La literatura dominicana cuenta con obras paradigmáticas de habitual polivalencia transhistórica, con variaciones interpretativas sobre temas nacionales, y recursivos en su contenido ideológico, donde la oposición entre la semejanza o contigüidad de un tema que se expresa como transposición, desde el género a la especie, o desde la especie al género –según la analogía- plantea inequívocamente un eje de explorable complejidad.
Los escritores del siglo XIX nos remiten a la búsqueda de un signo lingüístico configurado por una realidad histórica-cultural, donde se plantee la transcodificación de las heredades hispánicas-taínas, la transformación de sus medios de expresión, como una ventana abierta para llamar la atención sobre la noción identitaria de lo dominicano.
En ese sentido es importante comprender la narratología que desde el pasado se ha construido de lo que somos, o de lo que por cinco siglos se ha pretendido que “aceptemos” que somos, como es volver la mirada hacia el libro Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván, considerado como una joya bibliográfica, por ser la novela dominicana decimonónica de mayor proyección internacional, la más conocida, la más leída. Esta leyenda histórica, que representó ocho años de investigación al autor, de la cual se han realizado más de cincuenta y una ediciones subvencionadas por el Estado, y otras por organismos privados, se publicó completa en 1882 con Prólogo de José Joaquín Pérez. [1]
Galván, que acumuló en su haber una larga hoja de servicio público, desempeñando cargos en el tren administrativo de primer orden, reconstruye en su texto (entre otros aspectos) el proceso de alfabetización, instrucción primaria, y el ambiente en el cual fueron educados los caciques y nitaínos de La Española en tiempos del virreinato, en especial, lo que podríamos llamar la vida conventual del cacique Guarocuya, bautizado con el nombre de Enrique, cuando realizaba sus estudios bajo la tutela de quienes visten el hábito de San Francisco.
Desde la publicación de Enriquillo se afianzó, en cierto modo, la impronta de las corrientes hispánicas en el proceso creativo. Este es un clásico de la literatura dominicana, y da inicio a la narrativa indigenista. En todas las escuelas de la República -hasta el siglo pasado, desconocemos si acontece ahora- se leía la obra cimera de Galván, era lectura oficial, escogida o selecta en la Educación Secundaria.
Pedro Henríquez Ureña escribió que: “El más puro hombre de letras es Manuel de Jesús Galván (1834-1910), autor de la gran novela histórica Enriquillo, escrita en prosa castiza, pulcra, de ritmo lento y solemne; ciñéndose unas veces a los hechos, otras innovando, da en amplio desarrollo el cuadro de la época de la conquista, desde la llegada de Ovando hasta la justa rebelión del último cacique de la isla, desde 1519 hasta 1533, año en que termina con generosa decisión de Carlos V.” [2]
Enrique, el cacique taíno, en su adultez (según interpretamos por la lectura de la obra) iba detrás de la infinita esencia de aquella utopía de la igualdad natural de las personas en la peregrina evolución de los siglos, pero en este caso teniendo de frente el escenario del “encuentro de culturas”. Vivió entre dos mundos que, por supuesto, no se acercarían superficialmente. Descubridores y “descubiertos”, colonizadores y colonizados, sacudieron con la férrea lucha que sostuvieron el siglo XV. El cacique, llegado a la adultez, comprendería que asistía a un porvenir que estaría marcado por la hazaña, no por la aventura de los mares, que voluntaria o involuntariamente, conscientes o inconscientes, situaba a los caciques y nitaínos de frente al punto de partida de un choque de civilizaciones.
Manuel de Jesús Galván colmaría de gloria esa ideologización que hizo del cacique, con su manuscrito que dio a conocer en 1882, que contiene la relación más completa de la vida de Enrique, que se subleva con ira contra el dominio del Reino de España en las montañas de Bahoruco.
Enrique, al igual que otros caciques y nitaínos, fue alfabetizado por frailes franciscanos que vinieron en la expedición del 15 de abril de 1502 encabezada por el sacerdote Alonso de Espinar, que trajo a la colonia de La Española al férreo Comendador de Lares Frey Nicolás de Ovando. Aún cuando las labores de construcción diezmaron a los taínos, y los violentos enfrentamientos de Ovando en los cacicazgos de Jaragua e Higüey resultaron genocidios y crímenes imborrables, el monasterio de San Francisco de Asís albergaría a los primeros maestros de la villa levantada por las manos laceradas de más de dos mil indígenas de esta tierra, que por más de cincuenta años dejaron las huellas de su sangre entre las piedras y los ladrillos con los cuales levantaron la antigua Iglesia y el Monasterio, cuyas ruinas hoy se pretenden destruir para también borrar los vestigios de la esclavitud debajo de la tierra de ese templo, donde yacen osamentas con grilletes colocados en las manos y en los pies.
Es cierto, que esos austeros religiosos trajeron consigo libros, y que los frailes de San Francisco eran “de muchas letras”, y que emprendieron una labor docente en la isla, pero ¿a qué costo? Se dedicaron a la instrucción escolar; fueron formadores de los hijos de los caciques y nitaínos; con el método pedagógico que ponían en práctica les enseñaban a leer, a escribir y a santiguarse, usando cartillas catequéticas y catecismos alfabetizantes.
En el claustro principal o “de la librería”, donde estuvo situada la biblioteca que formó Alonso de Espinar [3], estudió el cacique el “Arte de la lengua castellana” conocida como la Gramática de Nebrija, es decir, de Elio Antonio de Nebrija, y en el internado de Santa María de Verapaz bajo la tutela de Fray Remigio de Fox [4] que lo alfabetizó antes de cumplir la edad de nueve o trece años. Enrique se hizo intérprete, y era un alumno bilingüe.
Pero volviendo al relato de Galván, el cacique Guarocuya fue el primer natural de las Indias Occidentales que emprendió la inmortal lucha de enfrentarse a las arbitrariedades de la civilización hispánica. Negoció un régimen de libertad para los indígenas de La Española, y como un hecho extraordinario en el derecho de gentes, compartió con el Emperador Carlos V la soberanía de la Isla, y firmó el primer Tratado de Paz suscrito en América, luego de quince años de rebeldía en las sierras. [5]
Las Ruinas de San Francisco de Asís y el Convento erigido en la colina, donde se “respiraba con placer el puro ambiente de los bosques”, desde donde “se divisaba la casita que había sido de Higuemota, la pradera y el caobo de los paseos vespertinos”, donde según Bartolomé de Las Casas, el cacique escuchó “las animadas narraciones de Quinto Curcio, Valerio Máximo, Tito Livio y otros célebres historiadores”, y “leía las proezas ilustradas en aquellas páginas inmortales”, de acuerdo a lo narrado por Manuel de J. Galván en su célebre leyenda histórica Enriquillo, desde hace dos años se han revelado como el cacique, y han vuelto a escribir lo que interiormente -con asombro, y sin olvido- hierve en la sangre de los vecinos y ciudadanos de esta ciudad que: “El criterio de la verdad y de la justicia es el que guía las protestas”. [6]
Galván narra en torno a Enrique, y la verde colina, al referirse a la instrucción del cacique en el Convento, testimonio que traemos del pasado que revela como una cinta cinematográfica porqué no debemos dejar que destruyan o intervengan el Monasterio para convertirlo en un elefante blanco, porque éste es un monumento que debe continuar siendo explorado arqueológicamente, al ser vestigio de la opresión, de la esclavitud, del genocidio, de la rebeldía que emprendió quien amó a su pueblo.
Aún cuando la narración de Galván puede resultar, retrospectivamente, una recreación ideologizada del cacique, es importante leer, por ejemplo, párrafos como estos:
“Varias causas concurrían a la predilección de los reverendos frailes hacia el infantil cacique: en primer lugar, la gracia física y feliz disposición intelectual del niño, que aprendía con asombrosa facilidad cuanto le enseñaban, y manifestaba una extraordinaria ambición de conocimientos literarios y científicos superiores a su edad. Todo llamaba su atención; todo lo inquiría con un interés que era la más asombrosa distracción de los buenos franciscanos. En segundo lugar, las recomendaciones primitivas del Licenciado Las Casas, frecuentemente reiteradas en cartas llenas de solicitud e interés por el niño que había confiado a aquellos dignos religiosos, de quienes en cambio se había él constituido procurador y agente activo en la capital de la colonia, para todas las diligencias y reclamaciones de su convento ante las autoridades superiores; al mismo tiempo, que bajo la dirección de religiosos franciscanos, hacía los ejercicios preparatorios para abrazar el estado eclesiástico, al que de veras se había aficionado por el hastío y repugnancia que le inspiraban las maldades que diariamente presenciaba. Por último, Diego Velázquez, teniente de Ovando en Jaragua, seguía por su parte atendiendo solícito al infante indio, y proveyendo con cariñosa liberalidad a todas sus necesidades, como si fuera su propio hijo; no dejando adormecer su celo en este punto las frecuentes misivas del eficaz y perseverante Las Casas, con quien tenía establecida la más amistosa correspondencia.
(…)
“Para esta parte de la instrucción de Enrique estaban señalados dos días a la semana, en que el muchacho, discurriendo libremente hasta el hato, seguido de su fiel Tamayo, respiraba con placer el puro ambiente de los bosques. Sin embargo, cuando terminados sus ejercicios volvía por la tarde al convento, al cruzar por la cumbre de una verde colina que cortaba el camino, sus ojos se humedecían, y su semblante contrariado por un pesar visible, tomaba la expresión de la más acerba melancolía. Desde allí se divisaba la casita que había sido de Higuemota, la pradera y el caobo de los paseos vespertinos; y este recuerdo, hiriendo repentinamente la imaginación del niño, le infundía el sentimiento intuitivo de su no comprendida orfandad.
(…) Mientras que los demás niños escuchan con igual indiferente distracción las animadas narraciones de Quinto Curcio, Valerio Máximo, Tito Livio y otros célebres historiadores, el precoz caciquillo del Bahoruco sentía los transportes de un generoso entusiasmo cuando leía las proezas ilustradas en aquellas páginas inmortales, Fray Remigio usaba este medio como el más a propósito de inculcar en el alma de sus alumnos el amor al bien y a la virtud.
“Había un episodio histórico que conmovía profundamente a Enrique, y sobre el cual prolongaba sus interminables interrogatorios, al paciente profesor. Era la sublevación del lusitano Viriato contra los romanos. Cómo pudo un simple pastor, al frente de unos hombres desarmados, vencer tantas veces a los fuertes y aguerridos ejércitos romanos. Quién enseñó a Viriato el arte de la guerra. Por qué el general romano no lo desafío cuerpo a cuerpo, en vez de hacerlo matar por traición. Estas preguntas y otras muchas por el estilo formulaba aquel niño extraordinario; y el buen padre Remigio, entusiasmado a su vez, las satisfacía con el criterio de la verdad y de la justicia, depositando en el alma privilegiada de su discípulo gérmenes fecundos de honradez y rectitud”. [7]
No obstante, es José Joaquín Pérez, en su prólogo al libro, que sintetiza la personalidad del cacique, al escribir que: “Enriquillo es un símbolo y una enseñanza. Es el símbolo perfecto de los oprimidos de cuantas generaciones han venido batallando trabajosamente contra ese inmenso océano de tempestades que se llama la vida; es la encarnación de todo ese cúmulo de desgracias que pesa como una maldición del cielo sobre la frente de los desheredados de la tierra”. [8]
… es ese “criterio de la verdad y de la justicia”, al cual se refiere Galván, al que hemos aspirado siglo tras siglo, centuria tras centuria, y año tras año; es lo que aún no tenemos; es lo que no ha germinado ni se ha alcanzado aún en esta tierra, por el cual agonizan los inocentes, y los seres humanos se convierten en espectros, y otros se autoexilian en la tragedia de sus vidas. No vale, aparentemente, ninguna introspección que hagamos ahora para comprender lo absurdo que resulta aun no tener la posibilidad de alcanzar ese criterio, por más elucubraciones que hagamos, por más palabras que lancemos como protestas, por más rutas de evasión que se construyan, parece que los pueblos no saben reconocerse cuando han sido mutilados en su identidad, y menos aún renacer después de “liberarse” de un tiránico sistema.
En 1519 Enriquillo se sublevó por la falta del “criterio de la verdad y de la justicia” de los colonizadores, y el desenlace lo conocemos, luego de un proceso de concientización interior. Ahora, en este tiempo de oscuridades metonímicas en que vivimos, donde el Estado patriarcal perturba todo, enmascara todo, y que se articula en torno a la escatología cristiana, donde en silencio, con cierta mudez, se “confiesan” todos los pecados menos el de la opresión y el abuso de poder, espero que en el 2019 se termine lo que parece irremediable: la castración espiritual, el desconsuelo, la orfandad y la exclusión de los que son víctimas de la ausencia del “ criterio de la verdad y de la justicia”.
Navidad. 25 de diciembre, 2016.
BIBLIOGRAFÍA, GRABADO Y FOTO
[1] Max Henríquez Ureña. Panorama Histórico de la Literatura Dominicana. 2da. Ed. Ampliada. Col. Pensamiento Dominicano, Santo Domingo: 1966): 289-290.
[2] Henríquez Ureña, Pedro. Obra dominicana (Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1988): 487.
[3] Errasti, Mariano. O. F. M., en la portada de su libro Los primeros franciscanos en América. Isla Española, 1493-1520 (Santo Domingo: Fundación García Arévalo, Inc., 1998): 113.
[4] Ibídem, 178.
[5] Ibídem, 188.
[6] Manuel de J. Galván (1834-1910), Enriquillo, Leyenda Histórica. 1ra. Ed. (Santo Domingo: Imprenta García Hermanos, 1882), V + 336 páginas):53. [Prólogo de José Joaquín Pérez. Capítulo “El Convento” XXI. Edición canónica. El primer propietario de este ejemplar fue Emmanuel (Lico) H. Pimentel. Contiene los siguientes grabados: 1. “Argumento victorioso de Guaroa”; 2.” Educación de Enriquillo”; 3. “El billete fatal”; 4. “Muerte de María de Cuellas”; 5. “Las Casas alertado por su fiel Camacho”; 6. “Conferencia de Enriquillo con el Capitán San Miguel”; 7. “Fin”.
[7] Ibídem, 50-52.
[8] Ibídem, (s/n, página II).
La fotografía del ábside de la librería del Convento, autoría de Hilde Domin que acompaña este artículo ha sido reproducida del libro Los Monumentos Arquitectónicos de la Española, Tomo II, de Erwin Walter Palm, publicado por la Universidad de Santo Domingo en 1955.
El grabado de “Indios escuchando a un fraile franciscano” que reproduce Mariano Errasti, O. F. M., en la portada de su libro Los primeros franciscanos en América. Isla Española, 1493-1520 (Santo Domingo: Fundación García Arévalo, Inc., 1998), que ha sido intervenida con colores para esa edición, se publicó por primera vez en la obra de Alonso de Molina, O. F. M., Confesionario mayor en lengua mexicana y castellana. México, Antonio de Espinosa, 15 de mayo 1565 en la hoja (3), y en la edición posterior de 1569 (que es la que cita Errasti), en la hoja (3). Ver al respecto: Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas. Número 10 (Julio-Diciembre de 1973): 76, 88-91, publicado conjuntamente por la Biblioteca Nacional, Hemeroteca Nacional y la Universidad Nacional Autónoma de México. (Nota aclaratoria de YNP).
Grabado del monje franciscano “Dirigióse al palacio y ante la estancia de la dama, se detuvo” es una composición impresa tipográficamente a ocho tintas de J. Triadó, que ilustra el ensayo de C. Nodier: Francisco Columna, publicado en el libro Cuentos de Bibliófilo (Barcelona: Instituto Catalán de las Artes del Libro, 1951):51. Tirada de setecientos ejemplares en papel de hilo Guarro, numerados. Este grabado pertenece al ejemplar número 27 (Propiedad de la autora de este artículo).
Una de las impresiones contemporáneas de la novela de Manuel de J. Galván (1834-1910) que más circuló, con el patrocinio del Estado dominicano, fue la 5ta. Edición en castellano realizada por la Editorial Librería Dominicana en 1955. Portada de Eligio Pichardo, Ilustraciones de Marianela Jiménez. [Contiene “el contexto de la Carta laudatoria del ilustre José Martí que la encabeza, 1909. Barcelona].