El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 3. Hora 10:01. Plaga de las pesadillas.

  Pesadilla: Congoja, dificultad de respirar  durante el sueño.          

                                      Sueño poblado de imágenes  desagradables.                                    

*

Cuando Anna Lanfoster escuchó la palabra pesadilla en plural, comentó con naturalidad: “Suelen llegar a los hombres como te lo enseñaré yo: nos rondan  en sueños las imágenes de lo que pensamos de día; recorren nuestras neuronas y ya no tenemos control de ellas. Generalmente es así, y se volverá más complejo con el tiempo” (ver Los Nueve Libros de la Historia, Libro VII,16: Alejandrix). 

Sueños horribles se arremolinaron en las neuronas de los isleños, tal vez porque horas antes oyeron decir que el Administrador había matado a machetazos a una mujer, a quien luego desolló y colgó su piel en forma de odre en la cabeza de una estatua de Cristóbal Colón. Ni los hombres de carácter impetuoso despertaron del letargo. Hubo quienes estuvieron a punto de despertar, es verdad, pero no se libraron de la pesadez que les dominaba los párpados y las extremidades. Los sueños fueron muchos, y, como dije, horribles. “Solo el sabio que amputa y circuncida toda vanidad y error, vive contento dentro de los límites de su naturaleza, sin dolor y sin miedo”, dijo la Pitonisa, apartada de la noche. Procesó otro pensamiento y lo pronunció enseguida: “El dolor del cuerpo se acrecienta cuando imaginamos la amenaza de algún mal eterno. Y el deleite es mayor cuando no hay tales temores”. Hubo lluvia de hormigas, ranas y langostas gigantescas. Las hormigas se amontonaron en la piel de los niños; las ranas lamieron los ojos de los jóvenes y las langostas despedazaron los senos de las adolescentes. El Administrador gozaba estas imágenes con delirio infantil. De un momento a otro aparecieron ratas con tres cabezas y doce patas, y abrieron las fuentes maternales de muchas mujeres embarazadas porque tenían hambre de fetos. Millones de serpientes airadas persiguieron a infantes de dos y tres años, y cuando los atrapaban no vacilaban en tragárselos. La tierra se agrietó. En cada grieta apareció la silueta del Administrador al lado del archiconocido ojo de  Dios que lo ve todo. Las hormigas le cayeron encima, y aunque no se atrevieron a propinarle picaduras, sí lo cubrieron por completo. Grandes y chicos, desamparados, intentaron escapar por entre las grietas, pero quienes llegaron hasta ellas se achicharraron en medio de un fuego implacable que los sorprendió, y que aprovecharía las hendiduras para salir del subsuelo convertido en lava y adueñarse de la tierra. Y el fuego se apoderó de todo lo vivo, hasta de las hormigas, langostas y ranas gigantescas, menos de la silueta del Administrador, que corrió a ocultarse a un punto secreto de la isla. Tampoco alcanzó a la Pitonisa, quien con honda tristeza veía los acontecimientos desde el cielo. Niños y adultos soñaron a la vez estas catástrofes. Luego, cuando la tierra era  lava, algunos, quizá los más privilegiados o quién sabe si los más atrevidos y fuertes, vivieron sus propias experiencias. Así, una niña, violada por su padre dos días antes de cumplir diez años –ahora tiene doce–, soñó que un barreno le perforaba el vientre mientras un fantasma le extirpaba la vagina, y en lugar de llorar o pedir ayuda, exhortó al fantasma a acuchillarle el cuerpo. Por su parte, un anciano octogenario vio sus años fragmentados en medio de grandes llamaradas, que luego lo visitarían cada año convertidas en máscaras de terror. No tardaría en verlas a su lado, y oírlas decir a gritos. “Busca una mandarria y destrúyenos”. Una noche, él buscó la mandarria y las destruyó de un golpe. Un joven despertó en medio de estas pesadillas y soñó despierto que la tierra estaba llena de animales prehistóricos, envuelta en una neblina roja. No obstante, divisó, en la boca de cada animal, cuerpos de niños famélicos. Deseó morir, sin darse cuenta tal vez de que la muerte jugaba un papel fundamental en esta tercera plaga de diciembre. Cuando los pobladores despertaron, muy pocos percibieron que sus sueños eran la expresión más fehaciente de la realidad que los abatía.