El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

 

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

LAS TREINTA Y UNA PLAGAS DE DICIEMBRE                                               

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

 Día dos. Hora cero. Primera y segunda plagas de diciembre: Jolgorio y letargo.

                                                  Jolgorio: fiesta, diversión, jarana.

                                                  Letargo: (del gr. lêthê, olvido, y argos,                                   

                                                  lánguido). Med. Estado consistente en la

                                                 supresión de las funciones de la vida y del

                                                 uso de los sentidos. Fig. Modorra,  

                                                 enajenamiento del ánimo.*

Cuando amanece azul cada mañana, la risa es de la tierra,  del mar y del cielo; el jolgorio, no. El jolgorio es otra cosa, como lo es el letargo, tan distante del reposo y del sueño (Anna Lanfoster).

El silencio era sepulcral. No se movía nada, ni el viento. Y la luz del sol era tenue. Pero en cuanto la hora cero bostezó y marcó el primer segundo, se escuchó a lo lejos una bachata y enseguida un merengue, interrumpido por un reguetón y un anuncio estridente en la radio que incitaba a la gente a beber ron y cerveza desde temprano para celebrar la llegada de diciembre. Aquellos que aún dormían se despertaron alegres y sin lavarse la cara ni cepillarse los dientes salieron a la calle tal como estaban vestidos, en pijama y en paños menores, y vieron al Administrador, con su figura agigantada en el cielo. Sin avisar, instalaron en los rincones altoparlantes para anunciar el inicio de la fiesta navideña y la distribución gratuita de alcohol. Solamente la Pitonisa  había leído en una piedra perdida en el tiempo que las plagas y las pestes son la respuesta de Dios a la conducta inapropiada de la humanidad, y aunque no le daba credibilidad a esta idea, tampoco la descartaba del todo y, por eso, alertó a los pobladores. Su voz, sin embargo, fue ahogada por las de los altoparlantes. “Desde ahora en adelante se acabó la amargura –se oía en los aparatos–. A gozar, señoras y señores, a gozar al ritmo de güira, acordeón, maracas y tambora. No al luto. No a la tristeza. No al pesimismo. El deleite es parte de la vida. Bailemos y cantemos. Bebamos hasta el último día de diciembre”. Y la gente bebió, rio y bailó. “Los deleites se abandonan por causa de otro deleite mayor –vociferó la Pitonisa y sentenció–: De los deseos nacen los odios, las discordias, las sediciones y las guerras”. Nadie la escuchó porque el jolgorio se había apoderado hasta del cielo. Pasadas las horas, cuando el sol languidecía, no quedó lugar en la tierra donde el silencio se guareciera. Todos los acordeonistas asistieron al jolgorio. Los guitarristas iban de bar en bar, de calle en calle, de casa en casa, y tocaban ritmos contagiosos. Las puertas de las iglesias se abrieron más temprano que otros días para celebrar en grande la fiesta. Los altoparlantes de multiplicaron como hormigas; las casas licoreras los instalaron en las esquinas y en los tejados, y consiguieron que el Administrador, tras recibir un fardo de papeletas, autorizara colocarlos en los edificios patrimoniales y en la cima de las lomas más altas. Las voces de los altoparlantes, impertérritas, seguían anunciando: “La fiesta recién comienza. Cuando entre la noche tiraremos a la calle miles de barriles de cerveza y ron”. La Pitonisa elevó su voz para acallar las de los altoparlantes: “Tufo y sangre en la desdicha inicial. Catarsis en el rocío de los siglos. Escorpiones y garrapatas en la piel, y en los ojos garabatos de letras muertas”, dijo, pero  la gente había bebido demasiado y no la escuchó. Ya a las doce en punto de la noche, mujeres y hombres, y hasta los menores de edad estaban entontecidos. Al día siguiente, a nadie le fue posible comentar los sucesos del jolgorio. El Administrador, feliz, resolvió esconderse en su propia silueta.

Hora 20:00 del mismo día.

El primero en caer en el letargo fue un niño de cinco años, a quien su padre le había dado de beber dos jarras de cerveza. “Diciembre es diciembre y debemos celebrarlo con alegría”, vociferaba el padre. Luego le siguió una anciana, quien coincidencialmente celebraba un siglo de vida y no vaciló en beberse a punta de boca una botella de ron. Cuando abrió la segunda para repetir la osadía, cayó redonda en el piso, que si no es porque un nieto suyo la hala por los cabellos se hubiera roto la cabeza. Resultó imposible determinar quién fue la tercera víctima de esta plaga, pues las multitudes se convirtieron en una sola masa, en un solo cuerpo. Así, cientos de jóvenes dormían tirados en las plazas públicas, descalzos y desnudos. Había condones por doquier y montañas de botellas vacías. Y había charcos de cerveza y ron en las aceras, y hasta en los altares. El Administrador seguía de cerca estos acontecimientos y no paraba de sonreír. La Pitonisa lo buscó con la mirada, se acercó a él y le dijo: “Garfios derretidos en tus andanzas oscuras. Fustas en tus huellas dilatadas. Del viento al mar, del mar a la llanura: serán estridentes los gritos de las piedras”. El Administrador se rio a más no poder, se apartó de la Pitonisa y, para sorpresa de él mismo, bostezó con sueño. La gente fue presa lentamente de un insomnio tan profundo que se prolongaría hasta la hora 10:00 del tercer día. Durante esta plaga del letargo, chicos y grandes –en especial, los grandes–  olvidaron sus penurias, y la isla quedó sumergida bajo los efectos del alcohol. Sin que nadie hasta ahora haya asumido el compromiso de explicarlo, a muchos de los pobladores les resultó imposible dormir con tranquilidad más de tres horas porque tuvieron sueños insólitos.