SANTO DOMINGO, República Dominicana.-En mis largas conversaciones con la escritora dominicana Hilma Contreras, en su residencia de la Avenida 5ta., número catorce, de la Urbanización Jardines del Sur, de manera recurrente afloraba una insistente pregunta: “Hilma, por favor, no me dejes en ascuas, y menos aún, con la duda; ya dale final a ese enigma: dime la identidad del personaje, del cura, de tu cuento “La Ventana”. Y ella, con una mirada incendiaria, rutilante, pícara, nada ingenua, a sus 93 años, alcanzando la ancianidad, me confirmó, lo que ya no sería un secreto a sotto voce: “Es que no puedo. Pero bien, era un cura, profesor nuestro -Ana Quisqueya también lo sabe-, que todas las muchachas de la Facultad conocíamos que tenía esa “debilidad”. Era el Padre Oscar Robles Toledano”. [1]
El cuento “La Ventana” es uno de sus textos más reproducido en antologías nacionales y extranjeras de Hilma Contreras, escrito el dos de agosto de 1951, según consta en el original mecanografiado por la autora, tiene una trama bien urdida, trazado con naturalidad en el uso de la artificiosidad de la palabra, sorprende; nos presenta el escenario de una ventana colonial, y que desde sus adentros el estremecimiento evoluciona por lo sugerido por realidad y la imaginación.
Sobre el mismo le refería a Hilma: “El cuento tiene sus entrelíneas; una sensualidad que concelebra lo lírico con el deseo flotante, haciendo al lector un cómplice fascinado, puesto que, además, de que no fuiste una “escucha-pasiva”, pero mucho menos una “observante-pasiva”, y nos lleva a navegar por tus pensamientos liberados de estereotipos”.
El manuscrito de “La Ventana” mecanografiado en una máquina Remington No. 10, se compone de tres cuartillas, 8 ½ x 11, que revela el dominio de la autora en la escritura del relato corto, puesto que nos va conduciendo con un tono exquisito y sutil por el “traspié” pasional de un sacerdote, “andanza” que ha quedado plasmada magistralmente en este cuento. Fue publicado, por primera vez, en los Cuadernos Dominicanos, de noviembre-diciembre de 1951, y, posteriormente, en el libro Entre dos silencios (1987) con portada ilustrada por la pintora Noemí Mella.
Para escribir este artículo tuve que recurrir al archivo de Hilma, para reproducir las copias de dos cartas, sin pretender ser insolente, ni procurar discusión alguna sobre el tema, sólo es para dejar constancia de un dato para la historia de la literatura, y, en especial, para la crítica especializada en la obra contreriana, y revelar el nombre del Padre que no se nombra en el cuento, y que Hilma no menciona en su carta a Manuel Cachán [2], crítico cubano-norteamericano, cuando cursaba su licenciatura en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Tulane en la ciudad de New Orleans, en abril de 1978.
- UN PREFACIO NECESARIO
¿Qué será mejor para vivir el éxtasis a plenitud: la opción del celibato o despertar el deseo a lo prohibido que no incluye huir de las oleadas del océano y sus aguas no menos santa? ¿Quién conoce de las charlas confesionales de los curas, quién vigila sus sueños, el deleite de dejarse llevar por la otra piel que no sea la suya?
El Padre de “La Ventana” se hace un “intruso” de las sombras de la noche, y de la sexualidad reprimida; acepta el placer en su cuerpo sin compromiso emocional; se entrega al abrazo amoroso, deja los prejuicios, los dogmas, el código canónico; se deja sobrecoger en sus carnes por el desarraigo, venciendo las máscaras de la hipocresía en ese espacio secreto que es la cama/alcoba.
Hilma Contreras escribió “La Ventana” para re-escribir lo que las rendijas dejan como espacio para la creatividad, y contar libre de ataduras una historia en tono omnisciente, que narra, a la vez, un hecho, una circunstancia que se apropia de su discurso. Una sola voz, la de ella, es la voz de las otras, desde una ventana que comprende un “nosotras” de experiencia. Una ventana develando un encuentro, un territorio que se presume ajeno, íntimo, donde se hace el milagro de quebrarse el afán de mentir los que llevan una sotana. Su mirada es clara, inteligente y penetrante, de rápida captación del suceso. Es una mirada shawiana que evoca con garras un realismo-simbólico, para construir sin excesos un cuento a partir del destello veloz de la luz en la noche.
La narradora alerta lo que se presume: que en una sotana está todo el presagio de lo que no hace imposible que la pasión necesite de una amante en el verano. Su voz se vuelve la voz que enuncia cómo la carne subordina la pasividad “espiritual” y activa la fantasía de la posesión de un cuerpo, donde el sexo fuerte cede ante el sexo débil. No plantea una moralidad circunstancial ni el ameno entretenimiento de alguien que abandona lo celestial ni un infernal destino, sino, tal vez, la emancipación de la fuerza de un arrebato de la serpiente y el paraíso, que no conoce otra frontera que la muerte cuando la libertad de los instintos es un egoísmo legítimo.
El “leit-motiv” del texto -puede pensarse- es presentar la condición humana tal cual es, la elección de vivir no ocultando la naturaleza viril de los “santos” hombres que toman los hábitos, pero que se queman en la lujuria, olvidando la esencia del cristianismo, porque prefieren las cosas mundanas, a la salvación que predican las instituciones espirituales temporales.
Un cura innombrado, entregado a unos brazos que le esperan, y el olor embriagador de una mujer que quiebra su identidad ante los ojos de quienes advierten su llegada al nido. ¿Cómo hace Eros agonizar la existencia de una sotana? Este texto es la recuperación biográfica de un personaje religioso que tuvo el privilegio de la alcoba para intercambio de placeres, para asumir lo erótico sin ataduras, aparentemente, sin complicidades conocidas o testigos oculares.
Hilma Contreras nos narra cómo mientras comparten “cuatro mujeres en cuatro torres de aire” [3] en el estudio de Aída Bonnelly que había regresado graduada de piano del Juilliard School of Music de Nueva York, y que la autora llamaba “nido de cojines”, ubicado en la calle Danae número 40, casi esquina Santiago, hoy número 62, se hace propicia la intimidad del pensamiento al escuchar la “Sonata en Si Menor” de Franz Lizst, hasta el punto de desinhibirse; alimentan el silencio con la melodía, y una es testigo de cómo se dejan caer los altares de la santidad del Padre, del “pecador”, que comete el “exceso” de ser irreverente ante la cruz, al falso pudor que se hace dueño de las apariencias.
El “pecador” es un conocido catedrático de latín, de la Universidad de Santo Domingo, profesor de Hilma en sus años de estudios de la carrera de Filosofía, y es ella quien advierte que la sotana del cura ardía, derrotada por el cuerpo, sin temer al castigo bíblico en ese goce de ensueño.
No obstante, pienso, que para él nada importó, ni siquiera que el “pecado” que se comete a través del placer del cuerpo, que es lo que se debe negar al escoger la vida consagrada a Dios, es el que encarna su incendio, y posterior, rendición, hasta esperar su muerte. El Padre, desnudo, con ese torso que la mirada hace suyo, se escapa en una cita del ojo escrutador del Todopoderoso. Su voluntad desfallece porque su existencia terrenal no tiene un observador que pueda ver su vida cotidiana, puesto que, lo visual no siempre es contemplación, sino recogimiento de la mirada desde afuera de esas “realidades” que el ojo traza para desvestir la “realidad” creída y asumida como tal.
“La Ventana” es un cuento que inmortaliza la superioridad intelectual y el genio creativo de nuestra primerísima narradora, Hilma Contreras, y nos revela cómo Lizst tiene para su gloria que la pluma de una extraordinaria escritora del Caribe, se dejara llevar por su música y su arte para escribir sobre los dominios de Eros, cómo influye en la intimidad peligrosa que traen las redes del eterno femenino para que las armaduras de un hábito sacerdotal se hicieran cenizas en la alta noche, cuando la luna favorece la desbordante pasión con el almíbar del placer, y se deja a un lado el celibato sentimental al alzar los brazos para consumar un abrazo, y unir los labios a los de una mujer de manera irrevocable. Creo, sinceramente, que el amor se necesita para ser fértil, y el Padre Oscar Robles Toledano lo sabía, si lo dudan, empecemos a leer su obra pródiga.
- INTERCAMBIO DE CORRESPONDENCIA DE MANUEL CACHÁN E HILMA CONTRERAS, ABRIL DE 1978 EN TORNO AL CUENTO “LA VENTANA”.
- A) CARTA DE MANUEL CACHÁN A HILMA CONTRERAS
New Orleans, abril 15, 1978
Dña. Hilma Contreras
Embajada de Francia
Sto. Domingo, República Dominicana
Apreciada Sra. Contreras:
Al igual que usted me apasiona el cuento, tanto que me he atrevido a publicar alguna colección de ellos. Actualmente estoy trabajando para mi licenciatura en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Tulane en la ciudad de New Orleans.
Mi más reciente curso es la literatura dominicana. Hemos tenido el placer de revisar la antología de la Sra. Cartagena [4] y lógicamente hemos leído los dos cuentos suyos que se incluyen en el mencionado libro. Nuestra sorpresa ha sido extraordinaria con La ventana. Es un cuento intrigante, un “iceberg” que encierra grandes complejidades, en el que la realidad ha sido tan fragmentada que da pie a muchísimas interpretaciones. Eso ha sucedido en nuestra clase, y las discusiones que se suscitaron fueron variadas hasta el punto de que no existía un argumento idéntico entre ninguno de nosotros. ¿Podría usted ayudarnos?
Como autor es absurdo que le pregunte cual es el significado de su cuento. La realidad artística radica precisamente en el aglutinamiento de lo absoluto que nace de una propia intimidad que reside en la realidad. Sin embargo, una explicación del autor, sobre todo a nosotros estudiantes de literatura, sería de un gran beneficio.
Como si esta molestia no fuera suficiente, al escribirle la presente (que ruego a Dios que llegue a sus manos) tendré que rogarle por una respuesta inmediata. Vea la fecha de hoy… ¡nuestras clases terminan a final de este mes! Es decir, tengo menos de quince días para enviarle la presente, esperar que llegue a sus manos e implorarle que la responda inmediatamente… ¡Cuánto se lo agradeceríamos! ¡De cualquier forma, su obra es profundamente admirada!
Acepte mis mayores excusas, y mi vehemente deseo de su feliz respuesta. A sus pies, Manuel Cachán.
Tulane University. Charles Rosen House 6440 S. Claiborne Ave #206 New Orleans, La. 70125 U. S. A.
- B) CARTA DE HILMA CONTRERAS A MANUEL CACHÁN
Santo Domingo, 29 de abril, 1978
Señor Manuel Cachán
Tulane University
Charles Rosen House
6440 S. Claiborne Ave #206
New Orleans, La. 70125
- S. A.
Apreciado Señor Cachán:
Cuando me escribía Ud. me encontraba yo de vacaciones y sólo esta mañana me entregaron su carta. Siento mucho este contratiempo que ha hecho imposible corresponder a su pedido de recibir una contestación mía antes de finalizar el mes de abril.
De todos modos, deseo agradecer su admiración por mi obra intentando una explicación de La Ventana, agregando una interpretación más a las expresadas en su clase, muchas de las cuales, estoy segura, pueden ser aceptadas (el cuento lo permite).
Hay una realidad: la terraza, las cuatro amigas, la noche tropical, la casa colonial, la música de Liszt. Y es precisamente este nombre, Liszt, lo que desata la imaginación de la narradora.
Cada una de las mujeres está sumida en su recogimiento (torre de aire) escuchando la sonata y su propia emoción (música subcutánea). Liszt tomó los hábitos sacerdotales al final de su vida. Por asociación de ideas, esta circunstancia despierta en la muchacha el recuerdo de un cura de la ciudad. Su fantasía se desborda… y piensa que cuando un sacerdote se abandona al amor carnal la sotana enrojece, debe arder, vencida, por lo menos momentáneamente, la vocación religiosa.
Una urdimbre de elementos reales para el tejido poético de la fantasía. Le deseo éxito en su vida y como escritor. Cordialmente le saluda Hilma Contreras.
III. EL CUENTO “LA VENTANA” (1951) DE HILMA CONTRERAS
Sabía que sucedería. Viejos rumores me hacían vivir presintiéndolo desde mucho tiempo atrás.
—De momento –me decía–, se le incendian los hábitos.
Y le ardieron en lentas exhalaciones.
Fue una noche clara como mirada de niño, en una terraza pequeña, silenciosa, flotante, con el aliento del mar sobre las cuatro. Porque éramos cuatro mujeres en cuatro torres de aire. Oíamos música. La música de Liszt y la nuestra, la que cada uno de nosotros lleva en la sangre, únicamente audible a nuestro propio pulso. A veces –muy raras veces, casi nunca– la inquietud de alguien se inclina sobre la música subcutánea la que nadie oye, y allí se queda diluyéndose en una armonía angustiante.
Cuando apagaron las luces, la terraza se puso a flotar en la inmensa pupila azul de la noche. Salían las notas del estudio… Una sonata…
De pronto un filo agudo de luz cortó el aire de mi torre y comencé a oscilar, a punto de romperme, los ojos bebiendo existencia en la ventana iluminada.
Era una ventana abierta de un tajo en el espesor colonial de la pared, hueco híbrido entre ventana y tragaluz invertido, de cuyo derrame exterior resbalaba a chorros la claridad. Allí estaba. Lo esperaba, como se espera lo que no ha de fallar. El torso inverosímilmente desnudo vino a la ventana y dilató los pechos.
—¿Listo? –preguntó una voz varonil desde fuera.
—Sí –contestó, pero un momento todavía: es mi hora de amar.
Y se volvió. Era su hora, como todas las horas de su vida atormentada. ¡Cómo si un redondel en los cabellos fuera bastante para encasillar una vida, toda una larga vida de hombre velludo!
De espaldas a la ventana y al destino, extendió los brazos. Pero yo no quería penetrar tanto en su pecado ni en su muerte. Iba a suceder. Íbamos a incendiarnos.
La emoción me retiró los ojos de aquella herida blanca.
Hubo un temblor en el cielo. A pasos lentos comenzaron a descender las estrellas, se alargaron poco a poco en una caída vertiginosa, todas en una lluvia larga, interminable, sobre la tierra.
Cerré los ojos acatando lo inexorable, el cuerpo traspasado de estrellas. Sin mirar sabía que en la ventana colgante en la atmósfera luminosamente callada, enrojecía una sotana a la que había llegado su hora.
***
Un relumbrón me quemó los párpados.
Frente a mí acababa de encender un cigarrillo la más trigueña de las cuatro. Ahora contemplaba el mohín burlón del fósforo ardiendo entre sus dedos.
—Eso es dinero –comentó.
Pero yo lancé una exclamación.
La ventana había desaparecido.
Allí, entre los mangos del solar, permanecía la vieja casa colonial. Pero la pared estaba ciega, sin ventana ni tragaluz ni hueco híbrido.
—Parece que se fue la luz de la calle –apuntó Merilinda–. No se ve un solo foco encendido.
—Es una lástima –lamenté–. Fueron sus ojos de lechuza los que iluminaron la tonsura del Padre.
—Mejor –dijo la del cigarrillo–. Ahora estamos verdaderamente solas.
[1] El Padre Pbro. Dr. Oscar Robles Toledano (1912-1992), conocido también por el seudónimo P. R. Thompson, cuando publicaba artículos de opinión en el periódico El Caribe. Fue Vicerrector de la Universidad de Santo Domingo, y catedrático de distintas asignaturas en la Facultad de Filosofía. Hombre de vastos conocimientos, políglota y erudito.
[2] Manuel Cachán actualmente es profesor asociado de literatura latinoamericana en Valdosta State University, Georgia, EE. UU.
[3] En 1993, Hilma Contreras nos revela en una entrevista que sostuvimos en su casa el nombre de las cuatro mujeres del cuento (Aída Bonnelly, Aída Cartagena, Hilma Contreras y María Perdomo), nombres que se han citado y repetido en posteriores artículos de otros autores y autoras, sin hacer mención de la fuente original: la nuestra.
[4] Aída Cartagena Portalatín. Cachán se refiere al libro Narradores Dominicanos: Antología (Caracas: Monte Ávila, Editores, 1969).