Al Arq. Luis Manuel Guzmán López

Me celebro y me canto, y aquello que yo me apropio habrás de apropiarte, /porque todos los átomos que me pertenecen también te pertenecen.

WALT WHITMAN [1] 

Las campanas de [las Ruinas de] San Francisco son las que roncas lanzan sus tañidos evocadores desde el campanario de Santa Bárbara, para que repercutan en lo derruidos y vecinos muros, su casa solariega, del monasterio e iglesia consagrados al seráfico santo de Asís, para que de allí se difundan, impregnados de poesía…

Iglesia de Santa Bárbara. Fotografía de Luis Mañón, circa 1947. AGN.

BERNARDO PICHARDO [2]

Las Ruinas de San Francisco de Asís derrotaron la arrogancia del poder. Un ultimátum ha dado la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), desde el continente donde se erigieron las grandes conquistas de occidente; la UNESCO ejerce la gobernanza espiritual de las ex colonias de ultramar del Viejo Mundo. Europa continúa con el prodigio de ser celosa con los vestigios de sus Órdenes Imperiales y de sus Células Reales, que allende los mares resurgen re-inventadas como Patrimonio de la Humanidad. La UNESCO ha enviado un mensaje: Ha salvado a las ruinas de los afanes de quienes se han asignado por “tarea” borrar las huellas de todo lo que le impide el “privilegio” de la cultura, porque están arrebatados del afán de la trascendencia, de la excéntrica “necesidad” de “la codicia que devora todas las cosas con perfecta afabilidad”. [3]

La colina de Las Ruinas tiene sus partidarios y antipartidarios. Los primeros, representan a los que no se fatigan en venerarlas, en considerarlas parte esencial de ese mar de lágrimas y tierra que enterró, en la viva piedra caliza, las manos, el cuerpo y la sangre de caciques, nitaínos, y aborígenes que quedaron olvidados -sin nombres- en los surcos alrededor de los muros que se levantaron de esa ciudadela que hizo de la muerte un rito para los desprotegidos. Las Ruinas son el más cercano testigo que nos queda de lo vivido por nuestros ancestros, del daño que los opresores ejercen cuando las armas acompañan a la conquista, al encadenamiento que atraviesa las espaldas, a los grilletes que se colocan en las piernas como “el emblema y el alimento necesarios de la procesión de las almas de los hombres y de las mujeres por los anchurosos caminos del universo”. [4]

Iglesia y Convento de San Francisco. Fotografía de Julio Pou, 1890

Las Ruinas de San Francisco son las reminiscencias de lo sucedido, de la relación en la tierra del poder intemporal y del poder temporal. Lo que permanece en pide, y, queda de ellas, no es un adorno misterio de la ciudad, con sus desnudas piedras, donde -cuentan los Cronistas de Indias- el esplendor de antaño, y del Renacimiento, se unieron al saber.

 

“Bien o mal”, la ciudad de Santo Domingo es heredera de esa derrota de la compasión humana, con son Las Ruinas; heredera de la esclavitud, heredera del látigo, heredera de la barbarie, heredera del abandono con aturdimiento de la colonia, heredera hasta de los sobornos mediáticos para derribar sus muros; heredera de la inducción al sacrificio a los que “sirvieron” obligados a erigirlas sin hacer alabanzas al espíritu.

Las Ruinas de los vecinos de esta ciudad, vestigios de la contemplación cristiana, vistas desde la margen Este del Ozama como un mundo inhabitado, de asombrosa señoría, que guarda tribulaciones, y tiene en sus entrañas las constantes emboscadas del azar propio como leyenda, se han levantado como en “venganza cartaginesa” para derrumbar al dinero, a los hijos del dios Marte, a las maquinarias que se instalarían arrogantemente para sitiar a las almas que aún duermen allí, en sus primeros bloques de piedra, en el suelo que guarda a las profundas aguas de las herejías.

Las Ruinas le han dado esta dificultad a la “osadía” de sus antipartidarios, a aquellos que intentaron atravesarlas, a los que irían a su encuentro a remover los cantos callados de sus invisibles misterios.

San Francisco. Celdas. Fotografía de Julio Pou, 1890

No obstante, esta ciudad, de Santo Domingo, es la que tiene facultad para ejercer el protectorado general sobre ellas, para evitar que alguien ose en creerse un macedonio, para venir a asaltar a la metrópoli. Ningún monumento patrimonial como Las Ruinas, conoce del mundo de la política, de las guerras y de las estrategias militares; éstos son asuntos perentorios en su existencia, porque para ellas lo lucrativo no fue explotar el oro, sino explotar a las almas, hacer que su dinastía vaya más allá de los oficiantes o lectores de ramas del saber.

Las Ruinas no son un cadáver, cuyo rostro se puede copiar en una máscara de cera, en la frialdad oscura que trae la complicidad de una minoría, que cree a esta ciudad incapaz de vigilar el vuelo de los cuervos. Cuando la ciudad protesta, cuando la ciudadanía protesta, no lo hace para ceder ante la primera presión; lo hace para ir construyendo las ceremonias de su destino, para responder a los actos ilegales, para limitar el poder omnímodo de los otros, para que la Historia no se cuente a través de la superioridad de los que se creen protegidos de la arcilla de la muerte, con ornamentos superfluos, y acuartelados en los palacios temporales.

La opinión pública es una asamblea, cuál se entiende desde la época en que Roma comprendía, de manera literal, la importancia de que para tomar decisiones en el foro político, era necesario que los ciudadanos prestaran el conocimiento de sus cabezas para discutir a fondo los pormenores del mandato que iban a otorgar. Ningún Magistrado osaba en asumir el poder real, sino alcanzaba la victoria real por la mayoría.

San Francisco. Celdas. Fotografía de Julio Pou, 1890

Para los que cumplen el primer deber en el Estado, de pagar los impuestos al gobierno central y al gobierno de la ciudad, que laboran para que la democracia la ejerzan los más humildes proletarios y ciudadanos, y los que hacen parir a la tierra como jornaleros, hace tiempo que se pretende impedirles sus derechos de luchar por su ciudad, por las plazas, por los parques y, por Las Ruinas. Al parecer, las autoridades los quieren en el “exilio del pensar”, olvidando lo dicho por el poeta Whitman: ¡Yo canto el poema de las ocupaciones!/ En el trabajo de las máquinas y en los oficios manuales y en el laboreo de los campos, descubro los desenvolvimientos, / Y descubro los eternos designios.” [5]

 

Las autoridades competentes de la ciudad, no pueden, –sobre este caso-, hacer un código no escrito para cubrir con el silencio el vuelo de las aves de rapiñas, y dictar como sentencia “no hablar” ante el disentir de los otros, independientemente de lo que se ha ido construyendo y proclamando como propaganda: la indiferencia de la gente ante los problemas, olvidando que existe “El milagro que todos ven en los demás, y los milagros que llenan todos los minutos del tiempo eternamente”. [6]

Hay muchas maneras en que las ciudades pueden castigar a los que hacen carrera política infligiendo a las leyes, porque cuando se obtiene el “favor” del pueblo, no es únicamente para dar órdenes, para sembrar las semillas de la discordia o para erigirse en soberbios mandantes.

San Francisco, 1916

Los vecinos de esta ciudad no son bueyes que tiran del arado para alimentar las arcas del Estado, y del Cabildo, para satisfacer las subastas que se hacen de las franquicias partidistas. La ciudad, envuelta en su propio clamor público, puede vencer a cualquier Tribuno, Magistrado, Ministro o Mandatario. La ciudad de los pobres y ricos, unida, puede actuar en contra de los privilegios, y el comercio que trae el trastorno de esos privilegios, cuando la quieren sumir en una abyecta servidumbre.

Esta ciudad laboriosa también puede ir por senderos propios para sembrar los frutos que se recogerán como cosecha en la primavera, porque a esta ciudad no se le puede arrebatar sus decisiones consensuadas para decidir sobre todo lo que concierne a Las Ruinas.

Quizás sea cierto, que el más libérrimo tribunal que castiga con barro a los afectados de egolatría, y con mármoles a los que voluntariamente se enfrentan a todas las contingencias, lejos de los atrios del humo que traen las bacanales, es la Historia. No hay mayores comicios para azotar, y golpear en sus nervios a un ciudadano que se atreve a ciegas a ir contra la ciudad, que la Historia; porque la Historia es la que otorga el aroma de la grandeza y el perfume de la eternidad terrenal.

Las Ruinas, las Ruinas de San Francisco de Asís, del Convento erigido en la colina, donde se “respiraba con placer el puro ambiente de los bosques”, desde donde “se divisaba la casita que había sido de Higuemota, la pradera y el caobo de los paseos vespertinos”, donde según Bartolomé de Las Casas, el Cacique escuchó “las animadas narraciones de Quinto Curcio, Valerio Máximo, Tito Livio y otros célebres historiadores”, y “leía las proezas ilustradas en aquellas páginas inmortales”, de acuerdo a lo narrado por Manuel de J. Galván en su célebre “Leyenda histórica” Enriquillo, [7] se han revelado como el Cacique, y han vuelto a escribir lo que interiormente -con asombro, y sin olvido- hierve en la sangre de los vecinos y ciudadanos de esta ciudad que: “El criterio de la verdad y de la justicia es el que guía las protestas”.

Enriquillo de Manuel de Jesús Galván. Colección UNESCO. Traducción de Marcelle Auclair (París, Nagel, 1952)

Aunque Las Ruinas se muestren urbi et orbi destruidas, abandonadas, amenazadas por terremotos, por huracanes, y por la estupidez de unos, no se podrá derrumbar sus muros y sus piedras. Ni los golpes rabiosos sobre un escritorio, ni el engaño cincelado con la manipulación que trajeran opinantes asalariados, podrán. Ellas continuarán gobernando desde la colina, esta ciudadela que no vive en la ociosidad, que no está poblada por débiles súbditos del Estado, pero tampoco en el cautiverio que pretende erigir la prisión que trae el dinero para la compra de conciencias.

En las tierras que ocupan esas Ruinas volverá a celebrarse una magna asamblea de ciudadanos de esta ciudad, que votará, y rasgará sus vestiduras si fuere necesario, para que el bien público deje de ser un botín de buhoneros de la política. La ciudad esperará con paciencia, con prudencia, ver cómo Júpiter que, “dicen los poetas, es padre y rey de los dioses y los hombres” devorará a sus hijos, los nacidos sin los nutrientes de la miel, para que no vomiten sobre la tierra torturas y sufrimientos.

Queda, entonces, pues, la rueda del destino girando, haciendo cumplir los designios inalterables del tiempo, sin importar que concurran existencias que pretendan poner obstáculos a las fuerzas que traen los amplios círculos donde se apoya el futuro, que se convierten en raudales de lava encandecidas para cubrir de espanto –sino reaccionan ante la máxima de que “El criterio de la verdad y de la justicia es el que guía las protestas”, a los Tribunos, Magistrados, Ministros y Mandatarios que no hacen su retirada a tiempo del juicio de la Historia, para que puedan cantar como Walt Whitman:

¿Ha sido la humanidad cruel o celosa para con vosotros, hermanas y hermanos míos?

Lo siento, no ha sido cruel ni celosa para conmigo; / Ha sido buena, no tengo motivos de queja

(¿Qué utilidad habría de quejarme?).

 

Soy el apogeo de las cosas logradas y contengo las cosas que serán.

Mis pies se asientan sobre el peldaño más alto de la escalera.

En cada peldaño hay racimos de épocas, y racimos mayores entre un peldaño y otro,

Manuel de Jesús Galván. Fotografía de Julio Pou. AGN

Todos los inferiores han sido ya recorridos y, no obstante, asciendo y asciendo.

 

Asciendo, y detrás de mí se inclinan los fantasmas,

Veo, allá lejos, la primigenia Nada enorme, sé que estuve en ella,

Esperé siempre invisible, y me dormí en la niebla letárgica,

Y no tuve prisa, y no recibí daño del fétido carbono. [8]

 

NOTAS

[1] Babette Deutsch, Walt Whitman, Arquitecto de América. (Plaza & Janes, S. A.: Buenos Aires, 1965): 209. [Traducción de Manuel Barbera. Traducción de los poemas de Francisco Alexander. Ilustrado por Rafaello Busoni].

[2]Bernardo Pichardo. Reliquias Históricas de La Española. 3ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982): 42

[3]Babette Deutsch, Walt Whitman, Arquitecto de América [Fragmento de “Canto a las ocupaciones”]: 245.

[4] Ibídem (Fragmento de “Canto del Camino Real”): 259.

[5] Ibídem (Fragmento de “Canto a las ocupaciones”): 241.

[6] Ibídem (Fragmento de “Canto a las ocupaciones”): 245.

[7] Manuel de J. Galván (1834-1910), Enriquillo. (Santo Domingo: Imprenta Hermanos García, 1882):53. [Prólogo de José Joaquín Pérez), Capítulo “El Convento” XXI]. Edición canónica propiedad de la autora de este artículo.

[8] Babette Deutsch, Walt Whitman, Arquitecto de América. (Fragmento de “Canto a mí mismo”): 234.

 

FOTOGRAFÍAS

  1. Iglesia de Santa Bárbara. Fotografía de Luis Mañón, circa 1947. Colección: Archivo General de la Nación (AGN).
  2. Ruinas de San Francisco. Vistas desde la calle del Estudio (Hostos). Santo Domingo, Bureau of the American Republic, Bulletin No. 52. Washington, 1892. Reproducido de: Emilio Rodríguez Demorizi. Lugares y monumentos históricos de Santo Domingo (Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Geografía, Vol. XV, Editora Taller, 1890): 244.
  3. Iglesia y Convento de San Francisco. Santo Domingo. Ruinas. Fotografía de J. Pou, 1890. Ibídem, p. 65.
  4. San Francisco. Ruinas. Fotografía de J. Pou, 1890. Ibídem, 65.
  5. San Francisco. Celdas. Fotografía de J. Pou, 1890. Ibídem, 66.
  6. San Francisco. Fotografía de J. Pou, 1890. Ibídem, 66.
  7. San Francisco. 1916. Ibídem, 67.
  8. Manuel de Jesús Galván. Fotografía de Julio Pou. AGN
  9. Portada de Enriquillo de Manuel de Jesús Galván. Colección UNESCO. Traducción al francés de Marcelle Auclair. (Paris, Nogal, 1952). Edición canónica propiedad de la autora de este artículo.