Me gustaría leerlo todo a la vez, ser capaz de seguir las líneas de dos, tres, cientos, miles de libros al mismo tiempo, mejor, que la totalidad de los libros no fuese sino una sola línea, transcurrida sin fin, un continuum de letras que contuviera la escritura única del mundo.

La enemistad hacia los libros viene de lejos. En el siglo XIV, el obispo inglés Ricart de Bury observaba que ser amante de la lectura le había proporcionado enemigos que “nos hubieran dispensado un benévolo afecto si nuestras ocupaciones hubieran sido la caza, el juego o cortejar damas”. Sé que, cuando tanta gente asegura que no lee por carecer de tiempo, cuando algunos insensatos aseguran que ya hay modos de conocimiento que sustituyen al libro, lo que digo pudiera resultar fuera de época. Y, sin embargo, nada más actual.

El gusto por el libro vendría solo.

Los registros de la información han crecido en los últimos años, incorporando saberes que permanecían en la memoria o en la tradición. Ha desaparecido la trasmisión oral, pero las películas o las series de televisión se apoyan en un comentario leído o se construyen con la estructura lógica que depende del hábito de la exposición escrita.

Libros.

Han variado, en todo caso, los soportes y a eso pudieran querer referirse quienes aborrecen el libro. Leemos ahora más de una pantalla que de una página impresa, pero leemos. Ignoro si el libro electrónico, que aúna en sí el volumen tradicional y las nuevas técnicas, se impondrá pero contar con un instrumento similar exteriormente a un libro, en el que se descarga un texto desde el ordenador, con la posibilidad de retirarlo una vez leído, provocará nuevos hábitos lectores.

Me temo que los negadores del libro tampoco opten por su actualización electrónica, porque ambos, el impreso y el electrónico, reclaman del lector silencio y recogimiento. El teórico y crítico George Steiner decía que el grave problema actual consiste en que los jóvenes son incapaces de permanecer a solas y en silencio en una habitación. En seguida aparece, al menos, la música (ya sabemos que Napoleón decía que era el menos desagradable de los ruidos) no por el placer estético de escucharla, sino como procedimiento para ocultar la soledad, para tapar el silencio. La música —cuanta más percusión, mejor—entendida como huida de la intimidad, porque en el silencio llevamos a cabo el encuentro más trascendente y, también, más responsable: el encuentro con uno mismo, imposible de hacer, no ya entre la masa, sino ni siquiera en un grupo. El libro reclama para sí la atención individualizada del lector y en ello radica gran parte del placer que proporciona. Así, la lectura debe ser considerada como un acto de libertad, no tanto porque leamos lo que nos apetezca o queramos, sino porque permite marcar nuestros propios límites, describirnos ante los demás, afirmarnos.

No les daría a los jóvenes libros, les daría tiempo, silencio, conocimiento placentero de la soledad, sentido común. El gusto por el libro vendría solo. Entonces, a nadie le extrañaría que yo desee leerlo todo a la vez, ser capaz de seguir miles de libros al mismo tiempo, mejor, que una sola línea contuviera la escritura única del mundo.

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