… vuelvo los ojos a la ciudad de piedras, de cantería labrada y de ladrillos, a las construcciones que reciben el aire del mar, y cuyo emplazamiento está de frente al Ozama.
I. “HAY QUE DAR GRITOS, NO PUEDE SER QUE SE PERMITA QUE DAÑEN LAS RUIÑAS DE SAN FRANCISCO”
Maricusa Ornes (Puerto Plata, 1926), reconocida directora, venerada por tres generaciones de dominicanos y caribeños, una leyenda viviente, que vivió la nostalgia del exilio, recordada como la insuperable catedrática de dicción de la Universidad de Puerto Rico, que realizó en la cinco veces centenaria ciudad ovandina un montaje maestro, y único en toda la historia del teatro como espectáculo de masas: “Las Troyanas” de Eurípides, puesta en escena en la antigua Fortaleza Ozama, en 1984.
Maricusa, mi amiga de dos décadas, me llamó en la noche, el miércoles ocho de la semana pasada, para decirme: “Hay que dar gritos, no puede ser que se permita que dañen las Ruinas de San Francisco. Me ha dado una depresión. Hay que mantener esas piedras en el mismo lugar, no tocarlas. Sabes que, aquí todo se maquilla, y lo destruyen sin misericordia”.
Al escucharla recordé el pensamiento de mi querida Tatá, Altagracia Saviñón (1882-1942), la autora modernista del “Vaso Vede” y de “¡Mírame desde lejos!”, del amor como discreto encanto de la locura: “Yo sólo sé que mi dolor tan grande me pareció de tu dolor hermano, cuando hablaste a mi alma aquella noche…”.
Y así, consternada también, pensé: No quiero que la tumba de su alma que quedó entre las paredes del Monasterio se convierta en “una tumba solitaria, un páramo sin luz donde el ensueño al rudo batallar quebró sus alas…”. Allí, Tatá, en el Monasterio de San Francisco de Asís, murió injustamente, olvidada, encerrada en una celda de “locos no arrebatados”.
II. LAS TORPEZAS DE LA AMBICIÓN ANTE EL PASADO
… La historia canónica nos dice que, la ciudad de Santo Domingo, en la naciente coiné lingüística, como capital virreinal de las colonias, de las nuevas y emergentes sociedades ultramarinas del poblamiento españolizado de la gran flota de Indias, a través de la conquista y la colonización, fue en el siglo XVI el magno foco geográfico y foco cultural del embrionario español del atlántico, donde se unen la modalidad lingüística andaluza con un meridionalismo expresivo y rasgos procedentes del fondo dialectal leonés, además de un decir con caudales medievales de arrastre desde remotos tiempos, que revela un “comportamiento rezagado del vocalismo castellano”.
Sin embargo, en las hendiduras casi imperceptibles de la historia, nuestro fotógrafo artista Luis Mañón (1881-1976) pudo leer el pasado de la colonia, no sólo con un sentido de orden, sino también con un sentido de los hechos, lo heroico y de la hazaña, siendo además testigo excepcional de las transformaciones que la común de Santo Domingo experimentaba en las primeras décadas del siglo XX.
Mañón formó parte de una generación -cuarenta años después- posterior a la de los próceres y creadores de la Independencia nacional; una generación que trató de comprender entonces el eco providencial de sus fundadores que portaron el mensaje de la civilización de nuestros ancestros.
Las crisis políticas y económicas que se sucedían, entonces, trajeron como consecuencias tensiones en la incipiente burguesía terrateniente y oligárquica, estallidos de conspiración, pronunciamientos de líderes regionales que buscaban mantenerse a salvo de la ingerencia del Estado, así como luchas entre liberales y conservadores.
Las primeras décadas del siglo XX en la República Dominicana han quedado escritas en el calendario de la historia, como de inquietud social, de pocos ideales, ya que no se perfilaba una clase que tuviera conciencia, y promoviera la razón de lo conveniente de la existencia de un Estado capaz de cohesionar los distintos grupos, e inducir a un cambio político radical a través de un gobierno que observara la posibilidad de establecer un sistema que mantuviera las bases de un nuevo orden.
Evidentemente, cuando nace nuestro fotógrafo Luis Mañón (1881) en la antigua ciudad de Santo Domingo de Guzmán, a orillas del Río Ozama, en las postrimerías de un siglo marcado por la influencia del temperamento romántico y naturalista, continuábamos los dominicanos viviendo en una nación sin Estado, cuyas minorías o élites dirigentes, al parecer, estaban dispuestas a desaparecer o a continuar extinguiéndose.
Es, entonces, resultado de la ausencia de una clase dirigente abierta y decidida a actuar ante el reto de institucionalización del Estado, cuando la fuerza interventora de los marines norteamericanos penetra en nuestro país en 1916, e instaura un aparato burocrático-militar para asegurar el orden en una sociedad de evidentes rasgos feudales en su modus vivendi y modus operandi, de viejas estructuras, de por sí ortodoxas, donde primaban las relaciones precapitalistas, con una democracia “nativa” rudimentaria, para iniciar el proceso de consolidación de un Estado con rasgos de modernidad.
En las dos primeras décadas del siglo XX y, aún en las llamadas décadas de “progreso” subsiguientes, la Ciudad de Santo Domingo continuaba inmersa en un cuadro de provincianismo del siglo XVIII, comportándose con caracteres nimios, desenvolviéndose con encadenamientos equívocos hacia la metrópoli, con cavilaciones inspiradas por el azar, pero asomándose en ella la curiosidad por el saber, independientemente de las disputas de los partidos políticos tradicionales, y su espíritu devoto a la jerarquía del clero.
La endeble ciudad de Santo Domingo, y sus ruinas, con la llegada del tirano en 1930 al poder, estaba frente a una época que era un ánfora de chismografía política, de censuras y de conciliábulos oportunistas.
Es así como el año de mil novecientos treinta trajo a los dominicanos, y a nuestra ciudad, la más profunda paradoja del destino: una irreflexiva dictadura, la artificialidad de un bienestar para la mayoría y la ruina brumosa de las mentes más preclaras de la intelectualidad, el decaimiento de la dignidad humana y una identidad criolla que continuaba apegada a lo hispánico.
Los vecinos de Santo Domingo permanecieron cautamente inmóviles ante las magnas obras que le trajo el “gran reconstructor” y civilizador de la ciudad. La gran “masa social” contempló con escepticismo, luego del huracán San Zenón del 3 de septiembre, la destrucción, devastación y despoblamiento de la ciudad que las fuerzas naturales provocaron con gran crueldad.
Quizás los vecinos de la ciudad padecían el haber escogido a un déspota, centralizador, de fuertes convicciones autoritarias, como su conductor. El ciclón San Zenón, descrito por Ramón Lugo Lovatón en su libro Escombros (Editora El Caribe, 1955) como “la vorágine de sangre y zinc”, “ la Bestia Fluida Elástica” o “la gran vorágine del Mare Nostrum” que destruyó prácticamente a Villa Francisca, San Carlos y Pajarito, la avenida Independencia, los barrios de Gascue, con “una terrible, increíble, inverosímil mortandad en apenas dos horas” de 2,300 vidas humanas perdidas (1955:44,67), escribía para la posteridad el epitafio de la primera ciudad de América.
Los vecinos de la ciudad intramuros y de las “afueras” de la antigua ciudad –independientemente de cualquier explicación epistemológica- no recordaban que la naturaleza se revela con fuerza ante aquellos actores individuales o colectivos cuyas pasiones conducen al abismo de la oscuridad, de la desigualdad y del desequilibrio a los pueblos; no tenían presente aquella sabia frase premonitoria del historiador nacional dominicano don Américo Lugo: “Un error de un momento suele no poder remediarse por siglos”.
III. LAS RUINAS. LUGARES DE RECORDACIÓN
Existe sólo un primer inventario de las “vistas” tomadas a las Ruinas de San Francisco reproducidas por Abelardo Rodríguez Urdaneta en la Revista Literaria, y en El Cojo Ilustrado de Venezuela en el siglo XIX. Enrique Deschamps hace referencia de estas vistas fotográficas de Abelardo en un artículo publicado en el periódico Listín Diario el 3 de junio de 1918, las cuales mostró en París a una Comisión de la Dirección General de Bellas Artes.
Desde entonces, todos los dominicanos sabían que esas piedras labradas nos pertenecían, pertenecen y pertenecerán como deslumbramiento, ya que a pesar de los estragos en sus fachadas, son insustituibles, y los fotógrafos la guardaron como custodias en imágenes, en tarjetas postales que circulaban –como fue el caso de los trabajos de Mañón- o en publicaciones en la prensa o en revistas –como fue el caso de los trabajos de Abelardo.
Luis Mañón, por ejemplo, tuvo un interés especial de atrapar en imágenes esta ciudad de piedra, solemne, bienaventurada, desdichada en sus mocedades y subyugada por forasteros, y escogió cuidadosamente los lugares de recordación, los que tenían importancia universal, y con él se reinicia, sin dudas, una voluntad de conservación gráfica de nuestra arquitectura colonial.
Recordemos, al respecto, lo que dice el profesor alemán K. D. Hartmann en su obra Historia de los estilos, traducida al español por del doctor D. Domingo Miral.
Hartmann señala que es “la arquitectura, la más antigua e importante de todas las artes y, en cierto modo, el origen de todas ellas; en ella se refleja, como en un espejo, toda la vida cultural de las distintas naciones de los diferentes períodos; sus creaciones son los jalones más característicos que señalan las distintas fases porque ha pasado la civilización de los pueblos” (1948:8).
Tal vez, Mañón contribuyó con esta preocupación de fotografiar nuestras ruinas, a dar un alto al peligro de su demolición, ya que conocemos que el Estado dominicano de principios del siglo XX, era un Estado decadente, un Estado intermedio que se derrumbaba por cada asonada, por cada montería, o porque un tirano se adueñara del incipiente régimen democrático.
Es así como entiendo que, Mañón tuvo la aprehensión de lo que significa nuestro ser nacional, cuando se vinculaba la existencia romántica finisecular a los aprestos de la llamada modernidad que quería “nivelarnos” con los demás pueblos latinoamericanos.
IV. CIUDAD Y TIRANÍA
La tiranía del 30 trajo sus males sociales, políticos y económicos. El tirano actuando al igual que Osorio como “el absoluto señor de las haciendas y vida de los vecinos”- al decir de Lugo, quiso hacer de la ciudad de Santo Domingo una metrópoli del Caribe, aun cuando les privara del régimen moral de la ley.
Es así como en 1936, por una ley votada en el Palacio Senado, por el Congreso Nacional la ciudad cambia de nombre, y los parroquianos de esta vecindad de los intramuros, empiezan a ver un grueso de calles, avenidas y construcciones distintas, en una ciudad que en las últimas décadas no había sufrido grandes cambios ni había abandonado la estructura de la familia hispánica del siglo XVI.
El tirano, luego del huracán del 29 de septiembre, había dado los pasos para sentirse el gran constructor de la metrópoli luego del Comendador Frey Nicolás de Ovando.
Las afligidas y tristes masas ante el albur de la desgracia general de la ciudad, lo proveyeron de laudos y honores; se abandonaron voluntariamente a su idolatría, sin saber que iban a ser víctimas de una violencia colectiva, paternalista. No es causal que muchas de las estructuras de cemento (de concreto armado) levantadas por orden del tirano, resulten de peculiar frialdad, aún cuando tengan de frente al mar, el mar que nos rescata de la angustia y el dolor, el mar que nos alivia a los capitaleños de las extravagancias de una ciudad que, fuera de sus murallas, hoy crece verticalmente, de manera infeliz y atropellada.
Atropellada la libertad de la ciudad, cohesionada por estas provocadoras construcciones de edificios y avenidas, por un orden amenazante de la cotidianidad de sus vecinos, por un espasmo de la conciencia colectiva, por una deformación de las ideas, que nos aisló, y nos cobijó ante la fuerza de un antihéroe que acumulaba sus riquezas a sangre y fuego, la ciudad de Santo Domingo, fue erigida en Distrito de Santo Domingo en 1936 (15 de enero), posteriormente a la designación de la ciudad capital como Ciudad Trujillo, por una ley del 8 de enero de 1936 promulgada por el presidente Jacinto Bienvenido Peynado.
Es entonces cuando las ruinas de la ciudad de Santo Domingo, luego que de manera impuesta por un Decreto (del 29 de abril) de 1942, fuera dividida en Zona Urbana y Zona Sub-Urbana, vuelve a ser fotografiada por los fotógrafos artistas, en especial por Mañón, labor de “urbanidad” que las autoridades del Consejo Administrativo del Distrito de Santo Domingo completa con la Resolución del 2 de abril de 1936, mediante la cual prohíbe “edificar y reedificar casas de madera y zinc en todo lo largo de la Avenida “Braulio Álvarez”; en la Avenida “José Trujillo Valdes”, desde su punto de partida hasta su empalme con la Avenida “Braulio Álvarez” y en los radios que forman los cuadrados de los Parques “Julia Molina”, y “José Trujillo Valdés”.
V. UNA ÚLTIMA REFLEXIÓN: “el mito de la existencia y de la realidad histórica”
Observando la iconografía y las pruebas documentales de otros fotógrafos artistas que también tomaron imágenes de nuestras ruinas históricas, como Abelardo Rodríguez Urdaneta, Barón Castillo, Tuto Báez, Cristóbal Castillo y Senior (tanto Arturo como Alfredo) muchas de las cuales se pueden observar en las revistas Letras, La Cuna de América, Blanco Negro, etc., o en ese formidable libro de Erwin Walter Palm titulado Los monumentos arquitectónicos de la Español (Editora Universidad de Santo Domingo, 1955) acompañado de trabajos de cinco fotógrafos extranjeros, y donde al referirse al “Catálogo de las iglesias de piedra o ladrillo hoy perdidas que se deben al siglo XVI” señala que: “Como todas ellas fueron destruidas de manera tan absoluta que ni siquiera se conservaron sus fundamentos, y como tampoco disponemos de recuerdo gráficos, dependemos enteramente de la tradición documental” (p.95), me pregunto:
Si nosotros, los habitantes de esta ciudad, en el momento actual en que se plantea un “proyecto” sobre y en torno a estas amadas ruinas, no deseamos reivindicar aquel tercer mito del cual nos habla el intelectual venezolano Arturo Uslar Pietri en su obra Fechas, flechas y hombres que al decir de él “no es el mito de la Edad de Oro en el pasado, ni el mito del milenario que va a venir al fin de los tiempos, sino el mito de la existencia y de la realidad histórica” que “no es el mito del pasado de una edad dorada paralela (…) sino que éste es un hecho que está ocurriendo en el presente y que, por lo tanto (hoy) existe, y (…) pertenece a la experiencia humana conocible y experimentable”: el mito del derecho a la felicidad, a vivir en paz y en tranquilidad creadora, sin dejarnos hundir por la torpeza de ambiciones desmedidas y las tiranías que quieren imponer sobre esta desdichada ciudad.
Quiero decirles que estas palabras mías tienen una sola historia: nací en la ciudad intramuros, en la calle de Las Atarazanas número 9, un hecho que me ata al pasado, y que me hace amar profundamente esta ciudad antigua. Espero contar con la colaboración del Arq. Luis Manuel Guzmán López, Arq. Bárbara Suncar, y mis amigos entrañables Miguel Ángel Aza, la profesora Elvira Lora, la cineasta Martha Checo, y la creadora iris Pérez, para no tener que gritar como Altagracia Saviñón: “Huyó la dicha a una región sombría”.