(AM): En Huellas del errante, tu primer libro, publicado 2002, confiesas: “Amo este país, lo amo con tormentoso amor (…). Si no lo amara, jamás hubiera regresado a él. Pero confieso que cada vez me gusta menos” (página…). Después de más de dos décadas de estas reflexiones, ¿sigue en ti latiendo de manera intensa ese amor-odio?

(FM): Sigue latiendo, pero ahora con un poco menos de intensidad, de visceralidad, y un poco más de razón, de sensatez. Sabes, es una contradicción que no llegas a superar del todo, un pleito que no resuelves nunca, sólo lo barajas. ¿Cuándo es que te llegas a reconciliar con tu país? La insularidad, no la física, la mental, la existencial, el absurdo insular, cotidiano, es una condición difícil de sobrellevar, ¿sabes? Hay algunas cosas que me agradan, otras que detesto y muchas que combato cada día. En ciertas cosas hemos mejorado poco, muy poco, y en otras hemos empeorado mucho, muy mucho. Mi rebeldía y mi protesta son ahora más razonables, más sosegadas. Hace ya rato que entré en la edad de la razón. Pero la capacidad de indignación sigue ahí, y el espíritu rebelde también, bajo apariencias formales. Creo que la verdadera rebeldía es más íntima que externa. Soy un integrado que no ha dejado de ser un apocalíptico. Recuerdo a mi profesor de filosofía, el padre Aguerri, agustino recoleto. Me llamaba en broma “ácrata”.

(AM): Hay una reiteración en tu discurso filosófico, como un ir y venir, un girar hacia atrás y hacia delante, con relación al sentido de la vida y de la muerte. Esta última hay que situarla en el ámbito filosófico y cultural, donde entran el ser, la nada, lo efímero o lo transido, un vivir que conduce al infierno o al paraíso: “Ser una presencia insondable que nos acompaña siempre y con la que deberíamos aprender a convivir (…). La muerte es la otra presencia de la vida, así como la vida es la otra ausencia de la muerte (…). Nuestro profundo anhelo de trascendencia choca de frente con nuestra radical conciencia de finitud: somos mortales. Yo no quiero morir y, sin embargo, tengo que morir. En el fondo, todo somos Unamunos anhelantes y desesperados” (ibid. P. 53).

Andrés Merejo y Fidel Munnigh

En tu enfoque hay una complejidad sobre vida y muerte, que nos reenvía no sólo a Unamuno, sino a la filosofía estoica, en cuanto asumir con serenidad la conciencia de que somos mortales, ya que esta es inevitable y no podemos dejar que nos perturbe la vida. El afán de obrar a cada instante va dejando como sombra la quietud, lo inerte, el no obrar. ¿Vamos viviendo y muriendo a cada momento, a cada instante?

(FM): Así es. Y eso lo sabe y lo dice la poesía tal vez mejor que la filosofía. El vivir muriendo, el morir viviendo. Cada acto nuestro con el que pretendemos afirmar la vida, nos empuja más hacia la muerte. Cada acto, creador o rutinario, intenta negar la muerte en nosotros. Pero ella está ahí, siempre ahí. No es ni siquiera la muerte lo que nos perturba la vida: es su espectáculo espantoso y escandaloso. Son los otros que se van de pronto, que se nos adelantan y parten sin retorno. Son los referentes de nuestra juventud que se nos van muriendo y nos van dejando irremediablemente solos. Son ahora los muertos de esta pandemia, tanta gente amiga y conocida, querida, apreciada, que ha partido sin darnos siquiera el consuelo de poder despedirla.

(AM): La muerte en su visión cultural, de sistema de creencias religiosa, es totalmente diferente a la filosófica. En el libro Conversaciones en el lago. Narraciones filosóficas (2005) reflexiono sobre ella invocando a Octavio Paz, a propósito de la relación vida y muerte, que lo trabaja muy bien en el texto El laberinto de la soledad. Además, decir finitud forma parte del tiempo, que el solo nombrarlo es un desgaste permanente. Al terminar esta primera parte de este diálogo filosófico se nos ha ido una parte de nuestra vida que el tiempo no devolverá. Tiempo es vida y muerte.

Octavio Paz

Hay una cita que pongo como epígrafe en mi texto, y viene de la obra de Paz, La doble llama, que complejiza la muerte y la vida con relación al tiempo, la filosofía y la religión: “El bálsamo que cicatriza la herida del tiempo se llama religión; el saber que nos lleva a convivir con nuestra herida se llama filosofía” (p.33). La muerte, la vida, el tiempo, ¿son lecturas diferentes en el ámbito cultural y religioso como de manera puntual lo son en el filosófico?

(FM): Lo son. Pero no sólo son lecturas diferentes: son también vivencias distintas. La lectura de estos conceptos es un acto de comprensión puramente intelectiva, mental. La vivencia de ellos, un hecho de experiencia vital. Paz fue un extraordinario poeta-pensador influido por su experiencia oriental, india y japonesa, que llegó a comprender esa relación indisociable entre la vida y la muerte como dualidad constitutiva del ser humano. Estamos hechos de tiempo. Tienes razón: tiempo es vida y muerte.

Sin embargo, el problema no es la muerte, ese hecho tan natural y a la vez tan escandaloso, ni lo que hay después de ella, sino la vida, esta vida, este aquí y ahora: cómo vivimos, cómo debemos vivir. Y vivimos mal, o no sabemos vivir, o vivimos al día, o vivimos planificando demasiado el futuro, como si fuésemos a vivir eternamente, como si nunca fuésemos a morir. Lo que ahora me pregunto es cómo la muerte de tanta gente por esta pandemia viral puede de algún modo iluminar nuestras pobres vidas, las vidas de isleños insensatos.