“Querida Ruth: Llegué anoche a Miami. Estoy como tú, no duermo. Debe ser el cansancio. Pero en fin… ha valido la pena, porque todo fue un éxito; pero lo mejor fue conocerles de cerca, y a esta edad poder parir un hermoso hijo como Jochy. Muchas gracias por abrirnos su corazón. Besos a mi Eugenio. Y tú, recibes un fuerte abrazo. Hablamos luego”.  CECILIA GARCÍA. Noviembre 6, 2015.

Ruth Ostreicher, la madre de José Ricardo (Jochy) Gil Ostreicher, me comentó en una amena conversación en la tarde del sábado pasado que él: “Hace las cosas para hacerte feliz. Es tan  extraordinaria esa capacidad que tiene de amar, de una manera desinteresada, tan espontánea. ¡Es increíble cómo ese muchacho ama! Nunca demanda hacer una cosa; él te sugiere. ¡Es un ángel!”.

Jochy nació un 16 de septiembre. Llegaba a ver la luz del mundo trayendo consigo una manera distinta de ser. Entraba al umbral de este “complicado” espacio existencial que dejas sus huellas convencionalmente a través de la cronología del tiempo, y, donde todos, o lo más, podemos no comprender el valorar de las virtudes de los otros; porque lo primero que se “juzga” al nacer es la apariencia, no las circunstancias en medio de las cuales se moldeará el carácter de cada uno para aprender que cada día trae un soplo de aire a los pulmones para concelebrar la costumbre de vivir, y las incógnitas que se entretejen en las horas y que se refractarán en los signos de la nada.

José Ricardo (Jochy) Gil Ostreicher. En sus primeros años

Jochy llegaba abrazado como todos los infantes a una estela de besos humedecidos por las nubes, que se hacen visibles como oraciones de bienaventuranzas.

Esto que digo de Jochy se pude asumir como un esbozo biográfico lírico sobre él; tal vez, es cierto,  pero es lo que siento, lo que me nace, lo que me sucede en torno a él, luego de verlo en el teatro en el pasado mes de octubre en la obra “Olivia y Eugenio”, en la representación de un adolescente con capacidades especiales.

Hace sólo dos años que Jochy -me expresó, su madre Ruth- aprendió a leer y a escribir. Su cotidianidad, además, transcurre realizando actividades extracurriculares didácticas (de música, baile y pintura), pero el niño-ángel de grandes destellos en la mirada y dotes de artista, de una fuerza y una dinámica vital para crear, necesitaba entrelazar su alma a otros conocimientos, porque lo permitiría subrayar con la agudeza sus impresiones sobre la humanidad, una humanidad que combate a la esperanza, que involuciona, que se hace mecánica, que es torpe, por estar encerrada en las trampas del nihilismo.

Su maestra Ramona Rodríguez Almont ha sido el hada que ofreció todo su empeño, en una ardua labor de enseñanza, para conducirlo por el reino de las letras. Ella también es una madre con una niña con capacidades especiales, amiga de Jochy.

Jochy al aprender a leer y a escribir, ya tenía un estímulo más para penetrar en el interior del pensamiento de los otros. Su madre Ruth, durante largos años, ha llevado a cabo la función, quizás, más suprema de la vida: no desmayar en sus esfuerzos para que su hijo con capacidades especiales, con síndrome de Down, tuviera los estímulos de aprendizaje para desarrollar su inteligencia y mostrar al mundo la grandeza de su interior, la pureza de su ser, y su voluntaria necesidad de dar amor.

Jochy recibió de sus abuelos maternos Hans Ostreicher y Elsa Fleischl un inmenso amor. Ambos eran emigrantes checos radicados en Austria, llegados a Santo Domingo desde Inglaterra en la década del 40, huyendo a la persecución de los judíos por Hitler.

José Ricardo (Jochy) en compañía de su abuelo materno Hans Ostreicher. 6 de enero, 1978.

Sus abuelos paternos Francisco Gil y Elena de Gil lo colmaron de mimos junto a su padre. Jochy, “Eugenio” en la obra de Herbert Morote, es para todos los que lo conocemos como dice su madre “Olivia” interpretada por Cecilia García: “¡Un ángel bueno! Es que ni al nacer has llorado, has sido feliz y nos has hecho felices desde que llegaste al mundo. […] eres por naturaleza el más honesto, el más bueno, el más alegre. Y como ángel que eres te gusta abrazar a todos”.

Y así, como un ángel bueno, el pasado 16 de septiembre, Jochy quiso celebrar su cumpleaños con Cecilia García y sus compañeros del equipo técnico y de producción de “Olivia y Eugenio”. Y ahora, nosotros, continuamos celebrando su debut triunfal en el teatro profesional, por lo cual deseo compartir con ustedes esta historia.

EL DEBUT DE JOSÉ RICARDO (JOCHY) GIL OSTREICHER EN EL TEATRO PROFESIONAL. En el pasado mes de octubre estuvo en la cartelera de la programación de la Sala Ravelo del Teatro Nacional, la obra “Olivia y Eugenio”, protagonizada por Cecilia García, y haciendo su debut profesional como co-protagonista José Ricardo (Jochy) Gil Ostreicher, en el rol de Eugenio.

Esta puesta en escena marca un hito en el teatro, lo cual se debe insistir en mencionar para conocimientos de todos, de la crítica especializada y de los autores que llevan a cabo el estudio documental de la historia del teatro en nuestro país. Es obligatorio decir que en el otoño del 2015 se consagró José Ricardo (Jochy) Gil Ostreicher como el primer actor dominicano con síndrome de Down que asume un libreto, una dramaturgia, bajo la dirección de Carlos Espinal, un director de prestigio internacional.

El éxito alcanzado en las funciones es verdaderamente apoteósico. El montaje de la obra llenó las expectativas, y lo digo con sinceridad. Abre un nuevo ciclo, se escribe una nueva página, se crea una nueva cultura, en la tradición teatral, que amerita una revisión de lo que ha sido el modelo de dramaturgia o de los temas que se han puesto en escena en nuestro país.

Tengo la inmensa suerte de tener un hijo que no cambia con los años. Jochy Gil y Cecilia García en Olivia y Eugenio.

El teatro dominicano hoy debe reverencia a Cecilia García, a Carlos Espinal y a José Ricardo (Jochy) Gil Ostreicher por su hazaña. Los tres han realizado un esfuerzo que el público espectador aclamó reiteradamente en las distintas funciones. Para la puesta en escena de esta obra de Herbert Morote, no se procuró a un actor que asumiera de manera ficticia tener síndrome de Down, sino que reivindicó que esa relación con el otro, de los otros y con los otros necesitaba exteriorizarse, darle identidad, no la identidad de un retrato que se quiere narrar suplantando la no-identidad, suplantando a quienes la mayoría asumen como personas no-normales.

La pasión de Cecilia García (el querer percibir otro mundo distinto al que conocemos, un mundo que interfiere constantemente con nuestras identidades, que está lleno de dualidades y de posturas mezquinas) la condujo a vincularse con un texto que arma, re-arma y desarma el destino maternal. La actriz se apropió de un texto que marcado línea a línea por ella, es un pretexto para enseñarnos a amar a esos ángeles que nos visitan: los niños con síndrome de Down.

José Ricardo (Jochy) Gil Ostreicher, en su niñez.

Cecilia García y Carlos Espinal han roto con “Olivia y Eugenio”, esa manera tradicional y conservadora de no mostrar al público, desde el teatro profesional, el talento artístico de los jóvenes con capacidades especiales.

No debe sorprender que en su carrera, Cecilia García asumiera este otro reto inédito. No exagero al decir que su voluntad pudo más que cualquier pronóstico en contra, porque creó lo que pocas actrices se atreven a crear: hizo de la trama un enlace que irradiara una relación de amor de Olivia (Cecilia) y Eugenio (Jochy), que comunicara con naturalidad que son madre e hijo.

Jochy y Cecilia para llevar a escena lo que vivimos antes, en cada ensayo, iban uniendo sus vidas a través del afecto por eso no se comportaron como extraños. Escribían capítulos de sus vidas que los terceros no conocen. Crearon una vida filial en paralelo con el drama, relación necesaria para que fluyera en el espacio-temporal de la sala teatral esa puesta en escena, que aparentaba ser una pintura sencilla, pero llena de complejidades.

Carlos Espinal tuvo una excepcional capacidad creadora. Llevó al alma de Jochy tener confianza en las enseñanzas y aprendizajes que le entregaba su madre Olivia (Cecilia), y en las de un nuevo amigo (Carlos), para que no se quebrara esa complicidad amena de los corazones.

Los entretelones que se pueden contar de “Olivia y Eugenio”, en Santo Domingo, conllevaría a escribir unos capítulos de un manual de dirección, porque Carlos Espinal, al aprendiz-actor (Jochy) de vocación, lo transformó en un actor profesional, a través de la técnica.

Jochy nació artista; y las maravillas interiores que había en él, el director de manera especial trabajó las mismas, para que el aprendiz-actor las llenara de matices, las perfeccionara estudiando lo enseñado. Este es uno de los méritos incuestionables de esta dirección: el equilibrio logrado en las actuaciones para que el espectador asumiera con naturalidad el teatro. Ahora se escuchará decir de Jochy: “El muchacho tiene tablas”. Y es cierto.

Pero sin Olivia (Cecilia) que le entregaba todas las tardes de ensayo, un jardín cargado de esperanzas, un auditorio selecto que lo escuchada, y lo hacía co-partícipe de sus logros, no estaríamos contando esta historia. Nuestro Eugenio (Jochy) está aquí con la disciplina de un actor profesional, nacido para recompensar con su actuación a otros niños iguales a él: él es la voz que rompe el estigma de la tragedia que muchos adultos sienten en el interior de sus vidas, en aquellas familias que protegen a los suyos de manera excesiva, que los alejan de los ojos escrutadores, porque los sienten como “anormales”.

Jochy no ha tenido la necesidad de “gritar” al mundo que es un niño especial con Síndrome de Down. Él es un actor de síndrome de Down que se ha consagrado con “Olivia y Eugenio”, sin necesidad de artificios técnicos ni ayuda de equipos electrónicos, ni apuntadores. Es un actor que Carlos Espinal ha preparado para el teatro, para mostrarnos la tragedia que somos nosotros mismos.

¡Eugenio! ¡Eugenio! ¡Por Dios, baja el volumen de la tele! Foto Elvys Joe Sánchez.

Quizás de estar vivos los grandes autores clásicos del teatro universal, sin importar el género de la obra, quisieran tener un director como Carlos Espinal, que no se queda en la teoría, sino que crea fórmulas propias para su arte escénico. Tal vez, para la crítica especializada quedará como un enigma entender cómo Carlos Espinal y Cecilia García llegaron al sentimiento interior de Jochy, un actor-aprendiz con síndrome de Down, cómo le enseñaron, y cómo fueron alentando ese aprendizaje para que actuara con soltura y disciplina.

UNA ÚLTIMA NOTA. He tratado de construir mi texto a través de la mirada de Olivia; tal vez, este texto (el mío) sea solo un intertexto, sobre esa tirantez desgarradora en el alma de Olivia que pude sentir en la última función de despedida triunfal del sábado 23 de octubre.

En esa última noche de función gané una experiencia: observé de reojo, que hay quienes llevan a escondidas una Olivia por dentro, que están cohesionadas en su identidad por un archipiélago de mentiras, llevando la incógnita de cómo darle el frente al suicidio de su alma. Unas se ríen, rotas en su identidad, con el afán de que su risa sea sonora, a carcajadas, ante la alborada desolada que asumen en su juego histriónico de felicidad, puesto que sus tristísimas vidas la llenan rindiéndose con llantos contenidos a la fantasía que protagonizan al cubrirse con la tirantez de distintos vestidos.

Ninguna Olivia de Santo Domingo se deja tentar por el “stade du miroir” (al mirarse en el espejo) lacaniano. Herbert Morote creó con “Olivia y Eugenio” un texto de diferentes entretejidos del alma femenina, esa alma de mujer “actual”.

Yo sentía, en esa última noche, una ráfaga incesante de suspiros callados. Pupilas atentas a ese tren desolado de vida que encarnaba Cecilia. Quizás exagere si digo que Olivia empuñaba una daga: la daga de las orgías de las mentiras que se sostienen únicamente por los velos protectores del poder. Esa daga me empujaba contra la pared, y como una metáfora de cómo las mujeres debemos liberarnos del autoritarismo patriarcal, mi cabeza se recostó contra la pared derecha. Pensaba en el mundo, en esos interminables laberintos que aun escondemos, y para convencerme –una vez más- que a nuestra fortuna o a nuestra desgracia, ni siquiera tras los bastidores del teatro, le pasamos cuenta, para no agobiarnos. Somos -las mujeres- actrices incorregibles, insobornables en esa teatralidad que circunda esa cotidianidad “social” que anímicamente queda plasmada en la fotografía que cuidamos no se publiquen al descuido.

Jochy Gil y Cecilia García en Olivia y Eugenio.

Olivia es la tragedia a la que odiamos tener que aludir, porque ¿contra quién, contra qué lucha Olivia? -Lucha contra la conciencia o la angustia (me respondo) de dos realidades subjetivas, de dos abismos críticos en la vida de una mujer de edad madura.

Así, haciendo este teatro-taller conmigo, siendo receptiva: Olivia era su propia antagonista en la obra, la antagonista fatigada, y con desalientos, que presenta la cara de su desgracia, en un monólogo de largos momentos de autoconfesiones, haciendo una descripción total de su existencia, de la implacable rutina de un matrimonio que sugiere puedo ser feliz, pero que terminó en fracaso. Siendo la antagonista de Olivia, esa otra mujer –que ella presenta a los espectadores, discutiendo a cabalidad los altos y los bajos de su desafortunada vida- que esencialmente está insatisfecha de sí misma y consigo misma.

“Olivia y Eugenio” es una obra de profunda reflexión ontológica, donde se queda un plano abierto, que la obra invita a que seamos nosotras quienes lo cerremos: ¿Cómo se llega a conocer la pintura del alma de una madre a través del amor del hijo amado?

Y, Eugenio (Jochy) da la respuesta al final de la obra a todas las Olivia: – “Haz un esfuerzo, mami. Haz un esfuerzo. Tú siempre me dices “haz un esfuerzo” cuando no puedo hacer las cosas. Me dices “haz un esfuerzo, Eugenio, haz un esfuerzo”.