El texto “Las treinta y una plagas de diciembre” corresponde al segmento VIII de la más reciente novela de Haffe Serulle, Plagas y Predicciones de la Familia Vick-Aux.

Alejandrix Vick-Aux y Anna Lanfoster son los protagonistas de esta novela, cuyos nombres aparecen por separado en estos escritos que se publicarán durante todo el mes de diciembre. 

Las treinta y una plagas de diciembre

A Anna le ha encantado este título porque a su juicio recoge vivencias de mis antepasados. Cuando me escuchó decir “Las treinta y una plagas de diciembre” –lo dije con un halo de misterio– se abalanzó sobre mí, me abrazó por el cuello y me dio un beso largo en la frente, que yo hubiese preferido en los labios, aunque por la edad tal vez ya no estamos para eso. Se acomodó en mis piernas y me susurró al oído: Léeme las diez primeras líneas. Una vez complacida, me animó a leerle lo que seguía.

Haffe Serulle. Foto: © Mery Ann Escolástico Fecha:08/11/2021 Acento.com.do
Haffe Serulle. Foto: © Mery Ann Escolástico Fecha:08/11/2021 Acento.com.do

Día 12. Hora 05:16. Plaga de la prisa.

Prisa: (lat. pressa). Aprieto, apretada. Prontitud, rapidez… Ansia prematura.

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Del bosque al mar el camino es oscuro; del mar al cielo riela una luz amarilla, y aunque son espacios con  distancias diferentes, si la prontitud  apremia no tendremos conciencia de lo recorrido: así quiero sentirte, corriendo hacia mí sin la atadura del  tiempo. De Anna para Alejandrix: celebremos juntos la luz del nuevo día (con la entrega de estas palabras me acarició los labios con sus preciosas uñas, que hoy  amanecieron pintadas de rojo).

Diciembre es un mes tortuoso, y en la medida en que avanza se torna despiadado. No es tan alegre como se piensa. Tiene clavos en los amaneceres y cuchillos cuando el sol se inclina para reverenciar la noche. La Pitonisa ha dicho hoy temprano: “Diciembre tiene cara de luto aunque parezca un payaso, y su caminar es lento pese a la rapidez que arrastra a las multitudes hacia las garras del consumo”, pero nadie, como las veces anteriores, ha querido escucharla. El Administrador se levantó atento a los sucesos por venir en este duodécimo día, significativo en el mes porque quien no tenga pasadas las doce de la mañana a su alcance los medios para festejar la cena pascual –como es el caso de la mayoría de nuestros ciudadanos– será víctima de la desesperación y sentirá en la sangre la necesidad de resolver todo con premura. Pero la prisa, en este día, se presentó antes que la gente pensara en ella. En los campos, cientos de campesinos despertaron con el cántico de los gallos a la hora arriba indicada, y, como si el cántico repercutiera en las ciudades –quizá repercutió y no se enteró nadie–, los citadinos abandonaron sus hogares, y colmaron las calles en busca de dinero. Se sorprendieron de la prontitud con que hacían sus oficios y diligencias. Nunca antes, en realidad, habían caminado y hablado así. Estos moradores (lentos al caminar y de hablar atropellado tal vez porque bostezan demasiado) estaban sorprendidos de la urgencia que regía su vida. Los dueños de colmadones  (categoría de establecimiento comercial única en el mundo, pues sin ser bar abierto permite quitarle espacios a la ciudad para ser usados como tal por los parroquianos: aclaración de Anna) y supermercados, ante el afán desmedido por vender sus productos, anunciaban, excitados, las rebajas del día. Las horas pasaban veloces y, aunque nadie adquiría nada, pensaban lo contrario. Ya a las 09:33 estaban roncos, y las cajas registradoras parecían ataúdes ante la ausencia de monedas y papeletas. Igual pasó en las tiendas ubicadas en las más grandes y concurridas plazas comerciales, y lo mismo en los colmados y ventorrillos. Extrañamente, sin embargo, los pobladores se desplazaban con más rapidez, pese a su cansancio. Los segundos y los minutos iban a la velocidad de ellos. La tierra no;  la tierra giraba sin alterar en nada su ritmo normal; no así las nubes ni las aves, y no necesariamente por causa del efecto que dominaba la vida de los ciudadanos, sino porque el día había amanecido con amenazas de vientos tempestuosos. Por decreto administrativo, y así evitar accidentes, fue suspendido el tránsito vehicular –patanas, camiones, guaguas, carros, motos, bicicletas, triciclos, carretas y carretillas– por calles y carreteras, y el cruce de animales de carga –yeguas, mulos, burros, caballos y bueyes– por las avenidas, túneles y pasos a desnivel de la capital del país. Un joven recién graduado de bachiller y en contacto ya con varias universidades norteamericanas porque quería dedicarse a asuntos de la ciencia (aquí, en su tierra natal, imposibles de realizar), gritó con ínfulas de sabio: “Para detener la prisa deben estirar los brazos hacia arriba, hacia el cielo, y agitar las manos como si partieran moldes de hielo”. Nadie entendió lo del hielo, pero todos lo obedecieron, hasta el Administrador, que lo observaba de lejos con cierta suspicacia. Y así pasaron las horas. Finalmente, la prisa, vencida ante el cansancio y el sueño de los afectados, desapareció al día siguiente, a la misma hora que había empezado el día anterior, a las 05:16, para darle paso a la plaga de la pesadez.