El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 22. Todas las horas. Plaga del sueño.

Sueño: (lat. somnus). Acto de dormir.

Representación en la fantasía de diversos sucesos, durante el sueño.

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Hoy me he pasado el día en casa de Anna, un  remanso de  paz, y hemos hablado horas muertas acerca de nuestros padres. Yo recuerdo a Groster Lanfoster alto, fuerte y alegre. Anna recuerda con admiración la personalidad avasalladora de mi  padre, a quien comparaba con una figura de bronce que él había comprado una vez en Mequínez, una ciudad de Marruecos, la cual representaba al intrépido y legendario Gengis Kan, llamado Temutchin. La figura desapareció el mismo día de su muerte y aunque he registrado cada rincón de la casa no la he encontrado. Vivo ansioso por dar con ella. La  busco desesperadamente, pues se me hace cuesta arriba creer que alguien la ha tomado. Deseo tenerla, ¡cómo negarlo!, porque me remonta al pasado y enaltece los  recuerdos de un ser tan querido como lo fue para mí  el Dr. Gengis Vick-Aux. “Hablar de los  padres honra,  y nos obliga a  pensar siempre en ellos”,  comentó  Anna.

Que la gente se quedara dormida a dos días del 24, era el colmo de la absurdidad, pero así sucedió. Solo la Pitonisa se mantuvo despierta, predicando. “Hierba, tierra para reposar, agua para lavarse los pies, dulces palabras: he aquí lo que nunca falta en la casa de las gentes de bien”, dijo (Alejandrix, dime si sacaste este texto de las Leyes de Manú, susurra mi amada Anna). Por su lado, el Administrador, como el ambiente lucía bastante tranquilo, aprovechó y descansó. El día 22 pasó sin horas, como si no fuese un día, sino más bien un instante imprevisto en el calendario. Nadie se levantó ni a buscar una miga de pan porque nadie se acordó del hambre, y aunque los habitantes soñaron con imágenes horribles, cuando despertaron a la hora 05:21 del día 23, no recordaron nada. Gracias al descanso amanecieron contentos, creyendo que sería grato vivir el resto de las horas de diciembre. Veamos algunas de las imágenes con las que soñaron (aconsejamos que no sean leídas por menores de edad ni por adultos con problemas cardíacos). Como los alimentos tradicionales habían desaparecido de la tierra, los pocos seres vivientes decidieron cazar todo tipo de roedores, olvidándose de que la rata negra invadió Europa en el siglo XIII, propagó la peste y fue suplantada por la rata común en el siglo XVII. De estas, la carne más apetecible resultó ser la de ratón. Hubo quienes prefirieron insectos y piel tostada al sol del reptil más odiado, la culebra, cuya caza fue tan voraz que en poco tiempo desaparecería del planeta. De tanto cazar, los pobladores se lo comieron todo, y cuando ya no quedaba nada en la tierra, entendieron que a partir de esta nueva realidad estarían obligados a comerse unos a otros. Pero ¿quién tomaría la iniciativa?, ¿quién daría el primer paso? Que un hombre se comiera a otro no era tarea fácil, pues necesitaba de ciertas tácticas y estrategias que quizá no estaban al alcance de la población. Pero había una forma para adquirir sin riesgo alguno carne humana, y era que los adultos se comieran a los niños, ya que solo con echarles mano, meterlos en un macuto y llevárselos lejos de sus familiares para hornearlos era suficiente. Por supuesto, nadie previó que tras las primeras desapariciones de niños, los padres serían los primeros en vigilarlos las veinticuatro horas del día y que las cosas, por tanto, resultarían más difíciles. Ahora bien, a ningún adulto se le ocurrió que los niños obrarían con más inteligencia que ellos. Sin embargo, cuando se durmieron profundamente, soñaron que una docena de imberbes, machete en mano, se paseaban por aldeas remotas en busca de hombres y mujeres solitarios –sobre todo ancianos y ancianas– porque era más cómodo cazarlos, y a quienes además, una vez les caían encima, les resultaba fácil descuartizarlos en un santiamén. Cazada la presa, preparaban fuego, limpiaban la carne antes de cocinarla, se hartaban, enterraban los huesos para no dejar rastro de la matanza y se llevaban a sus hogares la carne sobrante (Alejandrix, ojalá puedas buscarle espacio al texto siguiente, que he encontrado en Manú: “Debe arrojar al suelo poco a poco la parte de alimento destinada a las fieras, a los hombres degradados, a los alimentadores de perros, a los contagiados de elefantiasis o de consunción pulmonar, a las cornejas y a los gusanos”. O si no este otro: “No hay mortal más culpable que el que desea aumentar su propia carne por medio de la carne de los otros seres”, tuya: Anna).  Desde el inicio de esta situación, los adultos sabían que eran sus hijos quienes mataban a hombres y mujeres, y comían su carne; como les supo exquisita no dudaron en seguir probándola. Esto, por supuesto, estimuló a los niños a redoblar sus esfuerzos y tácticas de caza. El ambiente se tornó caótico: cuerpos mutilados en las calles, huesos hacinados en las esquinas, ojos aterrados en los basureros, bocas silentes; y piel negra, y piel blanca, y piel mulata clavada en el pavimento, en las puertas de las iglesias y de los monumentos históricos. Había hornos improvisados por doquier. Cuando quedaban pocos seres humanos en la tierra, acordaron terminar con la matanza, y esta terminó al despertar el primer niño. Si en verdad en el año 1605 esta isla estaba sumida en profundo sueño, como escribiera  Lufaf Vick-Aux, nadie ha de extrañarse que ese sueño perdure todavía.

         Oí esta misma idea del “ sueño profundo”  y del “sueño que perdura todavía” en boca de un prominente poeta y ensayista, de nombre Pedro Mir, a quien conocí hace años en la ciudad de Puerto Plata.  Él impartía una conferencia acerca de la situación imperante en los pueblos de la costa norte durante el  período conocido como Devastaciones de Osorio (nota de Anna Lanfoster, para Alejandrix y sus plagas).

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