“¡Los reptiles fósiles las prefieren rubias!”. Es un posible titular que discuten Li y Abel en una novela del checo Karel Capek. Guerra con las salamandras es una obra distópica publicada en 1936 en la que se describe una sociedad que descubre y cría salamandras gigantes que acaban pudiendo hacerse dueñas del mundo. No lo conseguirán, pero la humanidad ya no se sabe cómo podrá evolucionar. Quiso verse en esa obra una metáfora de la nueva esclavitud que crean los sistemas totalitarios de uno u otro signo.

Con la educación de las salamandras surge el problema del idioma. “Las salamandras criadas por el mercado de Singapur hablaban inglés básico, ese inglés científicamente simplificado que se arregla con un par de cientos de frases, prescindiendo de la gramática; y así la gente empezó a llamar este inglés reformado el inglés-salamandra”. El lector no puede dejar de pensar en el essential english, también denominado coloquialmente atlantic english, ese inglés pobre con el que se llevan a cabo la mayor parte de los negocios internacionales y que está empobreciendo, según explican los académicos británicos, el propio idioma, limitando el léxico y las fórmulas sintácticas. Un inglés que no pretende pertenecer a ningún sitio pues, precisamente, busca ser apátrida.

Cada estudiante de lenguas extranjeras sabe lo que busca, aquello que pretende.

En las escuelas elegantes, en cambio, “las salamandras se expresan en la lengua de Corneille, por supuesto no por motivos raciales, sino porque es parte de la educación superior”. No deja, pues, Kapec, de relacionar la lengua con la cultura y, especialmente, con la literatura.

Y es que el inglés no es el francés. El primer capítulo de Guerra y paz (1867), de Tolstoi, está escrito en su totalidad en francés. La sociedad aristocrática y burguesa rusa del siglo XIX usaba esa lengua corrientemente, vivía en su cultura. Con el inglés se vive, en cambio, en la economía.

Estudiar francés implica penetrar en su literatura, su historia y sus instituciones. No se trata tanto de aprender la lengua, sino de vivir en ella. La enseñanza del idioma lo muestra. Cualquiera de los libros que usemos para aprenderlo nos hará leer un poemita desde la primera lección. La lengua de referencia es la literaria. Las lecturas serán textos literarios adaptados o elegidos por su simplicidad. París y sus museos se recorren en las lecciones y el alumno descansa en los cafés, entra en el museo del Louvre, cruza el río Sena, sube la colina del Sacré-Coeur, se aproxima a la cinemateca. Francia no busca un nuevo hablante, sino un aliado.

El inglés ha asumido que es una lengua sin patria. A veces se hacen alusiones a Londres, pero el profesor es consciente de que el alumno tal vez prefiriera que le hablase del loop del metro de Chicago, o incluso de su mercado de granos, o de aquello que los antropólogos llaman los no-lugares: aeropuertos, hospitales, estaciones de autobuses. Si aprender el francés significa “estar”, aprender el inglés es siempre un “pasar”. El francés da estabilidad, el inglés, inquietud.

Estas diferencias no tienen por qué cuestionar ni la importancia, ni el valor  ni la utilidad de estos idiomas. Cada estudiante de lenguas extranjeras sabe lo que busca, aquello que pretende. Pero en la recuperación social —que no administrativa ni ministerial— de las Humanidades (el director de una empresa dedicada a la asesoría fiscal y de inversiones me decía que, al contratar economistas jóvenes, ya los buscaba que hubieran cursado también materias humanísticas), el aprendizaje del francés vuelve a crecer. No todo consiste en pasar por la oficina bancaria o tomar un avión.

¿Y, después, qué hacemos con el español?

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