El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 5. Hora: 00:01. Plaga de la risa

Risa: (lat. risus). Movimiento de la boca y del rostro que denota alegría.                                                   

Risa sardónica, contracción convulsiva de los músculos del rostro que imita la risa.

“Estoy obsesionada con tus imágenes, Alejandrix.  Las disfruto y, aunque te vienen de lejos, parecen de hoy y acontecerán siempre”,  me dijo Anna  Lanfoster cuando iniciamos la  lectura de esta quinta peste.

Los pobladores rieron y cantaron durante las horas restantes del día. Fue una risa general, con las mismas características en cada ser humano: larga, estridente, incontrolable y maloliente; esto último se debió sin duda a la cantidad de alcohol ingerido. Ellos mismos sintieron asco de aquel vaho y resolvieron buscar lugares abiertos para no infectar a los niños, que eran, en realidad, quienes más reían. Pese a la plaga de la risa, muchos corrieron hacia el mar. Allí estaba la Pitonisa, como una estatua ecuestre. Su voz retumbó en ecos: “Decisión de los cobardes. Del yodo a la sal apenas existe el llanto”. Mas nadie entendió. Al rato, desapareció porque en el horizonte se abrió como un abanico la silueta del Administrador. Las olas golpearon los farallones con furia. Hubo quienes pensaron que el mar entraría a tierra firme y se tragaría sus pertenencias con todo y risa. No le advirtieron a nadie de la posible desgracia, y era lógico porque la risa no los dejaba hablar. Quienes llegaron al mar, lo vieron cubierto de sangre, y fue cuando la risa alcanzó más sonoridad. Cientos de niños se lanzaron al agua porque creyeron verla convertida en jugo de fresa o en refresco con colorante rojo. Entonces bebieron agua de mar y rieron entre las olas, que por acto de magia se calmaron y se unieron al coro de la concurrencia. “La bravura del mar nos despedazará”, pensaron muchos. No solo lo pensaron; también vieron a los niños reír con más ganas mientras sus extremidades eran desprendidas por el impulso del oleaje. La pestilencia se multiplicaba como la risa. La gente, en su afán por detenerla, corrió hacia las llanuras más claras donde el viento nunca dejaba de soplar. Pero como ese día no soplaba viento en ninguna de las llanuras, los jóvenes decidieron escalar las montañas más altas porque allí el aire purificaría el mal olor. Nada impidió la pestilencia, la cual se esfumaría únicamente –ellos jamás lo sospecharon– con la desaparición de la risa, y esto aconteció al término de la hora en que la noche le da paso al día. Aunque reían de igual forma, la actitud de cada habitante frente a la risa era diferente, es decir, cada uno la asumió como algo personal, muy suyo (podría resultar un ejercicio de escritura interminable describir el comportamiento de cada habitante en particular con relación a la risa, observación de Anna). Finalmente, y con la intención de ilustrar a quienes no han pasado por esta experiencia, voy a hablar de tres casos que me llamaron la atención a lo largo de esta plaga. 1): un muchacho que no paró de vomitar lombrices; 2): una mujer embarazada que defecó una materia verde y dura, en forma de tótem, a las doce del día; 3): un anciano, que de niño soñó con surcar los aires, voló, voló y voló, y desapareció en las nubes. “Soltemos los remos de la ignorancia”, proclamó la Pitonisa, emplazada ahora en lo alto de una loma. El Administrador, que no se movió del mar, completó la risa de quienes ya por falta de aliento manifestaban síntomas de cansancio.