El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 28. Hora 08:00. Plaga de la sorpresa.

Sorpresa: Acción y efecto de  sorprender.  

 Sorprender: (del francés sorprende). Coger desprevenido.

Maravillar, admirar, asombrar.

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+9.6×4-777+0= DESESPERANZA Y ARIDEZ EN EL UMBRAL DE LA VIDA+SOL DERRETIDO EN CABEZAS PELADAS+TRASCENDENCIA DEL SILENCIO TORTURADO EN EL RUIDO+SUSTANCIAS VENENOSAS EN ARENAS PRIVADAS+JUEGO Y TRAVESURA DE LA LUZ INDISCRETA+PASADO TENEBROSO DEL HITO MORIBUNDO (entremetimiento de Hume: Anna Lanfoster).               

Todo comenzó cuando el tesorero personal del Administrador creyó que él lo había mandado pasar a su despacho para representarle el papel de un hombre recién suicidado, escena con la cual perseguía sorprenderlo. Y él, el tesorero, ¡cómo negarlo!, se sorprendió de manera inusual. Por ver lo que vio, le fue imposible comprobar que a esa misma hora una parte importante del pueblo se encontraba todavía dentro de sus hogares,  y se preguntaban por qué la luna, y no el sol, seguía dominando las alturas celestes. No tuvo tiempo de enterarse de este suceso porque a los pocos minutos de la tragedia de su jefe, un funcionario del gabinete tomó las riendas del poder y se autoproclamó Administrador. No dudó en comunicarle al tesorero personal del fallecido que a su despacho llegaban noticias de que él había participado con un grupo de gerentes en un plan macabro que terminó por quitarle la vida a su antecesor. Por tal razón, lo destituyó del cargo y lo confinó a un lugar ignoto, del cual no saldría jamás. Igual suerte corrió el resto de los funcionarios porque el nuevo administrador quería tener a su lado, como es natural, a hombres y mujeres de su entera confianza. En medio de esta crisis (ocurrírsele a un administrador la idea de suicidarse en los últimos días del año crea, sin duda, un problema en cualquier parte del mundo), un niño decidió salir de su casa para averiguar por qué la luna aún brillaba si ya, de acuerdo con la hora, debió ser de día. Al rato salieron más niños de la misma edad, pero de lugares diferentes, animados por una inquietud parecida. Se sorprendieron al ver llorar a la luna. Regresaron a sus hogares y lo contaron. No se quedó nadie sin ver este espectáculo. Ante la mirada atónita de la concurrencia, la luna desapareció lentamente y le dio paso a un sol rojizo, inmenso, que se acercaba vertiginoso a la superficie terrestre. Entonces, la plaga de la sorpresa se adueñó hasta de los recién nacidos. Y, ¡vaya extrañeza!, los pobladores se sorprendían hasta de ellos mismos, de qué eran y cómo eran, como si nunca antes se hubieran visto, es decir, les causaba sorpresa saberse blancos, mulatos y negros, que había un grupo muy rico, que la inmensa mayoría de la población era pobre, y que las ciudades parecían vientres desgarrados y los campos ceniza herida en la sequedad del viento. Se sorprendían hasta de verse la cara y de reconocerse idiotizados: ni leían ni investigaban ni creaban. Lo de ellos era gozar hasta en medio de su propia miseria, como si esta fuera parte consustancial de su idiosincrasia. El sol, candente como nunca, eligió a un grupo de mil hombres y les achicharró la piel, mas no los huesos ni la vida como tal; quería que los demás vieran, a través de los elegidos, la dimensión real de su existencia: cadáveres vivos, pero cadáveres. La población, sonriente, observaba cómo el número de “cadáveres vivos” aumentaba cada vez más. Cuando al nuevo administrador le informaron de lo acontecido fuera de su despacho por culpa del anterior, no lo pensó dos veces para dejar el cargo y huir cual potro salvaje del despacho administrativo. Los nuevos funcionarios lo persiguieron gritándole oprobios. “Dejarlo escapar es más inquietante que anunciar el suicidio del gerente”, pensaban. Una vez lo alcanzaron, lo amarraron de pies a cabeza. Pero el sol los castigaría a ellos también: dispuso que todos, ricos y pobres, se miraran de frente, quemados como estaban, en el entendido de que era la vía más expedita para dar en el quid en que se originaba la diferencia fundamental entre ellos. Así, como por arte de magia, los pobres vieron, en el estómago de los ricos, fuentes de bebidas exquisitas y manjares exóticos; en el suyo, estiércol y basura. Pero que a tan pocos días de terminarse el año estuvieran aconteciendo sucesos de mal agüero era a todas luces un fenómeno que anunciaba tragedias insospechables, en atención a lo cual se hacía necesario darle un giro diferente a esta plaga. “¡Luz, luz, luz!”, gritó la Pitonisa.

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