la lleva a entregarlo todo, la atormentaron recuerdos de su tétrico pasado; un secreto maldito que hasta ese punto no había relucido en la narrativa. El narrador no nos había ofrecido ninguna pista de que esa niña que se había pasado casi toda la vida, con algunas intermitencias, luchando contra el cáncer, había sido violada por su tío en su adolescencia. Tal vez a ese hecho errático e inesperado también responda el título de esta obra.
La novela cuenta dos historias que al final se aproximan. La segunda historia se relaciona con la invasión de los europeos a América y, sobre todo, de cómo estos se aprovecharon de la inocencia de los taínos, hasta hacerlos desaparecer. La diégesis del narrador omnisciente traslada misteriosamente a Anna Manuela Castellar en una travesía hacia el Pico Duarte, que producen en el lector una serie de interrogantes que motivan la creación de una paraficción, como corolario de una posible tercera historia no contada por nuestro narrador.
Las tragedias acompañan a Anna Manuela a lo largo de sus días. Su historia de vida se encuentra patente en cada una de las cicatrices y marcas dejadas por las cirugías y por las quimioterapias, con las que se buscaba contrarrestar el cáncer. Esto es evidente en las ocasiones en que es observada por más de un hombre. Al momento de sentir y ver sus cicatrices, su ímpetu y pasión hacia ella disminuye. Al mismo tiempo, ella se inhibe ante esa estampa maldita que la dirigirá lentamente hacia el final de sus días. De manera que a Anna Manuela no solo la asechan sus recuerdos. También las estampas en su cuerpo la delatan. Al final de la historia, Anna Manuela muere en medio del océano, a causa de la maligna enfermedad, en compañía de su madre.
Salvo error de mi parte, hay indicios de que la isla La Hispaniola constituye una metáfora que se traslapa a la propia Anna Manuela. Las dos eran vírgenes. Eran inocentes. Las dos fueron violadas. Ambas padecieron el cáncer. Para Anna Manuela se trató de una enfermedad física, mientras que para la isla fue la invasión a la cultura taína. Al final de la novela Anna Manuela muere. Asimismo, el cáncer de la invasión española logró el exterminio de los taínos en su totalidad.
La narrativa deja entrever las ideologías del narrador, que como hemos establecido, se trata de un narrador que todo lo ve, todo lo siente; lee los pensamientos, percibe sentimientos y emociones no expresados verbalmente. Leamos (p. 33):
“La tristeza honda y prolongada se fue tragando su alegría. Fue la tormenta de arena que sepultó el pequeño oasis. Con frecuencia sus pensamientos eran turbios. Su pesimismo se alimentaba del rencor contra la vida que ya no disfrutaba y de la fatalidad… (p. 33).
El narrador muestra poseer cierta cultura sobre la literaria bíblica. Por ejemplo, alude a la metáfora cosmogónica hebrea del origen del conocimiento “de lo bueno y de lo malo”, parafraseando el relato edénico en que Adán y Eva descubrieron que estaban desnudos; por ello, se aduce que el sufrimiento está relacionado con el abrir de los ojos a la luz del saber, cual caverna platónica metaforiza en su prosa (p. 8).
Asimismo, se hace evidente una posible animadversión del narrador contra los conquistadores, especialmente, contra las autoridades eclesiásticas; sobre todo, cuando procede a nombrarlos sin usar el título conferido por la iglesia. Destacan los siguientes constativos en su discurso: Fray Ramón Pané/Ramón Pané; Fray Bartolomé Padre de las Casas/Bartolomé”; San Pablo/El apóstol Pablo; Santo Tomás de Aquino/Tomás de Aquino, San Agustín de Hipona/Agustín, etc. (pp. 60-62).
El amor del narrador por la clase oprimida es evidente en la forma en que menciona detalles específicos de los taínos. La onomástica taína constituye un índice que no solo señala hacia ese sujeto narrador omnisciente, sino hacia otro sujeto empírico autor, cuyo nombre se encuentra registrado en el diccionario taíno, en la versión que nos han vendido los de arriba (pp.78-82).
El narrador asume postura frente a los hechos contados, constituyéndose en juez supremo de los personajes encontrados: los culpables versus los inocentes. Los sabios, versus los ignorantes. Considera inocencia los ritos de los indios, aunque no así los engaños de los vehiques hacia los indígenas, según él nos cuenta. Pero todas estas huellas en su narrar, son expresadas con figuras estéticas del lenguaje, incluso cuando se constituye en psicólogo terapeuta del sujeto lector, sus lecciones de ética son expresadas a través de un lenguaje simbólico de notable belleza.
En cuanto a la verosimilitud aristotélica referida en el segundo párrafo de este artículo, habría que revisar en la cronología paralela de esta novela, el manejo que hace el narrador de los tiempos, de los acontecimientos y escenarios en que operan los personajes principales. En vista del lapso que incluye las dos historias cruzadas, creo que pudiera generarse cierta desconfianza en lectores, quienes tal vez no aceptarían creer la ficción de una historia, cuyo personaje principal, un ser de carne y hueso y, por demás, de vida desgraciada, sobrevive a la Primera Guerra Mundial y al San Zenón hasta alcanzar la Covid-19, salvo que se trate de un error de mi parte.
Con todo, estamos ante una novela, cuyo narrador/autor muestra un dominio considerable del sociolecto culto de la lengua española. La fluidez de su prosa es notoria y lo mismo decir del elegante uso del lenguaje simbólico con el que expresa el sinsentido de la vida. La obra está redactada, en gran medida, en un estilo formal, puesto que desarrolla la narrativa con base en el uso preciso del léxico especializado propio de los campos semánticos de la medicina, la muerte, la geografía, la historia y la mitología. Dicha formalidad también consiste en las construcciones sintácticas, en las que predominan las proposiciones subordinadas y coordinadas por distintos mecanismos funcionales.
Igualmente, reluce el estilo rectilíneo que mayormente emplea sustantivo/adjetivo, verbo/adverbio. A la vez, emplea la anteposición del adjetivo al sustantivo, con lo que consigue imprimir cierta emotividad a la expresión. Esa misma anteposición se percibe en minoritarias relaciones entre adverbio/verbo. Predomina el uso frecuente del gerundio de primera, segunda y tercera conjugación; estrategia estilística con la que el narrador/autor alcanza una prosa viva y de fácil comprensión.
La anáfora y la metáfora constituyen los dos tropos estilísticos por excelencia, especialmente en el punto en que el narrador abandona la linealidad propia del lenguaje cotidiano para trasmutar en una prosa poética. Leamos (p. 16):
“Su cuerpo es como una amplia red que lanzaron al mar y que se deja caer, ganando profundidad, alejándose de la luz y alejando el frío. Una amplia red, como las que vio que lanzaban desde los botes pesqueros de Tenerife (…) Con la burbuja de cuidados extremos que construyeron a su alrededor, el germen del amor no lograba entrar para infectarla. El impulso siempre estuvo ahí, reprimido, apretado bajo los tentáculos del cáncer y las agotadoras rutinas dentro de la casa hecha hospital en que vivía”.
Tal vez esta no sea una novela para principiantes en la lectura. Imagino un lector con dominio del registro médico y de los topónimos propios de Islas Canarias y de la región de Andalucía, cuya capital es Sevilla; así como de los cronotopos indígenas que registran los primeros cronistas de India. Estamos ante una novela híbrida, cuyo contar navega entre el realismo fatalista y el indigenismo mitológico y oprimido.
El autor creador del narrador y de su narración es casi un mago de la palabra. Hasta la escena sexual que recrea es expresada con tanta sublimidad, que su lectura, lejos de producir reproche, suscita el placer que se desprende de la capacidad de convertir la desgracia en arte verbal (p. 86). Si una cualidad se requiriese destacar en esta obra, reside en la capacidad de trasformar el dolor y la impotencia humana en una obra de arte; esa condición de haber construido un mundo ficcional, regido por las propias leyes que el conjunto de sus representaciones mentales, su propia historia, le ha permitido concebir. ¡Enhorabuena al novelista Mayobanex Hernández!
Hernández, M. (2021) “La mortaja de la inocencia” (Novela) Santo Domingo, RD: Editorial Santuario. 102 pp.