SANTO DOMINGO, República Dominicana.-Parece ser que el arte de la pintura resulta para las poetas una manera de reflexionar para narrar los asuntos de su cotidianidad, las circunstancias halladas en su existencia, la acción de su escritura como contrapartida a su realidad provista de simultaneidades, o bien, resúmenes subjetivos y proemiales buscados.
El arte visual les ahorra palabras a sus consideraciones metalingüísticas, a su contemplación, a su “modestia” afectiva, a su discurso o al desaliento, a veces, de ser testigo de sí misma o de sus temores intuidos.
La pintura es un recurso plural para colocar a la palabra en posición invertebrada, y enunciar a la ficción; quizás sea un “modus” para generalizar sus textos o vincularlos a los signos cromáticos.
Zoilo A. Ulloa escribió en 1942 en edición la “Dominical” de la Revista Nacional Dominicana: “Delia Weber es una escritora consagrada… el amplio salón de su hogar está lleno de sus soberbios cuadros y como descuella en los colores de los paisajes, también descuella de una manera magistral como retratista, en cuyas pinturas revela un gran temperamento artístico, no por la pureza de las líneas sino por la rigurosidad de los detalles. En los cuadros de naturaleza muerta, su pincel es de una vivacidad sorprendente”.
DELIA WEBER NO PINTA DESNUDECES. En la segunda etapa del arte de Delia Weber, que corresponde de 1930 a 1960, hallamos una variedad de bodegones.
Son óleos, algunos de estudio o investigación; otros, elaborados en tonalidades ocres de gran intensidad. Weber en éstos combina una síntesis formal de la naturaleza través de los siguientes símbolos: frutas, flores, mesas, lámparas, candelabros, jarrones… son reiterados con un interés emotivo-conceptual. [1]
La retina del espectador conocerá en esta tendencia temática que, la paleta de Delia Weber la integran cuatro colores: el verde, el amarillo, el marrón, el negro y el rosado.
Weber no pinta desnudeces. El universo para ella, entonces, no está desnudo, ni tiene complejidades; no hay instantes inconclusos en su cotidianidad [2], sólo rutina en sus manos, reconocimiento de las cosas, aceptar reflejar la luz; nada se mueve, todo está inmóvil, demorado. El espacio son sólo los cuerpos, los objetos mirados-buscados, el ojo-avizor, las formas inequívocas, los contornos proporcionados por la perspectiva lineal o geometral de la visión.
En esta etapa el espacio es para Delia racional y homogéneo. Las materias tematizadas son un rito venatorio de la pintora. No se resiste a los imperativos cotidianos, a los contornos previstos del mundo, a la textura del color que se adhiere al aire.
Los bodegones constituyen la materiatura significante del mundo registrado; específicamente son una “visión-cuadro”, una formulación deseante, obstinada del ver viendo.
La mirada de Weber no urge en ser sartreana, no se induce a un molde cóncavo o convexo ni de pulsiones. Sólo cuando transita a habitarse la descongela, entonces surge paralelamente a esa tendencia en ella (academicista, clásica de retratismo, bodegones y naturaleza muerta), un neoimpresionismo revelado en un cuadro donde plasma al personaje en relación a sus circunstancias.
Corresponde a esta etapa un óleo fechado en 1930 donde interviene en su creación (por vez primera) un símbolo hermético, con una connotación dual: el símbolo de la puerta.
El cuadro al cual aludimos requiere una lectura visual fragmentada. Hay que mirarlo para conocerlo, para internarnos en él, para ver la imagen de una mujer configurada de espaldas que parece entrar por el marco estrecho de la puerta de su hogar. ¿Por qué de espaldas? ¿Por qué no de frente? ¿Por qué una mujer y no un hombre? Es largo pensar en esto. Ella entra, y el mundo es ya inconcluso, perturbado, inexplicable.
¿Cuál es el significado de este símbolo en la pintura de Delia Weber? ¿La inmovilidad, la no-salida, la no-comunión de amor con el otro, lo efímero de permanecer, la falta de luz y esperanza?
Pero en síntesis: este símbolo de la puerta es un signo portador de la estaticidad atribuida al sexo femenino, es sinónimo de pasividad y subordinación, puesto que, la mujer de espalda de este cuadro ha quedado inscrita en un código de deber-ser, que implica el mito de la figura maternal “suave, sentimental, afectiva, intuida, frágil, dependiente y pasiva”.
En 1930 Delia Weber, en el movimiento feminista de vanguardia, ya había expuesto y examinado la problemática de la mujer en una sociedad cerrada, machista y de autocensura. Ella en este cuadro muestra un símbolo de represión hacia la mujer: el ámbito del hogar, y los prejuicios institucionalizados alrededor de su entorno.
La casa era, entonces, un círculo estrecho, y quizás: el único símbolo cultural para lo femenino en 1930, porque la ciudad, las calles… que son sinónimo de actividad y conciencia no era un ámbito –en opinión de los otros- (de los tíos, hermanos, parientes, cuñados, sobrinos, esposo, compañero) para la mujer.
Las obras de Delia Weber de esta época, aunque parezca sofocada, son de una visión crítica desde donde se observa lo que ocurre en un carrusel enajenante.