El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Día 13. Hora 05:17. Plaga de la pesadez.

    Pesadez: Calidad de pesado. Pesantez,

                                                               gravedad.

                                                               Pesado: Que pesa. Fig. Tardo, lento.

                                                                 *

         î-Hubix + ç-Pubex + º-Cipriam +^`-Lulaf= Alejandrix +Vick +

   Aux  + Timuyin + IX del Año Ruin + Kubilay + Hedor a carne

  quemada + Chistobexi + los Demás y Yo= DESNUDEZ DE LA

  LÍNEA MUERTA (juego de palabras y  signos de Anna Lanfoster).

       

            Nadie quería creerlo, pero cuando la luz de la mañana se presentó en sus hogares y penetró en las alcobas, comprendieron que les resultaría difícil abandonar las camas y los catres, o sencillamente el piso donde muchos solían dormir. No querían creerlo, repito; por eso, al sentir la pesadez de sus extremidades prefirieron permanecer acostados e inmóviles. En términos reales, no pudieron reaccionar a tiempo porque la pesadez se les presentó una hora antes de las 05:17, cuando dormían profundamente. Olvidaron que a la humanidad le siguen ocultamente la aversión, el odio, los venenos, las espadas. “El hombre es un peligro –dijo la Pitonisa, como Séneca  en su tratado De la Clemencia–; si no está rodeado por conspiraciones privadas, lo está por la consternación pública”.  Cuando el reloj marcó la hora 05:17, ya todos eran víctimas de esta nueva plaga, que a diferencia de las anteriores se manifestaba hacia dentro y hacia fuera, con síntomas de cansancio en el cerebro y con fuertes dolores en el cuerpo. Cuantos intentaron moverse entendieron la gravedad de la situación. Se me ocurre pensar que no les habría pasado esto si hubieran recordado que las serpientes pequeñas se esconden y no se buscan públicamente, y que,  si alguna traspasa el tamaño ordinario y crece hasta ser un monstruo, es capaz de infeccionar con su baba todo lo que encuentre a su alrededor. Los ricos buscaron sus teléfonos móviles –generalmente duermen con ellos bajo la almohada– y llamaron a los principales centros médicos para solicitarles ambulancias, pero como en los hospitales públicos y clínicas privadas la situación de los médicos y enfermeras era igual de grave, no hubo respuestas a sus constantes llamadas. Pensaron en lo más malo, en que perderían la vida y con ella sus goces materiales. Se les ocurrió telefonear a instituciones de salud de distintos países, pero tampoco les respondieron. Los ricos, abatidos, se echaron a llorar. Ellos, ¡tan poderosos!, ahora no podían sobreponerse a este mal. De pronto sintieron ganas de convertirse en los seres más pobres de la tierra, esperanzados tal vez de que por vivir en la pobreza recibirían la bendición de Dios. En realidad, quisieron convertirse en pobres porque pensaron que esos seres infelices no serían diezmados por la plaga de la pesadez. Pero cuando llamaron a gritos a los sirvientes y cocineras y no vieron a nadie, ni oyeron voces respondiéndoles, supieron que la plaga no había dejado en libertad de moverse a ningún humano vivo. Ya pasadas las 07:20, sus residencias eran cascadas de lágrimas espantosas. Los pobres, sin embargo, no lloraron. Algunos, los menos, rieron a carcajadas. Total, tenían poco que perder. Dejar de trabajar un día no les significaba tormento ni amargura, pues era  normal en ellos. Mientras las horas avanzaban, la pesadez se agudizaba. A las 14:06, debido a la pesadez, la gente apenas respiraba. Muchos no descartaron una asfixia universal, y los más optimistas se aferraron a la idea de que solo rezando se librarían de este flagelo. “Asistan a misa”, le pidieron a la cristiandad. Y puesto que los clérigos y pastores del Señor pasaban por la misma situación, vociferaron: “Rece cada cual por su lado aquello de si quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, pues el que quiera salvar su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la hallará”. Es triste decirlo, pero ese día, cuando llegó la noche, los isleños se durmieron pensando en que jamás abrirían los ojos porque antes de dormirse el aire no se movía y, según ellos, estaría así por siempre.