El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 25. Hora: 05:38. Plaga de la Diarrea.

Diarrea: (del gr. diárrhoia, de diarrhé, yo fluyo por todas partes). Fenómeno morboso que consiste en  evacuaciones líquidas y frecuentes.

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“Había quienes vomitaban con facilidad, sin esfuerzo, acompañados de una diarrea acuosa, como agua de arroz  y en ocasiones sanguinolenta. Cuando se inicia este tipo de  diarrea, el enfermo deja de orinar, presenta una sed moderada,  aparecen calambres en los  músculos de las extremidades y a veces también en los músculos abdominales externos. Si prosigue la diarrea, el paciente enronquece y a veces presenta afonía. Lentamente se va debilitando hasta caer en el colapso” (copiado de una hoja suelta que encontré entre los papeles de mi padre, el Dr. Gengis Vick-Aux, en cuyo envés está escrito: CUADRO CLÍNICO DEL  CÓLERA).

Hay dos cosas de mal gusto: el vómito y la diarrea. De la primera, los isleños ya conocían sus estragos, pues lo padecido a lo largo de aquel pasado día décimo de este mes de diciembre, no les gustaría volverlo a vivir jamás. ¡Cuánto no darían ellos por olvidar esa fecha!  De la segunda, es decir, de la diarrea, sabían que se presentaba en los niños y en los adultos cuando ingerían alimentos en mal estado o por cualquier otro desarreglo estomacal. Conocían la diarrea típica, la que llega y se detiene con una tacita de zumo de limón mezclado con sal, y aquella otra que amaga con molestar durante varias horas, y que para nadie es digna de atención médica. Pero una diarrea como la de este día 25, aparte de impresionar y asquear a la ciudadanía, fue objeto de interés mundial. Gastroenterólogos de distintas naciones expresaron su disposición de venir al país a investigar lo que para ellos era ya una epidemia, la cual amenazaba con propagarse rápidamente por todo el globo terráqueo. Pero esta plaga, que comenzó como un juego, terminó en desesperación común. Así, en un poblado fronterizo, diez  jóvenes se despertaron temprano, a eso de las cinco y treinta y ocho de la madrugada, se reunieron en la iglesia y acordaron dejar como regalo de Navidad una funda de mierda en el frontispicio de cada casa del pueblo. Al no creerse en capacidad de producir tanta materia fecal, discutieron la posibilidad de buscarla en las letrinas cercanas. A todo correr, se acercaron a las primeras avistadas, penetraron en ellas y tras sentir un dolor estomacal demasiado fuerte se sentaron en los cajones de estos refugios, abundantes en esta tierra y proclives a la gusanería. Estos muchachos no atinaron a pensar que en todo juego hay un peligro oculto, que sorprende y ataca cuando menos se espera. En su caso el peligro sería el de una diarrea crónica, la cual los obligaría a permanecer horas muertas sentados en aquellos cajones, oliendo su propia porquería. Tampoco sospecharon que los demás vecinos del poblado sufrirían su misma calamidad ni que pasada su primera descarga todas las letrinas estarían ocupadas. Como los ocupantes no salían, quienes esperaban en fila para entrar se vieron en la necesidad de internarse en el monte para no pasar por la triste vergüenza de ensuciarse delante de sus vecinos. El hartazgo del día anterior se transformó en hediondez, de la cual los propios habitantes querían huir. “Pero ¿adónde, adónde?”, se preguntaban. A un hombre de otro pueblo fronterizo se le ocurrió ir a una fuente supuestamente milagrosa, que curaba la diarrea. Una anciana rezadora, experta en oraciones mágicas (quien había anunciado precisamente en los primeros minutos del día 24 que de no controlar la boca la gente seguiría inmersa en una situación difícil), dijo: “Ensuciar la fuente es algo pecaminoso. Si alguien lo intenta,  la peste se extenderá por valles, lomas y mares”. Y como en los actos públicos siempre aparecen personas impertinentes, dos muchachas menores de dieciocho años, quienes se casarían en las próximas cinco horas, se desnudaron delante de un grupo de hombres casados y se tiraron al agua sagrada, regando por el aire un chorro de excremento. “Detén esta diarrea, agua bendita”, corearon. Muchos curiosos se acercaron a la fuente y se persignaron asustados al verla llena de desperdicios de frutas navideñas y carnes podridas. Quisieron regresar a sus hogares, mas no pudieron porque el país entero se había convertido en un charco de heces fecales. A los gastroenterólogos extranjeros, cuya presencia en el país no tenía otro propósito sino el de examinar el origen de esta plaga (vinieron más de veinte), les fue imposible llevar a cabo su plan, porque tan pronto descendió el avión en que viajaban, la pista de aterrizaje se volvió inesperadamente un mar de inmundicias. Con profunda tristeza debemos anunciar que de aquellos diez jóvenes murieron tres.

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