“Busca tiempo convenible para estar contigo, y piensa a menudo en los beneficios de Dios. Deja las cosas curiosas, y lee tales tratados que te den más compunción que ocupación. Si te apartares de pláticas superfluas, y de andar en baldes, y de oír nuevas y murmuraciones, hallarás tiempo suficiente y aparejado para pensar buenas cosas. Los más principales de los santos, cuando podían, evitaban las compañías de los hombres, y elegían de servir a Dios en secreto”. Tomás Kempis. Imitación de Cristo. “Del Amor, De La Soledad y el Silencio. Capítulo XX”. Tercera Edición. Versión Castellana del V. P. M. Fr. Luis de Granada. (Talleres Gráficos Didot. Buenos Aires, Argentina, 1945):35
- BIOGRAFÍA DE UN ALMA
La existencia de Esthervina Matos [1] fue una vida conventual, de espléndida iluminación, entregando su pensamiento a la sabiduría y a dejarse visitar por los ángeles. Su alma era como la primavera: una flor de misticismo, de devoción, de alejamiento de lo mundanal, y sentía como una poeta medieval las oscilaciones de su espíritu.
Ella me enseñó cómo debemos cerrar el círculo de la emociones, a entender que el comienzo no es el otro extremo en que las cosas de la naturaleza van desarrollándose por un camino. Veía en todo el orden que da la gracia de Dios y la presencia de la Virgen María. En el mundo de los símbolos –entendía- que el Verbo expresa la armonía del cosmos, por eso su fe tenía un nombre: Jesús.
A Esthervina empecé a apreciarla calladamente desde 1992. Desde entonces estuve a su lado en correspondencia secreta. Fue de alguna manera una guía espiritual. Su voz era dulce, armoniosa, suave y musical. Su palabra, un templo de prudencia.
Esthervina Matos gustaba de cultivar rosales, y, los amaba, porque en cada pétalo se revelan los signos celestes cuando el rocío de la madrugada -me decía- se manifiesta como lágrimas divinas para sentir a plenitud a la mirada de Dios en cada pequeña gota.
Sentía, desde entonces, que su alma hacía comprensible la bienaventura que traen los días. Me enseñó a leer los rostros, a conectar lo íntimo con lo que no se nombra, a saber que la unidad-del-ser con la imagen propia se proyecta con distintos dramas. No era esta una simple idea nominalista de Esthervina, era –ahora lo entiendo- universalia ante res: ver en el rostro la esencia y la preexistencia. Su saber teológico lo percibí vinculado a la escuela del neoplatonismo. Es por esto que en su poética y sus ensayos literarios y filosóficos se aproxima al simbolismo, condensando pensamiento-imagen-alegoría.
A través de nuestras conversaciones el cariño mutuo se fue acrecentando en un afecto que trascendía a las edades, que se erigía en una catedral en un mundo donde sólo ella y yo compartíamos en silencio.
Siempre he pensado que la mejor biografía que se puede escribir sobre una persona -y mi amiga Sylvia Troncoso me hizo ver esto-, es la biografía de su alma, la que se crea en las largas horas cuando el otoño empieza a visitarnos, porque es entonces que podemos ser más honestos con ese sentimiento que nos aprisiona los sentidos: la pasión o el torrente de la angustia, que nos lleva al absurdo de creer que tenemos la certeza de algo, cuando no es así. Es por esto que creo que las amistades más hermosas son las que se hacen devoción, y se entrelazan de manera discreta, porque se van forjando sin soberbias, sin infligir daño emocional al otro.
Esthervina era como el monje de la congregación de Windesheimer: servía a Dios en secreto. Su religiosidad era espiritual, moral, práctica y obediente; por esto su mirada penetrante se reposaba en la Divina Misericordia.
La Imitación de Cristo de Tomás Kempis era su libro de cabecera y, como él enseña, asumió lo dicho de que “lee […] tratados que te den más compunción que ocupación”. Esthervina leía al poeta de verso bíblico y católico Paul Claudel, el autor de “La anunciación de María” (Humance a Marie, 1912), a Francois Mauraic, Premio Nobel de Literatura en 1952, Rudolf Eucken, autor de “La lucha por la unidad de la vida espiritual”, al poeta católico Charles Pierre Péguy y René Descartes. Gustaba de los escritores renovadores y de obras de tendencias moralizadoras.
Sobre la poesía, y cómo comprender sus símbolos, Esthervina escribió: “La poesía: no solo se manifiesta en el pensamiento que brota a flor de palabras, ni en la sugestiva musicalidad de las voces. No se escapa solamente del motivo que traducen las imágenes; ni del cuadro vibrante de los trozos descriptivos. En el ritmo sugerente de los símbolos: brota a plenitud”.
¿Qué decía Esthervina qué debe saber el poeta? Hacer del verso un arcano como una roca viva, oficiar plenamente lo inmediato del espíritu, ser certero en la mirada, buscar el instante que aprisiona al temblor lírico. Todo es simbolismo –me reiteraba- porque la naturaleza transfigura lo que ofrece, dejando que el alma del poeta sea su orfebre.
Un texto de Esthervina, donde nos habla de la “beatitud iluminada” de Santa Teresita, nos trae a la memoria lo profundis de la expresión de las virtudes de la religiosa: “Nimbo de amor su ser; lumbre infinita, / Ungida vivió en mística fragancia, / Y cual fino raudal de agua bendita:/ ¡De adorar al Señor le brotó el ansia!”.
No en vano Esthervina expresó cuando escribió el 20 de diciembre de 1950 sobre Martha María Lamarche (1900-1954), a quien definió como una poeta de los símbolos, que:
“Para penetrar en el ara del arte, donde oficia en pleno espíritu, la deliciosa poeta Martha María Lamarche: hay que despojarse por completo de banales consideraciones, de juicios de estructura contextual, como ella se ha despojado de rígidas formas, para que su verso sea: plenitud de esencias; instante luminoso en el tiempo, con la perennidad de un principio fundamental. Hay que vivir su verso en síntesis, como la verdad en la luz de las parábolas…”.
- MI AMISTAD CON ESTHERVINA MATOS
En 1992 cuando empecé a frecuentar la casa de Esthervina Matos en la calle Cayetano Germosém número 220, del sector Atala de esta ciudad, tenía programado que se le dedicara el “Segundo Festival de Mujeres Escritoras” a realizarse en la Biblioteca Nacional. Esthervina ya estaba jubilada de la Universidad Nacional “Pedro Henríquez Ureña”, y alejada del mundo social; compartía con unas pocas amigas de la urbanización, entre ellas, Catalina Montes de Oca, Socorro, Uvita, y con Inés Díaz de Soñé (Inesita).
Tuve que mecerme en las olas de su discreto vivir interior para conocer de sus archivos notas bio-bibliográficas que celosamente guardaba en el olvido y en la futilidades del día.
Percibí entonces –en su pequeña, hermosa y calidad vivienda, llena de recuerdos y vestigios de innumerables éxitos y reconocimientos internacionales- que su soledad no era una mezcolanza penosa de romanticismo ni una extraña convicción sino una agradable felicidad donde ella, al igual que Virginia Woolf, conoce las tormentosas exigencias de su arte y creación.
Leyéndola, re-descubriéndola en su pensamiento mítico-poético de Rapsodia Épica, compruebo que toda obra literaria transcendente es lírica.
Cuando la encuentro en su apacible torre de marfil, cada conversación nuestra era una larga imantación, un orden de textos y pretextos, que sitúa a esta escritora, filósofa, ensayista, poeta, políglota, humanista y superior Maestra, de cara a la causalidad, inquieta ante los rumbos de los hechos o en equilibrio con la empecinada transparencia del vivir y de las profundidades del instante.
En marzo de 1998 viajamos a San Pedro de Macorís a visitar a su hermanita. Su única pariente en línea directa que vivía próximo al destacamento de los bomberos. Ella recordaba el lugar. Esa tarde disfrutamos de unos ricos helados caseros en el pueblo. Esthervina estaba feliz, regocijante; iba cantando en el vehículo que contracté para hacer este viaje por la carretera del Este, a fin de complacerla en su anhelo de volver a ver a su hermanita.
Disfruté en la intimidad de su casa la Cena de Navidad de diciembre de 1998, que amorosamente preparó. A solas, compartimos el mensaje que trae la Epifanía, y al darme su bendición me dijo que recordara -cuando ya no estuviera- en los momentos de dificultades entonar la canción de los exploradores, al tiempo de aprender a colocarme por encima de la tormenta, porque no se le puede negar a la humanidad los dones que el universo nos ofrenda.
En abril de 1999 Esthervina fue ingresada en la Clínica Independencia, del sector Honduras, aquejada por problemas de salud. Había nacido con una cardiopatía congénita. Su rutina era levantarse, muy temprano, en la madrugada a las tres. A las seis de la tarde, cuando el crepúsculo inicia su alejamiento entre las nubes, se disponía a retirarse a sus habitaciones. Rara vez puede conversar con ella por teléfono luego de esta hora. Era su manera de vivir sin exageraciones de ninguna índole.
El bordado fue una de sus afecciones, y el aprecio a las flores de violetas. En las paredes de su casa se exhibían de adornos esas manualidades que realizaba, y claro: violetas disecadas enmarcadas en doble cristal. En su juventud, me hizo el relato de que, junto a su padre adoptivo, se deleitaba escuchando operas italianas. Ella deliraba con el sueño de ser una soprano, y de ahí su anhelo de viajar a Italia.
Cuando le pregunté en esa oportunidad: -“¿Qué biografía quieres que se escriba de ti?”, me contestó: – “Sólo dices que eran sus padres Pedro Matos y Michela Pérez de Matos. Fue criada y formada en el hogar del agrimensor don Antonio Carbuccia Andrade Abreu y su esposa doña Gertrudis Abreu de Carbuccia, su hijo Raúl A. Carbuccia y la señorita Aimée (su madrina)”.
Pero Esthervina volvió a recaer meses después. Su compañero de horas y de silencio, era un hermoso gato Angora de pelo marrón y blanco. Desde que ella fue hospitalizada, nueva vez, a fines de junio, el “miso” dejó de comer, y cuando su alma estuvo ante la presencia de Dios -me cuentan- que abandonó el huerto de la casa, huyó por el jardín, hasta perderse en los segundos farallones del sur de la ciudad de la avenida ecológica Cayetano Germosén, de frente al Parque Mirador Sur.
Esthervina fue ingresada en el Centro Médico “Dr. Betances” en la avenida Bolívar, esquina Elvira de Mendoza, de la zona universitaria. Ante lo preocupante y grave de su enfermedad, irreversiblemente empecé a comprender que realmente somos solo unos transeúntes de la vida; una partícula cósmica que viaja al infinito, una fibra cristalina del polvo del Universo que encarna en el ser, y se hace barro.
Al caer ella en estado de coma mi congoja se hizo enorme, casi diría que con ella se iría una parte de mí. Pasaron los días lentamente, y estábamos de frente al hecho de una dura realidad. Era el lunes cinco de julio cuando acudí, otra vez, a verla junto a una escritora amiga, un poco esperanzada de encontrarme con la mejoría de su salud. Sin embargo, no era así.
Esa tarde al despedirme de Esthervina -que continuaba en estado de coma- me acerqué a ella por el costado izquierdo de su cama reclinable, le tomé la mano, y al oído le susurré: “Esthervina soy yo, Ylonka. Estoy aquí contigo, a tu lado. Si me escuchas dame una señal de que es así”. Ella como reacción a mi petición apretó con fuerza los párpados de sus ojos, y ante esta sorpresa pausadamente, le dije: “Recuerda la promesa que nos hicimos, que si partes antes, me dirás cómo es, qué hay allá, en ese lugar que desconocemos ¿me lo prometes?”. Entonces, ella otra vez apretó dos veces con fuerza los párpados, pero esta vez sus pestañas estaban humedecidas de lágrimas.
Después de ese instante, me acerqué a la profesora Tomasina Gil para preguntarle que había dicho el médico de cabecera de Esthervina, a lo cual me contestó lo que dolorosamente era inminente: “La señorita está viviendo sus últimos momentos. Sólo nos queda esperar que Dios haga su voluntad”.
Ya íbamos para las seis de la tarde, unos minutos más o menos. No sé. Pero, ¿cómo comprender que sí, que el “final” abre un cauce a otra vida, y que se debe aprender a dejar ir a los seres queridos, darlos a lo que es su verdad: el infinito?
“Nos despedimos”… y me marché para estar a solas con su alma y la mía. Iba hacia una avenida llena de ruidos, de tránsito caótico que no tenía manera de percibir mi duelo interior. Caminaba hacia el sur la avenida Máximo Gómez, mientras el cielo empezaba a colmarse de nubarrones de pronto. Primero fueron los pocos y tenues rayos del sol que se ocultaron, y después empezó a caer una lluvia cristalina, fina, tranquila, sencilla, casi imperceptible. La lluvia me acompañaba como compañera y mensajera del dolor, y ya casi al alcanzar la avenida George Washington estallaron las nubes por completo con enormes gotas, y vino un torrencial anunciando la despedida final, y el retorno al punto de origen de lo que somos: el agua.
Un año antes, precisamente, un seis de julio, había escrito en mi diario de 1998, estas notas que no sé si son la expresión inconciente de un karma:
“-¿Tú me has pensado…?
“-¿Te han dicho últimamente que te aman?-A mí me lo dijeron anoche…”.
Estas líneas fueron escritas en horas de la mañana, y anoté además: “estoy en un momento de mi destino que la balanza se equilibra”. Y este otro mensaje que llegó a mí:
“Yo soy el ángel que desciende para despertarte, pues nuevas energías están entrando en tu vida para llenarla de luz. ¿Vienes a la nueva vida?… deja la antigua y recibe este don del cielo, comienza a vivir con… calma y paz interior”.
… Y un día igual a ese marcado en el calendario, el martes seis de julio de 1999, a las 10.50 de la mañana, aproximadamente, Esthervina Matos, estando en estado de coma, movió la mano derecha, e hizo el gesto de que quería escribir. Sus amigas que estaban allí, doña Tomasina Gil Vda. Gómez, editora de la Revista La Voz de la Mujer, y Socorro, buscaron un bolígrafo de tina azul y papel, y donde apoyar, y minutos antes de entregar su alma al Creador y a la Madre dejó este mensaje como legado a la humanidad, para aquellos que tienen fe y esperanza de una vida eterna:
“El árbol, manifestación divina,
Dios vive con él allá.
Allí iremos un día. Por ahora,
nos vamos a la mansión celeste.
El divino Dios nos llevará a María,
su divina Madre.
Estaremos allí sino sólo
el día de la resurrección”.
Esthervina Matos murió el seis de julio de 1999 en horas de la mañana en el Centro Médico “Dr. Betances”, atendida por el doctor Mariano Defilló, rector de la Universidad Nacional “Pedro Henríquez Ureña”. El día anterior a su fallecimiento como escribí, en la tarde, del cielo se derramaron grandes lágrimas de lluvia como trayendo el anuncio de su inevitable partida. Se iba de retorno, se alzaba hacia el cielo. Cuando llegó al cielo sé que un ángel elogió su rostro: su rostro bello, regocijante de amor ante la luz eterna.
Su hermosa vida fue una relación firme y esencial con el reverso de los espejos junto al enigma de su profunda y erudita sabiduría, en cuya intimidad he estado, más ahora que nunca, después de su partida. Es tan difícil contemplarla ahora desde el presente en el trasfondo del pasado, que sólo espero sus señales desde el inicio del comienzo, para hablar de su densa e intensa experiencia desapercibida por los críticos o lanzada al anonimato desde la memoria colectiva.
Ahora la nombro con un presentir que me ahoga en lágrimas, re-escribiendo sus monólogos interiores o la abstracción dispersa de sus soliloquios ante la incertidumbre de la realidad, ahora que ella está próxima a sus horas secretas, inefable y paciente, en un vuelo infinito como un ave al entrañable espacio, intuyendo que los siglos curiosamente son los círculos entre el mito y la muerte si: “La humana seda de [sus] manos esculpe estatuas de infinito en la armonía del tiempo” [Domingo Moreno Jiménes].
NOTA
[1] Esthervina Matos. Abogada consultiva, filósofa, escritora, ensayista, crítica literaria, poeta, traductora, educadora, humanista, políglota y erudita por excelencia. Hablaba italiano, francés, portugués, inglés, español y ruso, nació en la calle Anacaona Moscoso Número 8, de San Pedro de Macorís el 27 de abril de 1913. Cuando vino a vivir a la ciudad, su casa estaba ubicada en la calle Santiago, esquina José Joaquín Pérez. La construyó con arcos de ladrillos para complacerla el agrimensor Carbuccia. En San Pedro de Macorís tuvo una relación amorosa que terminó en desengaño con Rodolfo Cataldi.
Esthervina Matos dio a conocer sus primeros trabajos en prosa y en verso en el periódico petromacorisano El Este. Luego en la revista cubana Vanidades. En 1940 obtuvo el Primer Premio y Diploma de Honor, de los “Juegos Florales Nacionales” del Ateneo de Macorís, Inc., con la composición titulada “La Inocencia”. En la Agrupación Cultural y Católica ABSIDE obtuvo dos laudos de poesía en 1950 por sus poemas “La Encarnación del verbo” (Lema: “Mater divinae gracie”), y “A Jesús Sacramento” (Lema: “Tú eres el camino, la verdad y la vida”).
Su bibliografía publicada comprende “Rapsodia Épica”. Ed. Cambier, 1944 [poema épico nacional en ocasión del Centenario de la República. Contiene cuatro ilustraciones de Raúl Carbuccia Abreu]. Edición de lujo, “Silogismo”. Ed. Montalvo, 1963; “Estudios Analíticos”. Colección pensamiento filosófico. Ed. Duarte, 1969 [incluye dos estudios: “Análisis del existencialismo” y “Lo trascendental en la obra de Rubén Darío”]; “El genio de Beethoven y su música inmortal”. Colección Rutas Estéticas. Ed. Montalvo, 1962; “Sócrates y Jesús”. Colección pensamiento filosófico II. Ed. Duarte, 1962.
Publicó ensayos y poemas en las siguientes revistas Síntesis (Santa Fe: Argentina), Sauce de Olimar Chico (Uruguay), Euterpe (San Martín: Argentina), Bohemia Poblana (Puebla: México), The Ajax (Mobile: USA), Variedades (La Habana: Cuba), Barajas, Ahaz (Heredia-Costa Rica), y en las nacionales Juventud Universitaria, La Voz de la Mujer, Revista Dominicana, Cosmopolita, Ilustración Dominicana, Arte y Cine, Aula, La Palabra en Santo Domingo, y en los diarios El Diario (Paraná: Argentina), La Nación (Panamá: Panamá), y en los periódicos locales La Nación, El Caribe, El Este, El Tiempo, La Información, Hoy, y Listín Diario.
Fue discípula de Abigaíl Mejía (1895-1941), y participó en su “Café Literario”; condiscípula de Zoraida Heredia Vda. Suncar, Museta Peynado, Margarita Contin, Mariano Lebrón Saviñón, José Ángel Saviñón, Enrique Patín, Margarita Vallejo de Paredes, Clara Luz Victoria, Gracita Alcina de Lebrón, Flérida Maduro, Celeste Gallardo, Ana Linares, Elba Alicia Fiallo, María de Lourdes Álvarez, Matilde Piñeyro (Lilita). Estudió su bachillerato en la Escuela Normal de Señoritas “Salomé Ureña”que dirigía la Maestra Normal Urania Montás.
En 1944 la declamadora Olga André ofreció dos recitales de poemas de Esthervina Matos en su programa “Poetas de América” que se transmitía por la N. B. C., de New York.
En la Universidad de Santo Domingo se graduó de Licenciada en Filosofía en 1951, y en 1955 de Doctora en Filosofía. En 1958 obtuvo su título de Doctora en Derecho; se especializó en Derecho y Política Internacional en la Universitá Internazionale Degli Studi Sociali, en Roma, en 1959 donde fue discípula del eminente criminalista doctor Giorgio Del Vecchio. Matos fue la tercera mujer en el mundo en ser nombrada catedrática de Filosofía del Derecho. Ingresó como catedrática a la Universidad de Santo Domingo en 1962, por Concurso de Oposición. Sus alumnos la definían como un “manantial de sabiduría y conocimiento”.
En la Universidad Nacional “Pedro Henríquez Ureña” fue Profesora Fundadora, Profesora Emérita (1983), Asesora Vitalicia (1990), y Escritora Residente (1991). Impartía las asignaturas de Historia del Arte y la Cultura, Sociología para el Primer Año de Derecho, Filosofía del Derecho, Teoría Literaria, Literatura Dominicana, Literatura Hispanoamericana, Historia Universal e Historia Contemporánea.
Esthervina Matos perteneció al Centro Literario Filosófico “Arca del Sur” (1951) de Montevideo, Uruguay; Ateneo Científico y Biosófico del Instituto Educacional Rivadavia (1957) de Buenos Aires; a la Escuela Superior de Psicomentesofía “Profesor Doctor, Soli Iconicof”, de Buenos Aires; a la Academia Internacional Neocastrum (1965) de Italia; y a la Confraternité Universelle Balzacienne de Uruguay, entre otras asociaciones internacionales de su área de pensamiento, tanto en el país como en el exterior. Tuvo amistad con los escritores uruguayos Rimaelvo Ardoino, Román Fontan Lemes, Adolfo Rodríguez Mallarini, Santiago Gestaldi; las escritoras argentinas Palmira Reale Arcos y María Elba Álvarez Mondelo; Enrique López Álvarez (peruano), José Bucchi (argentino), Baudilio Montoya (colombiano), y en Santo Domingo con Jorges Rivas y Domingo Moreno Jiménes, y la pianista Lita Strazzulla..
Como miembro del Ateneo Dominicano y la Sociedad Cultural y Católica ABSIDE estudió a fondo el pensamiento de Américo Lugo, Pedro Alejandro Pina, Félix María del Monte, José Martí, Federico Henríquez y Carvajal, Francisco Iglesias, Martha María Lamarche, María Ibarra Victoria, Andrés Bello, el místico poeta colombiano José Tobías Trejos, Gastón Deligne, Virgilio Díaz Ordóñez.
En 1952 la soprano argentina Regina Taddia, interpretó en la “Fiesta de la Canción de las Américas” su poema “Anhelo” con música del maestro Francisco Xavier. En 1955 dio a conocer editada por Pol Hermanos, su obra “Estudios de la Literatura Dominicana” que fue libro de consulta en nuestro país y texto de los alumnos del 5to. Año del Bachillerato del Instituto Cultural de Occidente de Mazatlán, México.
Fue Secretaria del Embajador de Japón en la República Dominicana después de la revolución constitucionalista de 1965. Las fotografías que ilustran este artículo “Biografía de un alma”, fueron cedidas a la autora por la profesora Inés Constanzo Martínez (1928-2010), gran amiga de Esthervina Matos.