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Reconozco que durante más de dos décadas he tenido un interés marcado —y, una preocupación— por conocer sobre el ayer de escritoras dominicanas de personalidad excepcional, dibujando o desdibujando una lealtad afectiva, y de las cuales he ido produciendo textos muy personales sobre ellas, por lo cual todo lo que pueda expresar surge así, y este trabajo —ustedes dirán, luego—, no es la excepción.
En cierta forma, creo -y me afirmo a mí misma- que me he entregado a la consagración de sus memorias. Quizás, lo hice, por una desmedida admiración o seducida por un amor profundo a sus existencias, a sus recuerdos biográficos y autobiográficos que estaban, tal vez, en la penumbra.
Todas las escritoras fallecidas, de las cuales he escrito, las he asumido como un Yo. Han dominado las líneas de mi tiempo, de mi tiempo cronológico y de mi tiempo temporal, atemporal e intemporal, puesto que quedé impregnada de ellas, al igual que un desconsolado cisne que quiere sobrevivir y hacer sobrevivir sus angustias existenciales.
Así, inicié mi labor con ellas. Siendo generosa conmigo misma, dejándome fecundar por sus improntas, dándole significados a sus narrativas inconclusas, haciéndolas renacer de nuevo a través de conferencias, en ferias internacionales de libros, en salas con sus nombres, o, a través de rescates iconográficos; coleccionando sus libros, sus manuscritos, sus cartas y sus textos inéditos; procurando que otras y otros se interesaran en sus carreras profesionales literarias, reivindicando el canon de sus bibliotecas privadas, haciendo una vigilia no estéril sobre los ciclos de su vida.
Sin lugar a dudas, a todas las he amado de manera poética. Ellas me ayudaron a entender cuál es el espacio, el plano que ocupo en el mundo, y mi decisión de negarme a perecer en el silencio, porque me permitieron conocer -a través de sus obras, que fluctuaron en el enigma de una soledad intelectual y propia- porqué escribo. Algunas de las autoras nacidas en el siglo XIX que estudio son Josefa Perdomo, Salomé Ureña, Luisa Ozema Pellerano, Evangelina Rodríguez, Virginia Elena Ortea y Abigail Mejía, además de Amelia Francasci y Mercedes Mota que se enclaustraron o clausuraron totalmente las puertas de sus casas o cayeron en las redes y trampas de la angustia y la neurosis, así como del exilio involuntario.
He escrito sobre ellas de manera reiterante, una y otra vez, y lo hago —lo sé— desgarrándome, confesándome con ellas en un tono cada vez más íntimo. Procuro descifrar/entender la intención de sus obras y sus negativas —a veces— de dar a la publicidad los resultados de su talento creador. Las siento mías, como amigas cósmicas, y parte de mi pequeño mundo. Nunca me pregunté por qué me dejé influenciar desde la ética humanizante por ellas, y fui a la búsqueda de sus pensamientos. ¿Qué me sucedió, por qué ese interés en la literatura y vida de escritoras que padecieron la ignominia del olvido, aquí en esta región tan onírica y transnacional del Caribe español, isleño y archipiélago?
¿Por qué razones su transcendencia intelectual estuvo a merced de las circunstancias políticas desde finales del siglo XIX, y aún en el siglo XX, víctimas de un siglo en el cual no se valoró en su justa dimensión sus aportes literarios, así como en otras esferas del saber?
Al parecer sí, es cierto, las cuestiones ‘femeninas’, o, las cuestiones de género, la labor de las precursoras de la escritura de mujer, e iniciadoras de una literatura no patriarcal, quedaron relegadas como cuestiones femeniles.
Así, la prosa poética, la narrativa, y los interesantes aportes ensayísticos de muchas de estas creadoras no fueron por mucho tiempo parte de la literatura contemporánea nacional, ni mucho menos se les reconoció sus aportes a nuevas corrientes creadoras. Fueron excluidas de las letras dominicanas y de las letras hispanoamericanas, sin aparecer en antologías o siendo solo esporádicamente citadas. La inequidad genérica, y otros fenómenos culturales excluyentes desde el Estado, desde el poder, desde las capillas literarias, se hicieron norma general sobre ellas y, contra ellas.
… Por lo cual, puedo decir que Hilma Contreras (1910-2016) no fue ni es aún la excepción. Recientemente, Ediciones Cielo Naranja, que dirige Miguel de Mena, ha publicado sus Cuentos Completos con un «Prefacio» de mi autoría, en el cual narró cómo nos hicimos amigas-cómplices después de una conversación telefónica para una cita en su casa; cómo fue su recibimiento y cómo me sedujo con su sonrisa y su mirada.
Ya he escrito, en otras ocasiones, sobre mi encuentro con el George Sand dominicana, y cómo desde nuestro primer acercamiento empecé a ir detrás de su autoridad femenina, su cultura y su muy marcada influencia existencialista en su obra, lo cual le permitió construir su identidad desterrando sentirse relegada como mujer, ya que no justificaba —para sí ni para las otras— la supremacía masculina, no obstante cuando ámbito simbólico fue, en su niñez, el padre hasta 1926, y desde 1932 el ámbito simbólico pasó a ser la figura de la madre.
Hilma vivió desde 1933 -cuando regresa a Santo Domingo- hasta 1962 en un mundo donde se imponía un machismo que permeaba todo. Hilma se abocó a interpretar qué es el signo mujer desde sus primeros relatos; a entender la oposición binaria hombre/mujer. Sabía que la mujer en Santo Domingo estaba cosificada como sujeto/objeto. Es entonces cuando escribe su cuento «La Carnada» (1933) que da título a uno de sus libros y, que es un llamado a la mujer a no ser víctima de la violencia de su pareja sentimental, y a no dejarse poner límites ni ser extorsionada para alcanzar su libertad. En este texto la protagonista hace justicia por sí misma ante la crueldad del marido que le secuestra y le arrebata su hijo, que luego deja morir, al cual usó como carnada para atraer a su mujer a una reconciliación que ella no deseaba.
Aun cuando he leído toda su obra, editada y no editada, y tengo una selección de sus cuentos a los cuales retorno como referencia a su escritura, no he podido evadir sumergirme en su Diario Íntimo (1941-1951), que permanece inédito. Siempre me encuentro en él, y voy hacia él, hacia este diario redactado en un lenguaje poético cautivante para su amante, con fisuras de tiempos, que me hacen entender aún más al «amor romántico», puesto que, es el registro de cómo ella subvirtió definitivamente al orden patriarcal. A Hilma, al parecer, le dolía el amor —al igual que a mí— de manera muy profunda; ella confesó que, desde niña lo tuvo como un sueño lejano. Pero su amor era de inmensa ternura y, no tuvo ante la partida del amante, otra alternativa que escoger a la soledad y al silencio.
Hilma construyó, a través de su narrativa —es indudable— un mundo en lo femenino y desde lo femenino, pero diferente, en el cual la mujer no está (en sus deseos, aspiraciones, cotidianidad) en estado de inmovilidad, sino —esencialmente— buscándose a sí misma, en confrontación con la realidad, por lo cual considero que, hay que hacer una re-lectura o re-visión feminista de su narrativa para saber si son textos femeninos o textos que abarcan la alternativa femenina del parler femme o una re-simbolización semiótica en torno a la marginalidad de la mujer en la sociedad patriarcal. Quizás la presente publicación de sus Cuentos Completos (Santo Domingo-Berlín: Ediciones Cielo Naranja, 2021):517 páginas —que se puede adquirir a través de www.amazon.com— haga propicia esta relectura que proponemos.
Reitero lo que escribí en el «Prefacio» para esa edición: Mi proyecto de vida con Hilma fue amarla. Y en esto, soy una reincidente. Siempre hago de otras (en específico, de escritoras, de humanísticas o intelectuales —y de autoras que no conocí—) un referente emocional. Es inherente a mí, ser seducida por ellas desde su pensamiento y desde su proyecto ético de vida. En el caso de las fallecidas, la ventaja que he tenido es, que siempre he sido correspondida por ellas, y me aventuro a decir, que desde el más allá. Es lo que me ha sucedido con las creadoras que estudio del siglo XIX.
Ellas me confieren y, quizás, me otorgan, una licencia literaria para ir detrás de la reconstrucción de sus vidas para conocer la impronta de sus legados. Me han ofrecido su mundo entre las multitudes de sus sueños alcanzados, realizados o no, para ir en pos de ellas. Así mis ojos se fijaron, con mi mirada, en su SER. Las he mirado, y me he preocupado por lo lejanas que están. Por eso, desde el 2011 tomé la decisión de hacerlas globales. La globalidad del internet, de la virtualidad ha sido mi herramienta democratizante para darlas a conocer mucho más. Desde entonces, en el medio electrónico-periodístico Acento.com.do publico mis trabajos sobre ellas. Un clic hace que sean universales. Fotografías, manuscritos, he dado a la luz pública de mis queridas amigas idas, de las cuales solo tuve la oportunidad de ser cómplice-afectiva de Hilma Contreras.
Así, finalmente, puedo confesar que, los elementos extraliterios de sus obras, así como los elementos del perfil biográfico de las autoras que estudio siempre me han fascinado. Creo que todas son parte de mi otro yo, el que deseo, el que construyo, el que quiero como mío, asumido; y me han dado la cartografía para hacerme al infinito sin otros símbolos que no sean verme desde adentro, auscultar mi identidad con el símil del aire, de la brizna, del no ser.
Cuando una autora es víctima del olvido, por la causa que fuera, está amortajada; es una existencia que el androcentrismo —y el binarismo establecido por el orden cultural masculino/femenino— no enuncia ni termina de comprender. Por eso le otorgan perpetua tumba.
Desvestirlas de esa indefinición entre el ahora y el después, afirmarlas como ser, reconstruir la totalidad de sus vidas, redescubrir sus obras publicadas o inéditas, es como ir hacia un horizonte donde se deben derrumbar todos los símbolos fálicos en que vivieron con sus contemporáneos y coetáneos generacionales. Ir tras ellas, es asumirlas desde la muerte, cortejarlas, recordarlas en cada estación con todas las dificultades que pudieran presentarse; es mostrar primero que estuvieron vivas, que su ausencia como referentes literarios fue una violencia al saber y del saber.