El ojo del arúspice, obra fundacional de la poesía dominicana de las décadas finales del pasado siglo aparece en un momento histórico premonitorio donde país, literatura y el pensar mismo están asomados en el introito de la posmodernidad. La media isla, apenas recuperada tras 20 años de vértigos políticos hervía entre acuerdos FMI y una galopante inflación; la Union Carbide y el isocianato de metilo asesinaban miles en la India; recién se descubría el bicho culpable del VIH, y aunque la primera página web estaba por nacer, el Internet iniciaba la desacralización del pudor. La imagen, empujada por las hiperverdades de la tecnología de comunicación de masas adquiere vestimenta pornográfica en la que ideología es desplazada por apariencia, utopía por inmediatez y Borges, consciente de la finitud, se aferra más que nunca a la idea heracliteana que hace del fluir del tiempo un rio. Mientras tanto, el joven José Mármol se preguntaba en este libro “¿Hacia dónde van los hacia dóndes de mi jardín de furias y de penas?”, es decir, ¿hacia dónde nos llevará ese rio que indefectiblemente arrastra vida hacia la muerte?
Como expresión vivencial del acontecer atribulado y el de su propio existir, este poeta presagia. Sacerdote curioso, ve indicios mientras en ejercicio nerudiano se detiene en la nada “sin ver ni morir”. Desde allí otea paisajes de la realidad cotidiana invitándonos a sacudir su aparente certeza, a crear formas del tiempo que en la dimensión del universo poético conformen estaciones del andar: …de olvidar vienen los hombres porque de conocer se van como las bestias. El existir está entonces en la palabra, todas las cosas están en la palabra de Mármol: Dios, el mar, Nietzsche, el amor-cuerpo, la pasión de buscar para nada hallar, los sueños, Sísifo sucumbiendo bajo el peso de la piedra…y Cavafy, desnudo, mostrándonos sus muslos.
En la travesía de este libro la angustia existencial, como un trapecio, “se cuelga de las manecillas de las horas buscando trascendencia con la muerte”. Mármol ejercita así la propia conciencia de sí mismo desnudándose ante a la muerte. Muerte ignorada desde donde siempre provenimos, dice el autor, la que Huizinga lamenta “como danza que arrebata a los hombres de toda edad y condición” y que en la contemporaneidad es tabú. La muerte vedada de Ariès ocultada infructuosamente por el hombre moderno.
¿Mira, ve o pregunta el poeta? Cuestionar lo atrapado a través de los sentidos, indudable tarea del creador, trasciende a lo que la mirada arroja para penetrar a ese otro espacio hogar de la verdad: al texto. Lecho donde sucumbe la palabra depositada por la mano obediente al ojo, esa ventana al alma, metonimia fundamental, medio de percepción sensorial esencial para el desarrollo de la cognición humana. Nuestro sistema conceptual (y por ende, el mental) está construido tanto a través del ejercicio corporal (visión, movimiento) como en la propia experiencia socio- ambiental que brindan la cotidianidad y el otro. Las cosas que no vemos la reconstruimos gracias a la memoria y al hiperdesarrollo de los demás sentidos, tal como lo sucedido al no vidente. El ojo, en suma, es un órgano para ser (nos) y Mármol lo revela a través del suyo, de su ojo desde donde salen las cosas a existir y a donde regresan hechas poemas.
Han transcurrido 30 años desde la publicación de El ojo del arúspice y su relectura podría plantear dos desafíos: su contextualización en el devenir filosófico, social y poético contemporáneo, y lo que a mi juicio constituiría una propuesta fútil: el disecar su contenido en búsqueda de augurios y pronósticos implícitos en lo que en aquella época constituyó una propuesta literaria paradigmática dentro del pensar y letras dominicanas. La interrogante de los hacia dóndes previamente mencionada destruye, felizmente, toda pretensión de carácter profético asignada a su contenido. No le competen a la poesía ni la persecución de respuestas ni la elaboración de corpus epistemológico alguno; ella apenas es capaz de leer una verdad: la del hecho poético mismo significante de la realidad o su imaginario.
Contextualicemos, pues, algunas de las pistas contenidas en esta obra: Hemos establecido cómo la visión y la pupila abierta permitieron al autor dibujar, en una suerte de espejo doble, los vericuetos de sus propias entrañas; sus vacilaciones y sacudidas al mismo tiempo que plasmaba el universo exterior que le contenía, y en él, las circunstancias de aquél 1984 huérfano de Google y Facebook. Hablamos de épocas donde aún éramos capaces de abrir y cerrar los ojos a nuestro antojo, donde los sentidos parecían tener control de su ejercicio y en donde vivíamos la inocencia del asombro. Hoy, como anota el articulista Guillermo Rodríguez Alonso, el párpado representa la última frontera divisoria entre el ser nosotros mismos y el no ser lo que vemos. Se nos induce a “no mirar” como resultado del incesante bombardeo de visiones construidas para todo comprador o todo gusto: somos testigos virtuales de suicidios, asesinatos y masacres live en cada uno de los oráculos electrónicos que se han hecho parte de nuestro existir. ¡Nunca antes vio el ojo humano tantas imágenes! Tanto pixel mentiroso robando imaginación.
En el ensayo “Teatro dentro de la vida” Magritte establecía que su pintura representaba un escenario en el que se abolían las leyes naturales del tiempo y del espacio; quizás por tal razón fue capaz de contemplar, como la poesía, el discurrir del pensamiento a través de los ojos y plasmar en el lienzo lo obtenido desde las cosas y los otros. Con ello empujó el observador a modificar su percepción de la realidad haciéndose consciente del entorno, entendiendo al ojo como instrumento mentiroso que a veces construye paisajes puramente ilusionistas, ergo, su magnífico óleo El espejo falso. En él, Magritte muestra una ventana al exterior desde un gran ojo avizor de nubes que aparece bajo un intenso cielo azul; mas el perímetro del cuadro sugiere que el paisaje está reflejado en el ojo mismo de forma que la imagen es también una puerta al interior. Una alegoría que invita a “mirar” en ambas direcciones y cuestionar la certeza de lo aparente. Justamente lo dicho por el Mármol pintor de la metáfora poética en sistema referido a Van Gogh: “…tengo un trípode que inventa contrastes en la tela”.
El acto de ver continúa siendo el más contundente ejercicio de la sensibilidad humana. Así lo establece Magritte en Manifestes et autres écrits: “…no es necesario temer a la luz del sol bajo el pretexto de que casi siempre ha servido para iluminar un mundo miserable. Porque bajo trazos nuevos y encantadores las sirenas, las puertas, los fantasmas, los dioses, los árboles, todos esos objetos del espíritu serán restituidos a la vida interna de las luces vivas en el aislamiento del universo mental”. La pupila, pues, es todavía “la erección del ojo”, y El ojo del arúspice lo confirma.