El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Haffe Serulle. Foto © Mery Ann Escolástico Fecha 08/11/2021. Acento.com.do

Día 14. Hora 06:13. Plaga de la migraña.

Migraña (lat. hemicrania): Jaqueca.

Jaqueca: Dolor de cabeza intermitente que solo

ataca, por lo común, de un lado de ella.

                                                                      *

—Deberíamos pasear por el bosque, aprovechar la claridad y la frescura del día.

—Si quieres, vamos al mar.

 —El sol es mi principal enemigo. Nos lo advirtió el doctor, ¿lo olvidaste?

—Ese doctor exagera, no es como mi padre, que no le daba importancia a las enfermedades.

—Estas manchas desaparecerán de mi  cuerpo, si evito los rayos del sol.

—Tu cuerpo, o sea,  el mío.         

El día comenzó alegre y luminoso. Había pocas nubes en el cielo y el aire circulaba limpio y templado. La gente, desde temprano, se preparó para salir a trabajar con entusiasmo, con planes de ganar mucho dinero, pues hasta los niños sabían que no había otra manera de celebrar la Navidad. “SIN DINERO NO HAY NAVIDAD ALEGRE”, se leía en pancartas, colocadas por instrucciones del Administrador en calles, puentes y carreteras del país. Muchos hombres y mujeres vieron cuando la Pitonisa escupió con rabia algunos de estos carteles. “Representan  el signo de la desvergüenza”, la oyeron decir. Tan pronto aparecieron,  los comercios y las calles estaban abarrotados de anuncios que atraían la mirada de los parroquianos y los estimulaban a consumir mercancías poco útiles. En realidad, para ellos fue una sorpresa ver qué bien se había iniciado el día. A la hora siguiente, un niño de cinco años, en una aldea lejana, sintió un leve dolor de cabeza y corrió a contárselo a sus padres. “Los niños no sufren de dolor de cabeza”, comentó el papá. La mamá tomó en brazos al niño, lo meció en las piernas y le frotó la frente con las yemas de los dedos. Luego le susurró una canción de cuna, pero la criatura no mejoró, por el contrario, el dolor se le agudizó con la canción. A la madre le preocupó que mientras más le cantaba y le frotaba la frente, el niño redoblaba sus quejidos. A los pocos minutos, tras el papá salir del hogar y dedicarse a atender su conuco y buscarles alimentos a sus animales –tres vacas y cinco cerdos–, el niño pegó un grito fuerte. El techo de la casa tembló, y la madre se apretó la sien porque sintió un ardor incómodo en la frente. El padre, asustado ante la intensidad del grito, se olvidó del conuco y de los animales, y, preocupado, llegó de un salto a la casa y cargó a su hijo. La madre se ausentó por un rato porque le entró una sed infernal y necesitaba beber agua para no quemarse por dentro. No solo bebió agua; también se mojó el cabello. El padre seguía aferrado a la idea de que a los niños no les daba dolor de cabeza, y al escuchar el borboteo del agua se le ocurrió bañarlo. Le echó más de diez cubetas de agua fría, pero nada, el malestar no le escarmentaba. El padre, desesperado, salió a buscar hojas y raíces medicinales para prepararle un té. La mujer siguió al marido y, ya fuera de la casa, le gritó: “También a mí me duele la cabeza”. Él le buscó el lado y le acarició la frente. “Entra y báñate con el niño”, le dijo, y mirando a lo lejos se adentró en la maleza. Cuando retornaba a la casa, vio a los aldeanos correr y pedir ayuda. A él, en cierta forma, lo consideraban el mejor curandero de la aldea, fama que alcanzó después de haber sanado de pulmonía a un joven de veinte años. “¿Por qué corren?”, les vociferó a los aldeanos, quienes al escuchar su voz se detuvieron de golpe. “La cabeza, se nos revienta la cabeza”, dijo una mujer. Los demás repitieron al unísono lo mismo. “Como el aire ha absorbido emanaciones infectas de cañadas y pantanos, el dolor se le presenta a todo el mundo a la vez –pensó el hombre y declaró enseguida–: Estamos padeciendo los efectos de una contaminación mortal. Quizá se trata de una migraña de nuevo tipo”. Al terminar de hablar sintió un martilleo implacable en la sien, se olvidó del hijo, de la mujer y de los vecinos, y corrió enloquecido por las honduras del monte. Anna Lanfoster recordó aquellas palabras que Epicuro balbuceó al morir: Te escribo en el día más feliz de mi vida porque es el último. Son tales los dolores de la vejiga y de las vísceras, y ni qué decir de la cabeza (esto lo añado yo, Alejandrix), que nada puede acrecentarse a su crudeza”. Al día siguiente, el padre despertó temprano y oyó en una radio portátil, tirada al lado de la cama, que una migraña nueva se había apoderado de la población. Miró a su mujer y al hijo, y se quedó asombrado porque además de dormir sonreían. “Al parecer, el mal se ha ido”, pensó. Se tranquilizó y la cara se le llenó de felicidad.