“Camaradas, Lenin no sólo es nuestro jefe, no sólo fue el escogido entre millones de hombres, es nuestro maestro por la gracia de Dios, el auténtico maestro, ese que, en la Historia de la humanidad, únicamente nace cada quinientos años”.
Grigori Zinóviev fue uno de los más importantes dirigentes bolcheviques. Íntimo de Lenin, al que defendió con palabras tan sorprendentes, y hasta ahora desconocidas para mí, como las que inician este artículo —¿quién más se atrevió a afirmar que Lenin fuera un elegido de Dios?—, llegó a ser, sin embargo, encarcelado y desterrado por él, fue posteriormente miembro del triunvirato, junto a Stalin y Kámenev, que gobernó a la muerte del gran revolucionario y, al final, fue ejecutado por orden del primero de ellos. El párrafo lo leo en una crónica que el famoso periodista francés Albert Londres escribió desde Rusia en 1920.
El socialista español Fernando de los Ríos nos transmitió en 1921, en su libro Mi viaje a la Rusia sovietista, aquella conversación con Lenin en la que éste le respondió “Libertad, ¿para qué?”. André Gide, en 1936, publicó Regreso de la URSS donde expuso sus disensiones con el sistema soviético. Pocos hicieron caso a los libros de memorias de la comunista Margarete Buber-Neumann quien, confinada en un campo de trabajo soviético por ser alemana, fue luego entregada a los nazis, quienes la recluyeron en un campo de concentración por ser comunista. Durante los años cuarenta, Albert Camus, uno de los pensadores más lúcidos del siglo XX, ya denunció los errores del comunismo, lo que lo enfrentó definitivamente con Sartre, un filósofo que, según vamos sabiendo más de él, más prestigio pierde su obra. Ni siquiera los militares republicanos españoles ocultaron su disgusto por los escasos conocimientos estratégicos y tácticos de los generales rusos que fueron a ayudarlos en la guerra civil.
¡Qué difícil es negar un sueño de felicidad! Se dijo que un fantasma recorría el mundo. Creció la esperanza.
Hubo muchos otros testimonios sobre la insuficiencia ética, política y técnica del sistema. Pero no me interesan ahora los problemas ideológicos o políticos del comunismo. Ni la desaforada propaganda anticomunista o la actuación antidemocrática de las agencias político-policiales de los Estados Unidos. Lo que me inquieta es el porqué de que los intelectuales, en su mayoría, no quisieran (no quisiéramos, porque la autoceguera duró mucho) aceptar las denuncias o aquellos testimonios. Ni siquiera siguiendo la trocha abierta por el nada sospechoso Camus. Algunos lectores me gritarán desde sus butacas, sujetándose a una barra del medio de transporte en que viajan, o tumbados en la arena de una playa mientras leen esta columna: “¡Fue por ideología, tonto!”. Es muy posible.
Pero me gustaría pensar que fue por la esperanza. Quiso creerse que, al fin, la humanidad cambiaba, que había tomado conciencia de un modo justo de gobernar, que al fin los humildes, los desharrapados, los sans-culottes luchadores abandonados de la Revolución francesa, los subalternos (en términos de Gramsci) eran reconocidos en todo su ser de ciudadanos. Siglos de sufrimiento, acumulados uno tras otro sobre las espaldas de las mujeres, los hombres y los niños que han atravesado la historia de los países, moviendo todos juntos la maquinaria social pero sin gobernarla.
Ante tantas experiencias frustradas, feudalismos, monarquías, imperios, nuevos mundos, independencias, repúblicas, dictaduras, insolidaridades, tanto dolor y tantas lágrimas, apareció en los escaparates de los grandes almacenes de la historia un hermoso sueño, el de un nuevo un paraíso terrenal, lleno de dificultades y de espinas, pero paraíso. ¡Qué difícil es negar un sueño de felicidad! Se dijo que un fantasma recorría el mundo. Creció la esperanza. Pero el fantasma no supo o no pudo atravesar los muros. Luego cayeron solos.