LA VOLUNTAD ARTÍSTICA PRIMITIVA

Hace más de un siglo, en 1919, en la Europa de postguerra se discutía con amplitud sobre los horizontes de ideas que puede abrir el arte al ser humano; se planteaba la interrogante de si existía una vivencia legítima entre el creador y su manera de indagar sobre un mundo orgánico que aparenta estar desordenado en su consciencia cuando afluyen a él momentos de estremecimientos, iluminación y/o complejas esencias en el extravío de lo ilusorio. Se confrontaban doctrinas de estéticas y múltiples interpretaciones sobre lo que se aprende de ese estado de temblor ante el cual el individuo se deja llevar por su subjetividad, y ese “accidente” inexplicable de dar a su ser-en-el-mundo una manara propia, una esencia ontológica donde quede al desnudo su emancipación de la razón, acaso, para que su obra estuviera revestida de una dignidad metafísica.

Se investigaba, además, luego de conocerse los estudios de Heinrich Wölfflin sobre la evolución del estilo en el arte moderno en occidente, sobre el “estado de naturaleza” de los pueblos primitivos y, sus orígenes, para irradiar una posible solución “naturalista” a ese gran problema de explicar cómo desarrolló el hombre (el ser) su fuerza creadora en un ambiente primitivo, y cómo se fijaron en su imaginario lo que acontecía a su alrededor.

Iris Pérez  Romero durante el performance Correspondencia Atlántica. 2014 Foto Héctor Suriel.
Iris Pérez Romero durante el performance Correspondencia Atlántica. 2014 Foto Héctor Suriel.

No obstante, los alucinados eruditos de la fenomenología estética no dejaron de mirar hacia las cavernas paleolíticas donde abundan los “motivos”, los trazos de esa existencia en un espacio que se abría a la intuición del salvaje, porque allí se configuraba la naturaleza pura de ese “empírico” creador que con sus atributos espirituales inmanentes asignaría a su mirada y a sus manos un paradigma que se corporeizaría. Yuxtapuestas estas opiniones, había que entender cómo el arte transfigura a la “realidad”, y por qué la estética venía a indagar en lo anímico del ser que en un mundo de sosiego, excitación, de pétreo ambiente, merced a la materia de la tierra dejaba brotar de su-yo exaltado la expresión de dos planos del alma humana: el alma apolínea y el alma fáustica. Desde ese instante, la voluntad artística primitiva empieza a “experimentar”; los colores de los pistilos de las flores silvestres serían sus auxiliadores para su espontaneidad y, el barro, el recuerdo de su servidumbre. La gracia desde entonces descendería sobre los seres como atributo para que la imagen derivara de la quema del fuego, de la gota del agua, de lo vivo, de la representación áulica, del espantoso horror de la bestia, del ciervo elegido para invocar sus dientes, para describir el peligro inminente. La voluntad artística primitiva se dejaba frecuentar; rasgaba a las rocas, desposaba al alba y a la curiosidad. Las divinidades deseaban que el ser tuviera la voluntad terrenal de pintarse mirando el azul puro del cielo, como una figura vaga y con el sentir de la fantasía como ropaje.

Los árboles que miraban estas apariciones del alma-del-ser, apoderándose del asombro, atestiguaron los que sus “hermanos del espíritu libre” (turlupins) hacían habitual fiesta. Los labios de las frondosas vegetaciones se entregaron al peregrinar del ser por la naturaleza; la sabia de los troncos estaban ávidos de placeres; sus cortezas eran de piel escrita; se consagraban para que se orara de rodillas cuando lo lúgubre visitaba al bosque. Entonces todos los porqués extrañamente tendrían un rostro y, un soplo otorgó la bendición a los seres para entremezclarse y cantar, y derrotar a la liviandad.

Obra de Iris Pérez Romero. Técnica Acrílica, sobre tela. Título Naturaleza viva de la serie Energía Humana. Año 2014. Formato 48 x 48.
Obra de Iris Pérez Romero. Técnica Acrílica, sobre tela. Título Naturaleza viva de la serie Energía Humana. Año 2014. Formato 48 x 48.

Las doctrinas estéticas de las primeras dos décadas del siglo XX tuvieron como antorcha el resplandor de esos pensamientos; se abrazaron al ser de carne y hueso, y de manera diáfana percibieron que había que buscar con hondura en lo que permanece de la naturaleza-pura en el arte. Y así, mirando en las líneas de fuerzas del ser,  una idea se apodera de los incitados espíritus indagadores y se fundamenta la valoración del arte a partir de una estética orgánica. Los “ojos” de los poetas, de los filósofos y de los románticos escrutaron sobre la “vida anímica” y las fuerzas que estallaban de la tierra, dando origen a la pregunta de si ¿Era el paciente imitador un creador? Moritz Geiger, compartiendo en cierta forma, el parecer de Meumann (Ernest) y Utitz (Emil), responde: “Una actividad sólo puede declararse artística allí donde comienza la configuración o donde se introduce al menos la voluntad de la configuración” [1]

IRIS PÉREZ ROMERO Y EL RENACIMIENTO DEL MISTERIO DE UNA VOLUNTAD

En 1957 en Francia se publicó un “Extrait de la Revue des Arts” No. 6, de la “Chefs-D´Oeuvre Romans des Musées de Province” [2]. El catálogo tenía en su contenido dos secciones “Esculturas” (sculptores) y “Objetos de arte” (objets d´art) pertenecientes a la época romana. Las piezas realizadas en metal contenían la expresión del pensamiento romano; algunas databan de 1077 y 1081; era atrayente de esta exposición que citamos las técnicas decorativas desarrolladas por los orfebres; algunas piezas provenían del status-reliquaires de la Catedral de Viena, otras de los tesoros de la estatuaria sacra, de monumentos y colecciones conservadas como representación del valor de la inspiración; algunas eran frontispicio o portales de antiguas catedrales, en fin, consagraban un período del arte de la humanidad, pero en especial –desde nuestro punto de vista- el renacimiento (“renaissance”) del misterio de una voluntad.

Cada pieza que hemos conocido a través de ese catálogo o extracto de la revista, traza la biografía espiritual y desconocida de su creador, la trascendencia de su ingenio, la metafísica de su evolución, el contenido anímico de su danza interior, sus conocimientos de la configuración del arte, un destino que mostrar, lo que escucha, axiomas que no juzga, y el alimento de la “admisibilidad” de lo que se cree visible en la naturaleza.

Las esculturas y los objetos de arte romanos hace que nos abandonemos a la idea de que, todo fenómeno estético es la suma de las facultades cognoscitivas del creador, de lo ineludible que nos sofoca hasta el fin -con una pródiga enseñanza espiritual- entre los mástiles que trae la angustia de orar cuando el dolor se hace tiempo insondable, y acudimos a las alegorías sublimizadas del legislador del universo buscando la compasión, elevar la emoción hasta hacerla elegía, prisión, tribulación y sosegada visión de que lo lúgubre se aparta de nosotros cuando celebramos la existencia del ser encarnado.

¿Por qué nos aislamos de la naturaleza y no obramos conforme al destino primigenio del ser de hacer de la existencia una vida cumbre como el vuelo supremo de las aves en los bosques? ¿Por qué no aprendemos a mirar hacia el punto del planeta donde convergen el absoluto y el canto penetrante de la energía que trae la vida del espacio terrenal?

Fundar una estética distinta para el re-conocimiento de la contemplación-inmediata como símbolo que se plasma y traza en las líneas donde confluyen las afirmaciones y negaciones de lo que somos, naturaleza-de-barro, simuladores de árboles (como objeto) y de la tierra (como polvo), sólo puede ser obra de los iniciados.

Iris Pérez Romero (Santo Domingo, 1967) cincuenta y ocho años después de lo que he llamado el renacimiento (“renaissance”) del misterio de una voluntad, dándole expresión de luz al ser, documenta, justamente, lo que tornase difícil de conocer, de revelar en todas las culturas pasadas, y que los versos de poetas como Schiller o Goethe trasladan al signo metafísico, y que en nosotros se hace armisticio, policromía, sentidos divergentes, retrato vivo de luchas y tensiones espirituales, para hacernos prisioneros y huéspedes sin indulgencias de una representación flameante, re-descubierta en la exteriorización de ese dejar-hacer a la vida una sombra pasajera.

Obra de Iris Pérez Romero. Corazón iluminado. De la serie corazón iluminado. Año  2014.
Obra de Iris Pérez Romero. Corazón iluminado. De la serie corazón iluminado. Año 2014.

En la sede de la Embajada de Francia en la República Dominicana desde el pasado 18 de marzo,  Iris Pérez Romero hace del espacio de esta vieja y legendaria casa de piedra, el santuario de su “Energía Vital”; una exposición que no cede ni un ápice al sueño ni a los excesos ni a la decadencia del arte. La museografía de la muestra es de una solemnidad que provoca alientos de liturgia; se admiran piezas de seres llegados desde las praderas, desde el bosque, desde los árboles, desde la roca misma, desde el fuego, y de la lluvia. Obras de ornamentación plástica –dirán algunos canónicos-, cerámicas –dirán oficialmente otros-; pero no: ni lo uno ni lo otro. “Energía Vital” es una espléndida, única e irrepetible, muestra de ceremonias y misterios, donde el elemento cósmico de la energía se hace sacramental, terracotas, relieves escultóricos cocidos al horno, driadas primitivas debajo de los árboles de encina o melíades provenientes de los bosquecillos de fresnos.

El pensador germano Moritz Geiger en sus estudios monográficos críticos “Estética. Los problemas de la estética. La estética fenomenológica”, que aparecieron publicados el primero en 1925, y, posteriormente, en 1928, resume como traído por un oráculo para que se comprenda a plenitud la vida artística de Iris Pérez Romero, y el significado de esta muestra denominada por su creadora “Energía Vital”, para que no nos dejemos abrumar por ideas simples y limitadas ni entremeses de palabras.

La doctrina de Geiger sobre la obra de arte se resume en este párrafo: “La creación artística no es una fabricación, comparable a la de un traje, una mesa o una máquina. Es resultado de las fuerzas metafísicas más profundas […]. La obra de arte es un trozo de la primaria energía vital, que se ha objetivado; en ella aparece la vida misma como potencia creadora. Y por eso la obra de arte no ha de valorarse desde el punto de vista del que la goza, del espectador, que sólo tiene ante los ojos el resultado final, alejado ya del proceso de creación (por más que en la obra se traduzca el proceso mismo, como que de él ha nacido). El arte es irradiación del genio, obra del espíritu creador, conquista de las fuerzas vitales. Y en esto radica su grandeza”. [3]

Santo Domingo, 3 de abril de 2015. Viernes Santo.

 

NOTAS

[1] Geiger, Moritz “Estética. Los problemas de la estética. La estética fenomenológica” (Buenos Aires: Editorial Argos, 1946): 97.   [Traducción al español de Raimundo Lida].

[2]“Extrait de la Revue des Arts” No. 6, de la “Chefs-D´Oeuvre Romans des Musées de Province”. (Imprimerie Tournom et Cie., 20, Rue Delambre, Paris 14e.): 11-12.

[3] Geiger, Moritz. Ibidem, 46-47.