Quiero dejar constancia, desde la primera línea de este artículo, que renuncio públicamente al Premio Nobel de Literatura. No lo rechazo, como Jean-Paul Sartre, por no perder mi identidad filosófica, sino porque, para un español, recibir esa distinción es casi lo peor que puede sucederle en la vida.

Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez.

Un baldón pesadísimo cayó sobre José Echegaray, arrastrando los insultos y la envidia de los escritores más jóvenes, ni más ni menos que los noventayochistas. Contra Jacinto Benavente se organizaron manifestaciones y se atribuyó el premio sólo a su posible homosexualidad. Cuando lo obtuvo Juan Ramón Jiménez, José María Sánchez Silva, un franquista firme y estricto, autor de un libro sentimentaloide y melifluo, Marcelino, pan y vino, aseguró que mejor hubiera sido premiar al borrico de Platero y yo. Con Vicente Aleixandre se acusó de cobardes a los académicos suecos, incapaces de premiar a un comunista como Rafael Alberti. Y cuando Camilo José Cela lo ganó, se llegó a escribir que desprestigiaba al premio. Es que los suecos, con los españoles, no aciertan nunca, pero pareciera que con los extranjeros, sí. En el caso latinoamericano, no se ha apreciado mucho modernamente a Gabriela Mistral, que ahora se intenta reivindicar, pero fueron jaleados Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Los críticos de derecha minimizan al chileno y elogian al peruano, mientras que los de izquierda alaban al autor del Canto general y aseguran despreciar al de Conversación en la catedral. A Asturias lo hemos dejado muy injustamente en su patria querida y el colombiano ascendió a los cielos (con permiso de su hijo y medio biógrafo). Así, hecho el reparto, todos tan contentos.

Dicho de otra forma: a los suecos no les hagamos mucho caso pues, como ya indiqué, no saben más que nosotros.

El cainismo es el mayor defecto español y me temo que también anda trasteando por ahí, por América. Sin embargo ello no quiere decir que los miembros de la academia sueca acierten siempre. Al fin y al cabo, no son más sabios que ustedes o que yo y, probablemente, han leído bastante menos. Tampoco los creamos dioses del Olimpo. Tienen, eso sí, una virtud: descubren escritores desconocidos, algunos buenos, otros simplemente discretos, cuyas biografías y los resúmenes de sus obras, que ahora con internet resulta fácil conocer, nos previenen y convencen de que, si bien no los habíamos leído nunca, tampoco probablemente nos interesa nada leerlos. Hay tanta cantidad de libros interesantes que el desbroce proporcionado por la academia sueca resulta de agradecer. En el caso de la literatura en español, desde Azorín a Borges o desde Ciro Alegría a Blas de Otero, la ignorancia y el desprecio de aquellos espías que llegaron del frío resulta inconmensurable. Bueno, no es exactamente así, porque mucho menos saben lo que ocurre por el universo los miembros del jurado del Premio Nobel de la Paz; ¡Santo cielo, qué lista de premiados!  Los nórdicos no son de este mundo.

Frente a lo que dicen los suecos se trata de hacernos los suecos, porque ustedes saben que la expresión procede de la palabra latina “socum”, leño, pedazo de madera, de donde proviene nuestra palabra “zueco”; leño, madera y zueco no suelen escuchar mucho. Dicho de otra forma: a los suecos no les hagamos mucho caso pues, como ya indiqué, no saben más que nosotros, y en cambio no dejemos de leer a aquellos autores que no premian.

Sobre eso que he dicho al principio… Bueno, si algunos insisten, propónganme a los de Estocolmo. Yo haré como si no me enterase.

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