El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Hora 6:05 del cuarto día. Plaga de la mudez.

Mudez: Imposibilidad de hablar. Silencio  

deliberado y persistente.

Mudo, da: (lat. mutus). Privado del uso de la palabra.

En el principio, las piedras guardaron su silencio; al final hubo ruido y dislocadura (para Alejandrix, de Anna).

Cuando cada uno trató de contar las pesadillas soñadas, ignorando que todos habían soñado lo mismo, se espantaron ante su mudez. Querían hablar, pero no podían. Había algo en el ambiente que les atragantaba,  algo que ellos no estaban en capacidad de explicar porque ni lo veían ni lo sentían. Era algo misterioso, no había duda; algo insólito, jamás vivido por la población. Mientras más esfuerzo hacían para pronunciar una vocal o una consonante o, en última instancia, una interjección, no lograban decir nada. Se miraban asombrados y gesticulaban para comunicarse. Sin embargo, oían perfectamente los sonidos, hasta los más leves, como el zumbido pasajero del viento o el croar lejano de una rana, y ni qué decir de la anarquía de las ciudades, ya sumidas a la hora 6:45 de este cuarto día en una bulla infernal, la cual unida al estruendo de las bachatas, merengues y reguetones, y a los altoparlantes móviles que anunciaban por doquier los primeros baratillos de diciembre, espantaban al cielo. Por ello, la Pitonisa se vio en la necesidad de bajar a tierra y proclamar: “Del ruido a la muerte ya no hay distancia porque es lo mismo. Apaguemos esta vida y volvamos al silencio y a las claves verdaderas del sonido”. El Administrador le respondió sin dejarse ver de nadie: “Mejor cuídate de la bulla incesante, sembrada y crecida hasta en los montes”. Como los oídos de los pobladores se volvieron muy sensibles, su propia respiración les molestaba. Doce ancianas vestidas de negro subieron a lo alto de un campanario y tocaron las campanas  para que Dios les devolviera la voz. Pero Dios no las escuchó, y ellas, desesperanzadas, unieron sus manos temblorosas y se arrojaron al vacío. Los isleños escucharon el golpe fatídico de aquellos doce cuerpos cuando cayeron a tierra y, creídos de que  la voz les retornaría a las cuerdas vocales, decidieron hablar. Pero nada, la mudez se volvió más profusa. Quienes vieron a las ancianas lanzarse del campanario narraron con sus gestos la tragedia, ignorando que la misma se reproduciría en aquellas zonas donde hubiera una iglesia. Así, lamentablemente, a la hora 9:03 había más de trescientas ancianas muertas. Un pitazo rotundo sonó a lo largo y ancho del territorio. Los pobladores se calmaron porque lo interpretaron como aviso de que pronto estarían en capacidad de hablar. De súbito, apareció volando en el cielo el Administrador, vestido de rojo, y escribió entre las nubes un mensaje, que solo quienes sabían leer interpretaron como presencia de Dios. “ID A LOS TEMPLOS”, rezaba el mensaje, reproducido a la vez por los altoparlantes. Y la masa ignara corrió hacia los templos. Hombres y mujeres se dieron golpes de pecho hasta terminar revolcándose desesperados en el piso. La Pitonisa se escabulló entre la multitud y vociferó: “¡Lodo para los débiles!”. Cuando ya a la hora 22:04 los pobladores creían que jamás volverían a hablar, alguien, un enano pelirrojo, oyó el grito de un niño recién nacido, y se alegró, porque si el grito era efectivamente de un niño había esperanza de recuperar la voz. Corrió en busca del grito y creyó que lo alcanzaría. Entusiasmado, olvidó la lógica del tiempo y del espacio, y se aferró nada más a ese sonido. Cuando la hora 24:00 estaba a punto de caer envuelta en esta plaga de la mudez, el enano encontró, en una cueva y solo, a la criatura. La cargó y la meció en los brazos, y dejó de llorar. Pero el enano no quería eso, pues con su silencio, pensaba él, se prolongaría el estado de mudez colectiva. A toda prisa, soltó al niño, y éste lloró otra vez. En el ínterin, el enano recuperó la voz, y ya, cuando no dudó en comprobarlo salió corriendo de la cueva y dijo eufórico: “Un niño nacido bendito me ha devuelto el habla. Si quieren volver a hablar, vayan a la cueva y adoren al crío como lo adoré yo”. Y hasta el Administrador, en compañía de los jefes eclesiásticos, vino a verificar si estas palabras del enano tenían fundamento o no. Cuando los primeros en llegar a la cueva y en adorar al niño confirmaron que la voz perdida había retornado a sus cuerdas vocales con más vigor, rieron de felicidad. “Aleluya, aleluya, aleluya! ¡Viva Dios en las alturas!”, cantaron al unísono. La Pitonisa, indefensa, recogida en sí misma, musitó: “El metal retumba en la lengua y corta los hilos bondadosos del aire”.