El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 8. Hora: 12:01. Plaga del robo.

Robo: Acción y efecto de robar.

Robar: (germ. Raubon; lat. rapere). Quitar lo ajeno,  hurtar.        

Sinón. Despojar, desvalijar, estafar, saquear, apropiarse, arrebatar, desposeer y hurtar.

*

Creo, como Séneca, que la virtud es el bien supremo. “Tus  bienes  están dentro de ti mismo y tu felicidad  en  no necesitarla. No temas a la pobreza: nadie vive tan pobre como ha nacido; ni al dolor: o cesa o se aniquila; ni a la muerte: es término o tal vez lugar de  paso. No temas a la fortuna: le he quitado las armas con que podía herirte (Anna ha dejado este texto entre mis papeles, “por si lo necesitas”, subrayó. Hoy vino a visitarme más temprano que nunca,  y antes  de la lectura bebimos café y hasta oímos boleros).

El octavo día de diciembre es complejo porque la gente quiere comprar de todo y no tiene ni un centavo a su alcance. El Administrador, quien por experiencia sabía de esta complejidad, decidió quedarse encerrado más tiempo en el tanque de aluminio para evitar ser  despojado de su fortuna. La Pitonisa, que nunca ha tenido nada –hoy no lleva puesto ni un vestido siquiera–, optó por no bajar a tierra y sufrir ella sola la agobiante tristeza. Eso sí, tiene los ojos bien abiertos y ve cómo las tiendas, los supermercados, las plazas comerciales, los tarantines, los vendedores ambulantes… ofertan los productos navideños a precios especiales, pero como nadie tiene con qué comprarlos se dañan si son frutas o vegetales, o sencillamente pasan inadvertidos si se trata de prendas de vestir u objetos de uso doméstico. El más patético es el caso de las uvas, exhibidas en las calles desde antes de diciembre, sin tomar en cuenta si el monóxido las contamina o no. Es curioso ver cómo la gente pasa indiferente ante ellas y ante las manzanas y los dátiles. Hasta las nueces, que resisten con orgullo el paso del tiempo, pierden su encanto y terminan tiradas en los basureros. Por eso, no es nada raro que la plaga del robo amenace a diciembre a partir del día 8 –y el Administrador lo sabía–, pues “todo el mundo espera, pero se desespera”. Así, cuando el reloj marcó las 12:01, una anciana pordiosera decidió perseguir a otro anciano porque le vio en el bolsillo trasero del pantalón una cartera abultada. Ella se le acercó, estiró cautelosamente la mano derecha y extrajo el tesoro ansiado. El viejo ni se enteró de lo que para él sería, al saberlo, una verdadera desgracia, pues en la cartera llevaba lo ganado a fuerza de sudor en dos semanas. La anciana abrió la cartera y vio la gloria cuando encontró una papeleta de mil pesos, dos de quinientos y seis de cien, es decir, dos mil seiscientos pesos en total. Compró uvas y manzanas, y se las llevó a sus tres nietos, ya  grandecitos. Cuando ellos supieron cómo la abuela había conseguido llevarles las frutas, no lo pensaron dos veces para irse a la calle a emularla. Planificaron robos contra dueños de tarantines, quienes a su vez habían robado a otros compañeros suyos. Así, cada uno –por separado y en robos relámpagos– reunió más de tres mil pesos. Cuando el anciano –el de la cartera sustraída– se percató de lo sucedido, no vaciló en lanzarse a la calle a robar, pues sabía que de otra forma no iba a recuperar su efectivo. Llegó a un colmado y como si hubiera hipnotizado a los clientes y al dueño, quien momentos antes atendía afanosamente la caja registradora, recogió la plata ante la mirada atónita de los concurrentes, y desapareció sin dejar rastro. El dueño del colmado, turbado, tomó la decisión de ir a robar a otra parte. Igual comportamiento asumieron quienes presenciaron el robo. Y así hasta que los residentes, todos sin excepción, decidieron robar en lugar de vender. Atrapados en la algarabía de las ofertas navideñas, pero ya con dinero en los bolsillos, compraban hasta lo inimaginable, y cuando lo gastaban volvían a robar. Hubo quienes adquirieron alfombras persas, pese a haber vivido siempre en piso de barro, y arbolitos navideños más altos que el techo de sus casas, y aunque no tenían energía eléctrica compraron bombillas de colores para alegrarse la vida. Esta plaga del robo entró violentamente y no saldría jamás, pues conviviría en silencio, bajo el amparo de la ciudadanía, con las restantes plagas, cuyas veleidades, como veremos, suelen ser muy bellacas.