El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.
Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre.
Las treinta y una plagas de diciembre
A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.
Día 24. Hora: 00:03. Plaga del hartazgo.
Hartazgo: Repleción (calidad de repleto) causada por el exceso de la comida.
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La vida de los glotones nadie la tiene por feliz. Son infelices porque comen demasiado. La muerte es suave en el ayuno, y en la hartura, explosiva, ya lo dijo Séneca. Paracelso, por su parte, entendía la muerte como un suceso horrible, cruel y acerbo, del cual se atemorizó el mismo Creador, cuando en el Monte de los Olivos hizo estremecer a Cristo de espanto, quien, cubierto de sangre, le rogó que la apartase de sí, tal vez porque sabía, tal y como aconsejaba el ilustre alemán, que mientras sea mayor el conocimiento de la muerte, mayor debe ser la prudencia y el cuidado en la investigación emprendida contra ella por el hombre sabio (escribí esta nota cuando llegó Anna).
Los gritos de aquel cerdo se unieron a otros de gallinas, gallos y pavos degollados por expertos carniceros ante la delirante compostura de un gentío que los aclamaba y los incitaba a seguir matando animales hasta saciar su hambre de siglos. Porque las plagas tampoco llegan así como así; muchas veces tienen su origen en catástrofes planetarias ocurridas hace millones de años y adquieren su forma definitiva después de un proceso de desarrollo muy lento. En el caso particular de esta vigésima cuarta plaga, es tradición, en estos territorios amigos del sol y de la lluvia, que los habitantes coman carne de cerdo en horas de la noche (desde cierto tiempo para acá se han visto en la necesidad de sustituirla por otras, debido a su encarecimiento). Muchas veces, los pobladores han sido azotados por los flagelos del hambre. Son famosos aquellos tiempos de hambrunas espantosas, del 1605 al 1720, cuando hasta los más pudientes regalaban sus propiedades y emigraban con sus hijos a países lejanos (ver Testimonial de Lulaf +Mi encuentro con el Nuevo Mundo). Tal vez porque estos recuerdos están presentes en la memoria de la ciudadanía, el Administrador ha salido con su séquito de alabarderos a repartir por las barriadas más empobrecidas cajas que contienen arroz, salsa de tomate y carne de pollo asado. Sus representantes hacen lo mismo por toda la nación, y hay quienes, en lugar de alimentos, reparten papeletas y botellas de ron. Quienes no reciben nada, se refugian en la fe divina y piden por la boca lo que no les llegará nunca. Aun así, no pierden la esperanza de probar carne de cerdo o de cualquier otro animal cuando llegue la gran noche. De todas maneras, pese a la repartición de alimentos, había miles de hombres y mujeres buscando desesperadamente su carne de cerdo, como si nunca antes la hubieran probado. A la hora 14:06, los dueños de supermercados, colmadones, pulperías, carnicerías, tarantines, etcétera, etcétera, instalados en calles y carreteras, y quienes habían comprado con tiempo la mayor parte de la producción, ofertaban a los productores de cerdo el doble del valor original, con tal de no defraudar a sus respectivos clientes. La ilusión del día anterior hoy se hizo realidad. Las botellas de ron y cerveza, y las carnes, así como teleras enormes, rodaban por las cloacas (sus promotores obran igual en cuaresma porque en esta nación no se le arrancan los dientes a nadie por violar los preceptos sagrados que rigen la Semana Mayor). En medio de este desenfreno, la Pitonisa, que ya estaba cansada de hablar sin que nadie la oyera, recordó que los invasores germanos del siglo XI pasaban largas horas en la mesa, y en la corte de sus reyes se hacían cuatro comidas al día: devoraban bueyes enteros, bebían sin tasa hidromiel (bebida de miel fermentada que embriaga a los hombres más robustos), y una vez hartos referían y cantaban las hazañas de sus guerreros. Y no era raro que se sirvieran dos mil peces de los más exquisitos y siete mil aves. El hartazgo se prolongó hasta muy entrada la madrugada del día 25 –¡Ay si Epicuro hubiese presenciado tal glotonería!– y recibiría el despertar de la gente con una plaga terrible, signada por la diarrea. “Cuando el hombre come cualquier cosa, actúa así en razón de que se come a sí mismo, es decir, come de su carne y bebe de su sangre”, pensó la Pitonisa. Aquel día 24 no quedó un solo cerdo vivo, y la gente no volvió a oír durante muchos meses –ni en los campos ni en las ciudades– el canto matutino y primoroso de los gallos: a todos, a todos, sin excepción, los hornearon durante las horas que duró la Nochebuena. Se olvidaron de aquella vieja sentencia de Séneca: La virtud solamente es libre y el placer esclaviza. Entretanto, Paracelso llegó súbitamente a mí y me dijo, a título de advertencia: “Los venenos están en los frutos y en los animales que nos sirven de sustento, y la savia y los jugos de la hierba no son venenos. El hombre tiene necesidad de comer y de beber porque su cuerpo, verdadero albergue de su vida, necesita bebidas y alimentos, sin los cuales se vería compelido a absorber el veneno, las enfermedades y la misma muerte de esta manera. En todo alimento existe un veneno. Saber cuál es ese veneno constituye uno de los más grandes misterios”. Tras el reparto de cientos de miles de cajas y fundas de alimentos, el Administrador disfrutó con los suyos de una cena exquisita. “Nadie es digno de entrar en el paraíso a no ser que primero se haya hartado de pan y carne”, dijo al final, como si recordara a Maimónides. Según los noticiarios, el plato que le sirvieron al Administrador era una mezcla de hígado de escaro, sesos de faisanes, lenguas de flamenco y huevas de lampreas. “El Administrador es de buen comer por su costumbre de vomitar”, comentó un locutor.
Al día siguiente, bien temprano, Anna me trajo esta nota para que le buscara espacio en mis narraciones: +Del hartazgo al hambre +Del hambre a la muerte +De la muerte al vacío +Del vacío a la nada.