El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

 

Día 21. Hora: 06:05. Plaga de las absurdidades.

Absurdidad: Calidad de absurdo.

Absurdo, contrario a la razón.                                                          

                                                                    *

Consejos de Anna para Alejandrix,

escritos en el duodécimo día lunar:

día de las tres partes oscuras.

“Espero que los cumplas porque de lo contrario renacerás en forma de puerco; te lo digo yo, tu Pitonisa”, leo en una nota enviada hoy temprano por mi amada.

Estos son los consejos:

Ayunas  todo cuanto  puedas en estos días  porque el alimento que comas  se tornará secreción serosa, sangre, médula y huesos; pon guirnaldas odoríferas alrededor  de la casa para  honrar a tus  antepasados y alejar de tu entorno  males posibles; es prudente no mirar el sol durante su salida y su  puesta para no ser cegado por la luz; huye  de ti  mismo si te tiembla el  ojo izquierdo porque es un presagio funesto para el hombre, como lo es para la mujer si le tiembla el ojo derecho (¿crees que Cipriam ignoraba estas indicaciones?, pregunta Anna).

Atrapados en su afán por contar las imágenes percibidas en la noche del día 20, los habitantes amanecieron en vilo. Ya antes, cuando la luz del nuevo día marcó el final de la madrugada, muchos de ellos no sabían si lo narrado era fruto de aquellas visiones o de las absurdidades tejidas por los pasos de su vida cotidiana: grifos de donde ha huido el agua y ronca el aire; tendido eléctrico en la cabecera oscura de la muerte; carreteras abiertas en medio de cruces silenciosas; la lluvia como signo de luto; el silencio escondido en la faz del espanto; nubes tiznadas de melancolía; noches atrapadas en el insomnio brutal de la locura; gritos redivivos al pie de las montañas; valles heridos en la confección de cada tambora; ríos desterrados en la superficie abrupta de la sequedad; rezos de muerte en el paladar del hambre. Esto no es todo, por supuesto, pues si intentáramos clasificar las absurdidades, comprobaríamos la imposibilidad de la tarea. Aunque los hombres, es sabido, diferimos de las bestias en haber recibido de la naturaleza una razón y un entendimiento agudo, vigoroso, sagaz, obramos, en aspectos esenciales de la vida –no está de más subrayarlo–, de manera más irracional que ellas. Veamos otras absurdidades para recordar simplemente que existen: pizarras calcinadas en  el vaho de la aurora; niños famélicos con piedras como huesos en la boca; ancianos y ancianas que desfilan hacia cementerios sin tumbas; en las calles, manos de adolescentes curtidas de semen; millones de jeringuillas que se burlan de las enfermedades; los hospitales que lloran su abandono y su impotencia… El Administrador aparece orondo con un pollo asado en la mano derecha. Recorre suburbios mordidos por el llanto, saluda a un grupo de niños y niñas que piden pan y leche, pero él, en su fantasía, entiende que lo aclaman. La Pitonisa siente ganas de clavarle las uñas en el cuello hasta matarlo, mas prefiere ser parte de las masas para ver de cerca su realidad y entenderla. Cuando el pollo estaba a punto de ser devorado por su propia putrefacción, el Administrador decidió entregárselo a un anciano que había olvidado cuándo comió carne por última vez. Hoy, las absurdidades conocidas y hasta las olvidadas se juntaron desde temprano, y se infiltraron en el pueblo para ver si alguien las reconocía. Así, con las vestimentas de hace un siglo –de ahí para atrás no solo hay olvido, sino también ignorancia– un pordiosero, sentado en una esquina, bajo un caño de agua, mastica piedras blancas a falta de alimento; dos ancianos arrastran por una acera un Cristo de yeso más grande que ellos, lo encaraman en una carreta, cantan “aleluya” y piden limosnas para el Señor, como contribución a sus buenos deseos de que el hombre viva en paz con sus hambres y sus dolores; una niña desnuda está en lo alto de un poste de luz, exhibe una bombilla rota y ríe a mandíbula batiente. Según los transeúntes se trata de una payasada de la niña. “No está muriendo electrocutada”, piensan, lejos de entender que la risa de esta criatura es, en esencia, la expresión del dolor cuando se asocia a la muerte. Un niño con apenas seis meses de nacido cae en una furnia: grita, nadie lo escucha; al rato, muere. Esta plaga de las absurdidades se confundió con la de las visiones y, ya entrada la noche, nadie supo explicar cuáles eran las características de unas y otras, pues parecían más de la ficción que las visiones mismas. A la hora 23:11 los habitantes, como estaban inmersos en la borrasca de la miseria, soñaron que cocieron y comieron tierra seca, y cuando ni eso tuvieron, al caer la noche imaginaron  que tragaban piedras y lodo. Transidos de cansancio y sueño decidieron acostarse para olvidar las absurdidades, aunque dormirse con hambre era lo más absurdo. Se acostaron, se quedaron dormidos y no despertaron al día siguiente sino a la hora 08:32 del día 23.