El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Haffe Serulle. Foto: © Mery Ann Escolástico
Fecha:08/11/2021. Acento.com.do

Día 7. Hora: 20:20. Plaga de las mordidas.

Mordido, da: menoscabado, mermado.

Morder: (lat. mordere). Clavar los dientes en una cosa.

                                                                 *

                 Liberada de miedo,

                 vengo a tus brazos a visitar la mañana

                  y  a morder tu piel.

                  ¡Cómo negarte que deseo convertir cada     

                 mordida en peste de amor inagotable!

Texto de Anna Lanfoster, escrito la noche anterior.

Como no había  sucedido nada raro a lo largo del día 7, la Pitonisa estaba satisfecha, y los moradores felices. El Administrador, por el contrario, lucía disgustado porque la gente en edad de trabajo hizo su vida normal, que es como sigue: levantarse sudoroso, con la rabia de no haber dormido bien metida entre las cejas, salir a buscar agua para asearse  –nunca hay en la casa–, montarse desde temprano en las alas de la amargura, respirar pena y dolor en las esquinas y en todas partes, volver al hogar con las manos adoloridas y vacías, y esperar la noche con un pedazo de cartón en la mano para echarse fresco. No quiero hablar de otras particularidades porque no viene al caso referirme, por ejemplo, a si la gente lee o no un libro en medio de sus naturales calamidades, o si quienes estudian en horas de la noche están iluminados por la gracia de la energía eléctrica o por la nostálgica incandescencia de la luz de una vela. Igualmente, me resisto hablar de cosas desagradables como dónde defecan estos humanos, si en los patios o en los montes, o si cuentan con medios más modernos que los aleje de costumbres propias de animales. En fin, la vida de los hombres y mujeres de estos territorios soleados y de tempestades imprevistas, es lo más parecido al trajinar de un caballo de carga o de un burro, quienes sufren desde temprano. Todo transcurría normal, digo, pero cuando llegó la hora 20:20 un niño vio a un anciano desdentado buscando una dentadura postiza para morderse. El anciano, finalmente, encontró la dentadura y se la encajó con cuidado en la boca. Se trataba de un hombre alto, delgado y jorobado, que había pasado mucha penuria en su juventud. El niño, curioso, se le acercó  y le preguntó por qué se mordía. El anciano sonrió con pena y no vaciló en decirle: “Me muerde el aire. También te morderá a ti y a quienes te vean. A ésos los morderá igualmente”. “Pero ¿por qué?”, preguntó el niño. El anciano no le contestó porque las mordidas eran en extremo salvajes y, aunque perdió el habla, tomó aire y le dio paso a un grito inicuo que se le aferró por horas a la garganta. A los pocos minutos sucedió lo mismo con el niño. Una mujer con siete meses de embarazo lo vio mordiéndose de manera inusual, se acercó a él y le preguntó por qué lo hacía. El muchacho le dijo lo que ya había oído en boca del anciano. Y, como éste, presa de las mordidas, gritó. La embarazada, enloquecida, se mordió ferozmente. En su caso, las mordidas, de tan profundas, le perforaron el útero y parió a destiempo. Ahora bien, lo más escalofriante fue cuando el feto, ya en el umbral de la vida, se mordió con rabia. Al verlo, la madre se espantó y estuvo a punto de morirse. Las mordidas se reprodujeron como las hormigas, y ya nadie, “ni Dios”, según dijo la gente, escapó de ellas. El Administrador se encerró herméticamente en un tanque de aluminio para no contagiarse de este desenfreno. La Pitonisa se desplazaba lentamente por el cielo y lloraba de tristeza.  Al día siguiente, calles, cañadas, patios y plazas públicas amanecieron llenas de carne humana. Pero con el sol de la hora 12:00 del día 8, todo desapareció, hasta las mordidas.