El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 31. Hora 06:23. Plaga de la oscuridad.

Oscuridad: (lat. obscurus). Falta de luz o de claridad.

                                                              *

El juego entre Anna y yo ha seguido. Ayer  tarde en la noche, en medio de una fiebre ligera que la atormentaba, jugamos a los puntos cardinales de este modo:

Ella: N= Ángeles retorcidos en la angustia del rojo.

Yo: S= Diablos absortos ante la seducción de la libídine.

Ella: E= Cadenas oxidadas en el dolor de los siglos.

Yo: O= Paralela desviada del epicentro del espacio.

Cuando los habitantes despertaron y vieron la oscuridad que los envolvía siguieron durmiendo. Pensaron sencillamente que era de madrugada y no la hora en la cual el sol suele calentar la tierra. Ciertamente, las imágenes de ayer se aglomeraron en sus neuronas y les impidieron dormir profundamente. Así, desde los primeros minutos de este último día del año, la gente se revolcó donde dormía como animal que  acribillan. Los niños querían gritar, mas no podían. Igual los jóvenes, que intentaron abrir varias veces los ojos en medio del sueño (quizá los abrieron y no lo recuerdan), mas no lo consiguieron por temor de que la oscuridad los atrapara en sus redes. Cerca ya del mediodía había un grupo bastante numeroso despierto. En las aldeas y pueblos remotos, ancianas rezadoras abrían ventanas y puertas para mirar qué sucedía en las callejuelas o en las iglesias. “La soledad sobrecoge”, comentó una de ellas. Que el día amaneciera sin luz fue objeto de comentarios increíbles, y no era para menos, pues nunca antes los isleños habían visto tal cosa. Es más, pese a haber vivido siempre sumergidos en la absurdidad, jamás se les ocurrió pensar en la posibilidad de celebrar el Año Nuevo en estas condiciones. Claro, en ellos sucedió un fenómeno difícil de entender: como la oscuridad era parte esencial de su cotidianidad, el día se tornó gris ante sus ojos y la noche sobrepasó los límites de su color tradicional. Este suceso ponía en entredicho la hipótesis de que si la luz de la naturaleza es una verdadera luz, esta ha de ser visible y no oscura o tenebrosa. A propósito de este cuestionamiento, encontré en Paracelso una nota en la que explica: “Esta luz ha de ser tal que nos permita ver todo directamente, por más que nuestra contemplación sea y deba ser distinta de la que miran los ojos de los profanos”. Realmente, hasta ahora, los días vividos han sido oscuros para estas personas, que nunca han tenido conciencia de qué es la oscuridad en sí. Había quienes relacionaban este acontecimiento con la desaparición de la humanidad o con el advenimiento de catástrofes inenarrables. “La tierra se fragmentará en cientos de miles de pedazos y jamás habrá luz”, creían ciegamente los ancianos. Los niños, quienes no concebían la idea de nacer para morir tan pronto, lloraban de miedo. Querían vivir, como todo lo que nace, es decir, cumplir el ciclo vital correspondiente al desarrollo humano. Pero, además, rezaban al lado de sus padres para que la oscuridad cediera ante los fuegos artificiales derramados ya en el cielo sin ser vistos por nadie, tal como hemos dicho. En medio de la pesadumbre, una anciana de noventa años farfulló: “Dios no ha pasado nunca por estos caminos”. La Pitonisa, vuelta una sombra invisible, le contestó enseguida: “No, Dios no; la conciencia”.

*

El niño miró las siluetas del Administrador y de la Pitonisa –él sonreía; ella lloraba–, cerró la boca, observó a los concurrentes, se separó del podio y volvió a cruzar el escenario con las manos en los bolsillos, para abandonar definitivamente el salón.  Al rato, el público se ausentó pensativo, menos yo. Me quedé sentado en mi butaca, repasando las treinta y una plagas de diciembre dichas por el niño. Cuando apagaron las luces del salón, la oscuridad me cubrió con muecas terribles. Anna Lanfoster y yo alcanzamos a vernos los ojos –lo imaginé–, iluminados por un lucero aparecido furtivamente ante nosotros. Lo imaginé, digo, porque la realidad, como ya todos sabemos, era otra.

*

Cuando terminé de escribir Las treinta y una plagas de diciembre corrí a darle la noticia a mi amada. La vida me tenía reservado un golpe terrible: la encontré muerta, tirada boca arriba en su lecho.

Traté de no tocar ninguno de los objetos que solía ver allí, tantos y tan variados que muchas veces me quedé extasiado contemplándolos, porque nunca había estado tan limpia y ordenada la casa como entonces. Realmente, ella se dedicó desde muy niña a coleccionar cuantas cosas encontraba tiradas en las calles o en los patios: sellos de correo, monedas, medallas, estampillas de santos, botellas de vidrio, cántaros, libros, miniaturas de porcelana, platos, cucharas, tenedores, espejuelos, mapamundis, tijeras, zapatos, botas, chancletas, en fin, toda clase de trastos, incluso aquellos que suelen parecernos repugnantes o simplemente inservibles.

Me llevó muchas veces al puerto –cuánto lo recuerdo ahora– a recoger lo arrojado al mar por los turistas: cajetillas de fósforos, envolturas de habanos cubanos, cinturones, cintillos, cadenas y collares enmohecidos, carteras, piezas elaboradas en papel maché en Holanda y Dinamarca, y hasta crucifijos y medallas de oro toledano. Decenas de adornos cubren las paredes, y están clasificados de tal forma que quien entra en la casa no duda en asociarla con un museo. Además –y esto es lo más importante–, a través de estas colecciones se conoce la idiosincrasia de los puertoplateños, y de los forasteros que han tenido la oportunidad de ver la belleza insuperable de esta costa del Atlántico.

A su lado había unos folios rosados, encuadernados en pergamino con este rótulo: NOTAS DE VIDA DE ANNA LANFOSTER 1947-1961. Sin ser un diario, este trabajo de Anna recoge noticias y vivencias que marcaron su alma con huellas imborrables. Yo, en honor de  su persona, y para cerrar ya esta historia, transcribiré parte de sus anotaciones, unas marcadas con fechas precisas y otras dejadas a la imaginación, no sin antes referir lo que escribiera ella misma acerca de las vicisitudes y sorpresas vividas por su padre al  llegar a la isla de Santo Domingo, y a su estrecha relación con mi padre y conmigo. Anna Lanfoster, lo confieso, fue el soporte real de mi vida. Sin ella me hubiera sido imposible resistir los embates naturales y sociales que con tanta frecuencia atacan los costados, ya de por sí heridos,  de esta isla.

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