El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.
Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre.
Las treinta y una plagas de diciembre
A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 17. Hora: 06:02. Plaga de la desdicha.
Desdicha: Desgracia. Gran pobreza, miseria.
*
Recuerdo la plaga de Justiniano, descrita por Procopius y divulgada por mi padre en sus “Apuntaciones sobre plagas, pestes y los mongoles”. Cierro los ojos en ausencia de Anna, mi amada, y veo víctimas atacadas repentinamente por una fiebre muy alta. Al día siguiente, los típicos bubones –ganglios linfáticos hinchados, como explicara mi padre– aparecen en la ingle y las axilas. Muchos enfermos entran en coma, escuchan sonidos fantasmagóricos y hablan de su muerte.
Cuando el reloj marcó la hora arriba indicada, el Administrador enseñó los dientes porque se le zafó una sonrisa burlona y macabra. De pronto, una mujer se anegó en llanto, y enseguida otra, y luego diez más. Todas eran jóvenes y hermosas, y soñaban desde principio de año con la llegada de diciembre para casarse. Pero la suerte no las acompañó porque presentado este día, más largo que los faltantes, no vieron ni por asomo a un solo enamorado. Las doce mujeres prorrumpieron en llanto cuando las primeras luces del sol naciente cayeron en sus ojos. “¡Qué desdicha la nuestra, qué desdicha!”, exclamaba la más joven del grupo, ignorando que cientos de mujeres y hombres anunciaban a los cuatro vientos sus amarguras porque habían hipotecado sus casas para celebrar en grande la Navidad, o empeñado muebles y objetos de uso cotidiano con el propósito de comprarles regalos a los hijos, y los más cogieron dinero prestado al diez por ciento para viajar al extranjero; en fin, hombres y mujeres endeudados hasta la coronilla a sabiendas de que concluido diciembre perderían sus pertenencias. En medio de este tormento apareció el Administrador y anunció su decisión de imponer una tarifa de multas similares a las que estuvieron de moda en el siglo XII, en Francia, para quienes no pagaran sus deudas en el tiempo previsto. “Quien dé a otro un puñetazo me deberá tres sueldos de multa; por una patada, cinco, y si sale sangre, siete. Quien saque un cuchillo o un revólver sin herir me deberá 60 sueldos y si hiere me los pagará en dólares”, vociferó el Administrador. A partir de ese día impuso nuevos gravámenes y los cobró él mismo. Así, como Calígula en sus mejores tiempos, estableció un derecho fijo sobre los comestibles vendidos en la isla; exigió de los litigantes, dondequiera que se juzgase un pleito, la cuadragésima parte de la cantidad en litigio, y decretó pena de muerte contra quienes se probase que habían transigido o desistido de sus pretensiones; a los trabajadores de carga se les cargó el octavo de su ganancia diaria, y a las prostitutas el precio de una de sus visitas. Hasta al matrimonio se le pidió contribución. Y no conforme, creó un impuesto sobre la orina, como Tito, el hijo de Vespasiano. Pero nadie sabe cómo comenzó esta plaga de la desdicha. “Si conocemos la naturaleza de las cosas nos libramos de la superstición, nos libramos del miedo de la muerte, y no somos aterrados por la ignorancia, engendradora de horribles fantasmas”, gritó la Pitonisa desde una zona invisible (ya Cicerón había escrito algo parecido: Anna Lanfoster). Alguien relacionó esta plaga con la desaparición de un anciano, quien había vaticinado que tras su muerte la desdicha se propagaría por los cuatro puntos cardinales de la isla. Así, con su ida al otro mundo, el cielo se volvió gris y se derramó sobre la tierra una llovizna metálica, que al contacto más leve cortaba. La gente corrió amilanada a esconderse bajo los techos de las casas de mampostería, y solo quienes actuaron a tiempo no fueron heridos por la llovizna. Tristemente, la inmensa mayoría no encontró cobijo sino en casas con techos de cinc, y los más desdichados en viviendas techadas de paja. “La plaga de la desdicha se inició cuando una niña rompió una muñeca que le había regalado su madre como anticipo de los Reyes Magos”, opinaban otros. “Yo no la quiero tan fea”, gritó la niña, según cuentan. La madre prorrumpió en sollozos porque la hija no le daba méritos al esfuerzo hecho por ella para regalarle el juguete, pues le costó la mitad del sueldo que devengaba. “Eso está bien que te pase por dártela de rica”, le dijo una vecina a la madre. Y la madre le respondió llorando: “Todos los días me pedía esa bendita muñeca”. El colmo de la desdicha de la madre se produjo cuando vio a su hija rajar por la mitad con un cuchillo a la muñeca. Pero tampoco esta historia puede creerse a ciegas, pues muchas otras consideran que la plaga reseñada se originó de manera totalmente diferente. Había quienes maldecían las estrellas porque las culpaban de su desdicha y de crear enfermedades crónicas. “Cuando una estrella fugaz cae presagia muertes repentinas y enfermedades mercuriales durante ese tiempo y ese año, tales como manchas en la piel, costras, picores, grietas, úlceras secas, húmedas, fluyentes, purulentas; o heridas ambulantes, pasajeras, corrosivas, cancerígenas, profundas, pútridas, secas”, entendían estos. Para otros, la desgracia estaba estrechamente relacionada con la desesperación que le entra a la gente cuando la fiesta pascual está al doblar de la esquina y no cuentan con dinero para celebrarla. Esta desesperación le destroza el alma al más fuerte y solamente el dios Dólar puede aplacarla. De no satisfacerse deviene en desdicha. Por eso, no era nada raro escuchar en boca de cientos de empleados públicos su disposición de vender cheques por la mitad de su valor. Se lo gritaban al Administrador, y este reía a carcajadas, complacido. Alguien creyó escuchar la voz de la Pitonisa, cuando decía: “El espíritu sufre y tolera por sí mismo iguales enfermedades que el cuerpo, no lo olviden. Allí donde sufre el espíritu, el cuerpo sufre también, y muestra a la vez las perturbaciones de aquél. Nosotros estamos compuestos por azufre, mercurio y sal”. Así las cosas, a las 21:16 la gente, al sentirse desdichada, se propinaba garrotazos en el tórax y en la cabeza, y se arrancaba la piel. Muchos maldijeron el día y la hora en que nacieron. En este grupo se encontraban las doce muchachas que anhelaban casarse. Las hallaron muertas, tiradas en una calle de una ciudad polvorienta y abandonada. Ya decía la Pitonisa que no era posible vivir dignamente, si no se vivía conforme a honestidad, sabiduría y justicia (palabras textuales de Epicuro: Anna Lanfoster). “¡Espadas y cruces en la espalda! ¡Espadas y cruces en la boca y en la frente!”, gritó la Pitonisa.