No tenemos poder, no estamos en el gobierno,

 no tenemos multinacionales, no dominamos las finanzas especulativas.

 No tenemos nada de eso.

¿Qué es lo que tenemos entonces para oponernos? Nada más que la conciencia.

(José Saramago, 1999).

Ronny Ramírez/Especial para Acento.com.do/ramirezpichardo@gmail.com

La piel del beso

Con la frase “El observador es lo observado”, Jiddu Krishnamurti planteaba a Occidente una concepción de la consciencia que desafiaba las nociones agresivas de individualidad y progreso que venía gestando el neoliberalismo a finales del siglo XX. Es decir, con esto decía que las formas de violencia, explotación y decadencia manifestadas en la sociedad venían de una misma psique atormentada. Pues, según sugería el filósofo, la lógica del beneficio y el culto a la privatización no solo han repercutido externamente en las políticas y la cultura de los seres humanos, sino también en la forma de concebir el mundo y la vida. Asimismo, el catedrático español Enrique Díez ha precisado que el pensamiento neoliberal ha promovido la reivindicación y exaltación del “yo”, de la superación personal y el triunfo individual para desviar el enfoque crítico de las condiciones de explotación y alineamiento del entorno económico y social que ha suscitado dicho sistema. En este panorama, el nuevo orden global, como diría Noam Chomsky, ha orquestado la concepción de un ser humano que vale en función de su rendimiento y productividad. Lo cual ha tenido profundas repercusiones en la conciencia, en esa psique que Krishnamurti ponía en cuestionamiento. El presente análisis pretende explorar esa mente condicionada, a fin de concretizar nociones que podrían resultar demasiado abstractas para un entendimiento cabal.  Pues, entender o aproximarse al entendimiento de la naturaleza de esta consciencia constituye, a juicio de quien les escribe, un primer paso para romper estos paradigmas que, según entiendo, degradan la calidad humana. Para ello, he recurrido a la poesía, particularmente al poema “Tarde con ángel” de Orlando Muñoz (1972), recogido primero en el libro Santo Domingo, año cero y en curso… (2009) y posteriormente en La piel del beso (2013). Poema que arranca y se desarrolla de forma peculiar, precisamente por la configuración de su personaje:

sales a buscar el amor

y el amor

se hace imposible por las calles

tal vez sudas la tarde y la esperanza

soñando un rostro

donde descansar las horas tristes

pues a ti también te duele la soledad

en todo el cuerpo

y el alma te tose sus anemias

Me parece que el uso de la segunda persona es un acierto importante en el planteamiento del poema. Como en Aura de Carlos Fuentes, de quien probablemente el poeta haya tenido alguna influencia, la voz que enuncia en el poema podría dirigirse, en realidad, al lector. A ti, quien interiorizas esto ahora, quien eres esclavo de tus hábitos, quien eres presa recurrente de cierto automatismo y despersonalización en el ámbito del día. Orlando Muñoz llevaría al extremo esta condición mecánica del ser humano y propondría, desde el principio, una conciencia desdoblada, un yo poético disociado. Como si retomara, en última instancia, la tesis de Robert Louis Stevenson y confirmara que el hombre no es uno, sino dos. De cualquier modo, la presentación de este personaje pasivo y fragmentado en segunda persona hace patente una noción de ser humano que el poeta busca generalizar. El ser humano que busca, más allá de sí mismo, algo que cubra sus carencias existenciales. La tendencia a esperar en otro el sosiego de “las horas tristes”. La insuficiencia espiritual de hacer frente a los martirios del ser. El poeta contempla y sigue perfilando con martillo y cincel:

pero te dices que el amor paga sus penas

y ciertamente vale lo que pesa

por eso

te acomodas

                     la carga

                                  del tedio

                                                en la espalda

por eso

            lames la piel de un caramelo

                                          y silbas luego una canción

Resulta natural que nuestro personaje racionalice el amor. Dicho concepto pierde su carácter sublime, queda desprovisto de toda idealización y es delimitado a ser medio para un fin. El amor es paliativo; ensalmo. Pero el poeta hace hincapié en el proceso interno del personaje a través de la versificación. Esboza un caligrama a modo de escalones descendentes, que puede interpretarse como trecho de resignación, quizá la tendencia humana de “caer en lo mismo” y en última instancia, el impulso, el desliz o la susceptibilidad de la desesperanza. Dicha imagen se presenta, a la luz de este punto de vista, en clara contraposición con la viñeta de la escalera ascendente que representa el éxito individual o superación personal difundida por el neoliberalismo. Es interesante que, a partir de este punto, el poema retome eventualmente el dibujo de las escaleras descendentes a lo largo de su desarrollo, y los versos desemboquen inconsistentes, distorsionados, pero rescatando cierta secuencia a medida que toca distintas instancias de la vida y los grupos sociales. Algo que abordaremos con amplitud más adelante. Por el momento, vemos que el amor no trasciende en el pensamiento de quien enuncia y padece:

…y esperas

hasta que llega un ángel y saluda

y te imaginas

                   que así ha de ser el amor

                                  un día cualquiera…

Orlando Muñoz, poeta dominicano horizontal

 

El ritual se ha consumado. Como era de esperarse, el personaje apenas reacciona, dejando entrever un corazón anestesiado frente a eventos excepcionales. ¿Qué tan saturado debe estar un ser humano para dejar de sorprenderse por cuanto golpea y brilla? ¿Será que este ritual funciona como purgante mental? ¿Será un mero escape de los condicionamientos sociales? ¿Una pastilla rosa, quizá? La aparición del ángel representa, sin embargo, un punto de transición, así como lo representó para el reverendo Wilfred Bohun en el “Martillo de Dios”. El cura, acosado por tormentos internos, se había postrado ante la figura de un ángel en busca de purificación. Pero para quienes han leído el cuento, saben que ese lapsus de tiempo dio lugar a un desdoblamiento que guardaría un terrible secreto (Chesterton, 1996: 189). A diferencia del cuento del escritor británico, Orlando Muñoz no reviste de intriga cuanto dice y más bien, irrumpe a secas:

entonces

                sueñas

                que vas del brazo

                de un ser alado

                por el mundo

y la calle el conde es un enjambre

de lobos y sombras…

Cabe destacar la elección del ángel para transmutar el concepto del amor, que deja de ser personal, etéreo, y hasta light y se plantea como un medio de clarividencia. Es decir, la figura del ángel se propone como intermediario de consciencia social. Podemos encontrar una concepción similar en la Biblia, específicamente en el evangelio de Lucas, cuando Jesús se retira al Monte de los Olivos para orar, antes de ser entregado por Judas. Aparece un ángel para animarlo y el mesías entra en lo que parece una dolorosa revelación, pues ora más intensamente y suda sangre (Lucas 22: 43-44). Efectivamente, no solo debió concebir los horrores que le aguardaban, sino que sopesó el pecado del mundo, y se prendía de la palabra del Espíritu Santo. El ángel que potencia el punto de vista e irrumpe –valga el sacrilegio– con el efecto de un hongo psicodélico en una mente cuadriculada. El ser humano concreto deja de ser el foco de introspección y se plantea una lectura de la humanidad, y más específicamente, de lo urbano.

pero santo domingo sigue siendo un carnaval de vanidades

y el mundo un teatro donde el viento exhibe sus máscaras

sus miserias

¿Acaso nuestro personaje esperaba algo del amor que suscitara algún nivel de trascendencia? ¿Alguna gota que calmara la sed de lozanía de una urbe desgastada por sus excesos? La ciudad en minúscula, impropia, corriente, prostituida, degradada, deja de ser espacio y asciende a la condición de personaje.

La zona colonial, concebida tantas veces como claustro de soñadores y almas contrariadas, expone las magulladuras de sus calles explotadas. La magia del laberinto romántico que desafía los artificios del tiempo, aureolada de misterio y bohemia, se rompe como una burbuja. Desengaño que la ciudad colonial evidencia en su clima actual de abandono y desmitificación, en una decadencia que nada tiene que ver con el arte o el malditismo. En cambio, se siente sucia y banal, asfixiada por una mercadería efervescente, por souvenirs y buhoneros que plagan su mística y su espíritu de confidencia. Algo parecido vivió Gustavo Aschenbach en Muerte en Venecia, cuando viajaba en góndola por los canales venecianos y el gondolero no hacía más que instarle a comprar baratijas: “Si era, pues, verdad que la fantástica travesía por las lagunas de Venecia comenzaba a ejercer su encanto sobre él, aquel espíritu de mendicidad de reina caída, bastaba para romperlo” (Mann, 1984:68). Pues, el espíritu neoliberal ha tergiversado la ilusión del alma errante y soñadora que yacía à la belle étoile, en espera de amores y grandes aventuras. El trabajo de Orlando Muñoz, por su parte, arremete contra ese capitalismo salvaje, contra aquello que monetiza los sueños; y el poeta llora, entre líneas, por una atmósfera viciada de nostalgia, de algo hermoso que sobrevive por caridad.

Por otro lado, es importante que nos fijemos en lo bien que funciona la metáfora del mundo como un teatro en el contexto del poema: Un escenario donde una persona es conducida por un guion manoseado, que, tras “saborear” algo presuntamente divino entre tonos grises, levanta su cabeza para confirmar que no está solo y su acto no es en primer plano, sino un drama general, cambiando un poco la famosa frase de Chaplin. La ciudad se desviste despacio, sin pudor, y el poeta toma al vuelo su perfil trágico y desnudo:

adolescentes

                turbios

                 retorciéndose debajo del traje negro

lánguidos

                 viejecitos

                  que esperan la muerte

                                          dando maíz a las palomas

camareros

                urbanamente

                 cansados

niños

           callejeros

           que envejecen entre brocha y betún…

Como habíamos mencionado, el poeta retoma el dibujo de los escalones descendentes en los versos para presentar distintos grupos sociales. Pero también, a juicio de quien les escribe, es un intento de conciliar el personaje de la ciudad con la voz enunciante y fragmentada. Y en ese sentido, el poeta interpreta la radiografía de la urbe como un reflejo del yo poético. La zona colonial es expuesta como una hipérbole de la condición trastornada del ser humano. Y Orlando Muñoz, en vez de avanzar en el interior de su personaje disociado, recorre las calles y extiende la vista en torno para dar con un denominador común. En otras palabras, la ciudad es el hombre y su caos es puramente humano. Y resulta interesante que el poema propicie un ejercicio constante de soledad, separando el drama particular de los grupos sociales y al mismo tiempo, suscite que compartan un mismo clima melancólico y decadente: Están los jóvenes que esconden sus inseguridades bajo una fachada de desenfreno y rebeldía, los ancianos que vegetan a la sombra de las aves (o acaso alimentan a las palomas buscando una en especial: a la metáfora del Espíritu Santo), trabajadores desgastados por el ansia frenética de los relojes (y aquí la fusión del adverbio “urbanamente” con el adjetivo “cansados” recoge la quintaesencia de nuestro análisis), los limpiabotas que pierden la concepción del tiempo y de la vida en pos de obtener el pan diario.

Los grupos sociales descritos anteriormente ponen de manifiesto otra característica menos evidente del neoliberalismo: La exclusión. Como hemos señalado, el sistema neoliberal juzga útil a un ser humano de acuerdo a su productividad, y dado que estos grupos no están a la altura de sus preceptos, son discriminados y aislados. Las escaleras descendentes podrían indicar, a propósito de esto, los niveles de marginación de dichos grupos con relación a la corriente hegemónica neoliberal, y me parece curioso que el poema subraye asimismo los niveles de degradación humana que ha resultado de dicha discriminación.  De su lado, nuestro personaje fragmentado, de la mano del ángel, se encamina hacia el final de su viaje y redescubrimiento, y termina de perforar el velo romántico de la zona colonial y sus estereotipos:

solteros

            sin suerte

intelectuales

            sin ideas

artistas

            sin obras

y prostitutas en busca del italiano perdido…

Vale abrir un paréntesis en este punto para señalar, como dato curioso, que el poeta agregó unos versos en este punto en la versión del poema en La piel del beso. Releyéndolos a la luz de este análisis, los versos no podrían resultar más reveladores: Predicadores/sin rebaño/ni panes/ ni peces/ni fe. En el marco distópico de Orlando Muñoz, se desmienten los artificios de la religión y su efecto en el hombre. El precio de la fe se desploma como el petróleo y nadie se dispone a ensuciarse las manos. Es un mundo que desfallece, no por la gravedad de sus heridas, sino por la sima de su indiferencia.

Por otro lado, el poeta no deja de poner en tela de juicio los supuestos encantos de la primera ciudad de América. ¿Acaso aquello que da color a sus calles es producto –y no fruto- de talentos reciclados y mendicantes? ¿Acaso nos dejamos seducir por fantasmagorías de segunda mano? ¿Acaso el rastro de alcohol y humo que dejan los amantes contrariados no trasciende las trampas de la ficción? Como fuere, la ciudad colonial presentada por Orlando Muñoz carece de los matices genuinos que ostenta, y se perfila distante, más vintage que añeja:

así te muestra sus llagas la ciudad

y tú

               como todos

                                 sigues buscando el amor por la tarde

                 y en los ojos de un ángel alguna ilusión

                  y la tarde se te hace triste y hermosa

                   y en un suspiro se muere otra vez

                                                                              en el parque colón

Aquí el poeta nos aterriza el personaje fragmentado y constata su relación con la ciudad. Pero también, y esto me resulta fundamental dentro de la definición de ser humano que venimos esbozando, nos revela que, tras el clímax “y la tarde se te hace triste y hermosa”, el personaje no ha cambiado. Y no solo eso, sino que lo ha vivido antes “y en un suspiro se muere otra vez / en el parque colón”. Ha padecido las “llagas” ardientes de la urbe sin repercusión, y ha percibido su hedor sin desgarrarse. El amor vuelve a su condición paliativa y se disipa como agua sobre los adoquines calientes. No ha bastado la luz sobre el caos.  El individuo no trasciende sus engranajes y sucumbe a la más absoluta resignación.

Orlando Muñoz concibe el escenario como un callejón sin salida. Ciertamente, las condiciones de desigualdad que ha propiciado el auge y desarrollo del neoliberalismo han dejado profundas secuelas psicológicas y sociales en el mundo. Mientras una minoría muy poderosa amontona cantidades inimaginables de recursos, una inmensa mayoría es domesticada para mantener y aumentar esas riquezas. Mientras tanto, otros millones de personas que nacen y crecen descalificadas por la susodicha corriente dominante, son sistemáticamente discriminadas y excluidas de oportunidades de desarrollo social y por tanto sobreviven con una menor calidad de vida. Por ello considero como trabajo del arte el evidenciar y denunciar estas prácticas que atentan contra la condición humana. Y es un hecho que existen iniciativas prometedoras, aunque pareciera que la humanidad siempre mirara hacia otro lado. Krishnamurti decía que resultaba sorprendente que a pesar de que se ha hablado y escrito tanto sobre estos condicionamientos sociales, el ser humano no terminaba de despertar. ¿Acaso está tan guarecido en su interior y en la impronta de sus soledades, que prescinde del dolor y la catástrofe global para seguir el rollo de su monólogo interminable? Por mi parte, sigo confiando en que habrá un impacto más contundente que pueda romper los engranajes. Una disposición, quizá, en algún momento, de explorar lo que podemos trascender como humanidad. El tiempo no apela a sermones, pero da espacio para aprender.