El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 18. Hora 07:04. Plaga de las deudas.

Deuda: (lat. debita). Lo que se debe.

                                                               *

—Hay problemas en la ciudad. La gente está  disgustada  porque no recibe agua, y apenas le dan luz, y la poca que  les llega es muy cara –comentó Anna.

 —Es el mismo problema en cada pueblo del país.

—La escasez de agua está a punto de desatar una epidemia de alcance nacional. ¿Te imaginas que de pronto comiencen a morir niños por falta de agua potable?

—Para qué imaginármelo si es una realidad. La realidad se vive, no se imagina; tú puedes, eso sí, imaginar a partir de ella. En los últimos años han muerto decenas de niños por falta de agua tratada.

—Ya es una peste, entonces.

 —Sí, una peste vieja.

—¿La incluirás en tu lista?

—Será parte del todo. No olvides que los problemas de esta isla  son reales aquí y pura fantasía en las naciones organizadas.

Aunque los isleños suelen estar endeudados durante los doce meses del año, no les fue posible evitar el acrecentamiento de sus penas cuando vieron aproximarse la Navidad con múltiples contratiempos. Para ellos, la razón más grande en la vida para sentirse preocupado es estar enfermo de gravedad, no deberle dinero a un banco, a una financiera o a una persona  en particular, o la de verse en la obligación de tomar dinero prestado a alguien a quien ya se le debe, pues esta cadena tiene un límite, como también lo tiene el no pagar nunca la deuda completa, sino abonar a esta los intereses correspondientes al vencimiento convenido en el contrato, sea verbal o escrito. Muy bien dijo desde temprano la Pitonisa: “Una modesta fortuna le basta al sabio (“tal y como lo anunció Epicuro”, agrega Anna), y para vivir en paz con el prójimo y con uno mismo no conviene caer en las garras del vicio ni del consumo”. Como ya era costumbre, nadie la escuchó. Sin embargo, una buena parte de la población adulta amaneció aturdida porque le tocaba pagar antes del mediodía intereses exorbitantes, y para cumplir con su compromiso contaban solo con la fórmula de siempre: seguir endeudándose. Así, en cuanto amaneció, los bancos  y las financieras, y hasta los prestamistas callejeros, que por esas rarezas de la vida se enteraron con anticipación de que el día abriría con esta plaga de las deudas, se unieron a la voz del Administrador para corear con él, tras la aparición del sol: “Hay dinero disponible hasta para los más infelices”. No obstante, advirtieron de manera categórica que los malos pagadores pagarían, en todo caso, en las calendas griegas. El anuncio fue efectivo. Por primera vez, las familias de clase media veían azoradas cómo los pordioseros hacían filas para solicitar préstamos. “A nadie se le ocurrirá cobrarnos los intereses –pensaban ellos– porque solo podríamos pagarlos con la vida, y ningún prestamista querrá vernos muertos”. Los pordioseros estaban equivocados: quienes suelen prestar no son tontos y conocen cientos de artimañas para que el deudor pague. Quien se crea capaz de engañar a un prestamista o a un mercader está cien por cien equivocado. Todo el mundo, de clase media alta para abajo, recurrió a los préstamos del día, que por su demanda fueron excesivamente onerosos. Los banqueros y prestamistas se constituyeron en auténticos verdugos contra los solicitadores de préstamos. Al notar la avalancha humana, iniciada a la hora 07:59, notificaron que el plazo para pagar los nuevos préstamos era hasta la medianoche. El gentío ni se enteró de esta medida, implícita en el contrato. Alguien se lo dijo a una de las amas de casa endeudas, quien a su vez se lo informó a otra, y esta siguió difundiendo la noticia hasta que llegó a oídos de los sordos. Ya era tarde cuando la mayoría se enteró, pues apenas faltaban veinte minutos para que el reloj marcara la hora 00:00. Lo siguiente es mejor ni contarlo, que de espanto está lleno el mundo, pero jamás como el vivido por la población de esta tierra pasada la hora señalada para pagar las deudas adquiridas a lo largo del día. Olvidaron que coger prestado para hacer fortuna es la mayor de las esclavitudes. Cuando los pordioseros vieron que un prestamista desnudó a uno de los suyos, en el centro de una plaza pública contigua a una iglesia de la época colonial, y lo cortó por la mitad con una sierra del siglo pasado, y lo despedazó y almacenó su carne en un frigorífico móvil para llevarla a otra localidad y ofertarla como carne de chivo, decidieron unificarse y asaltar las casas de los ricos, donde robarían diamantes valiosísimos, y como los venderían por nada, seguirían robando hasta saldar las deudas adquiridas. Este plan de los pordioseros terminó en tragedia colectiva. Aunque no se contaron los muertos, debemos suponer que los ricos mataron a muchos de ellos y los tiraron al mar para no dejar huellas de la atrocidad. Con el resto de la población sucedieron cosas parecidas. Quienes sobrevivieron, decidieron pensar, para no interrumpir la alegría de la fiesta navideña, que lo acontecido era el fruto de un sueño, que ellos habían visto despiertos. “¡Qué pena, ni despiertos ven lo que deben ver!”, retumbó en el aire la voz de la Pitonisa.