“… cuando yo preguntaba a la ciudad del Ozama de dónde salían de la noche a la mañana, la mayor parte de aquellas restauraciones ostentosas de ruinas y aquel aire de renacimiento material y de remozamiento urbano, la respuesta que me daban los hechos vergonzosos de cada día me obligaba a mirar con pena la desaparición de las ruinas, que era, en cierto modo, la desaparición de la pobreza honrada”. EUGENIO MARÍA DE HOSTOS, 1892.
A mis amigos la cineasta Martha Checo y el Arq. Luis Guzmán.
I. LAS RUINAS DE SAN FRANCISCO Y LOS “ROMÁNTICOS”
He leído con asombro y tristeza un artículo publicado en la prensa sabatina titulado “Celos por unos muros al borde del colapso” donde se lanzan infortunados dardos a quienes el autor llama “la oposición del grupo de los románticos, que prefieren ver muros de piedra solitarios y en precario equilibrio, para conservar una “reliquia fría” como decía Salomé Ureña”.
La historia espiritual de ese santuario apartado de la ciudad, llamado las “Ruinas de San Francisco”, es una maravillosa historia que quizás solo la puedan compartir los que poseen la grandeza del corazón, y viven la historia no como un simple relato que se puede hacer poesía.
Nuestras Ruinas no son unas piedras estériles como pueden considerar algunos polemistas sobre este tema; por el contrario, son vestigios de las lecciones de la historia, el resultado como patrimonio tangible e intangible de los múltiples desgarramientos de nuestra existencia; son testigos fehacientes de la pérdida de nuestro liderato como ciudad Primada, mucho antes del nacimiento de la República; son evidencias de las convulsiones políticas, y de la manera en que continuamos fortaleciéndonos como nación ante las pretensiones foráneas de reducirnos a cenizas, de irritarnos haciéndonos la guerra, pretendiendo pasarnos el cuchillo por la garganta, y convirtiendo estas piedras en un sarcófago milenario solo con el revestimiento de las humillaciones.
Las Ruinas de San Francisco son nuestros vínculos desde antaño como ciudad con lo religioso-político y social, y el pasado de este pueblo que no deja de afligirse con angustia por sus infortunios y naufragios fratricidas. Estas Ruinas representan los trastornos que hemos vivido como cultura entre lo racional y lo irracional. Defenderlas, lo asumo, es ser una romántica racional, porque en ellas se ha ido mutando el tiempo de nuestras vidas de manera colectiva.
Ellas, las Ruinas, construidas para que abracemos la “civilización” y la señal de la cruz que nos trajo Occidente, es cierto, están sacudidas por el desquiciamiento de una flota poderosa de emisarios conquistadores que traen el comercio de la danza de los millones, detrás de la cual viene una suntuosa esquela escrita en documentos y contratos, que traerán un siniestro laberinto para encerrar a los Minotauros.
Las Ruinas, nuestras Ruinas de San Francisco, son las memorias del primer Monasterio de América, y han sobrevivido a todas las pasiones que traen el cobre y el oro, y a la decadencia espiritual que quieren imponernos. Ellas continuarán mirando hacia el Este, hacia donde se levanta la luz al amanecer, mostrando al mundo su vitalidad. Lloramos como románticos por ellas, y al lado de sus muros, en lo alto de la colina desde donde se vive a plenitud su grandiosidad y su emancipación serena de todas las escenas de la ciudad, con recogimiento y sin violento desasosiego.
¿Porqué no procuramos que nuestras Ruinas, aparentemente dormidas, se salven y sustraigan de la impersonalidad de esta ciudad; ellas, que están profusamente adornadas por el verdor de la naturaleza, por florecillas, por hierbas, amparadas por los insectos que las hacen su lugar de acogida, alimentándose de las inscripciones ocultas, de los misterios que envuelven sus piedras y el viento que murmura?
“Salomé ha resucitado” pensamos muchos. Su poema “Ruinas” se levanta desde su soledad pretérita. No es una oración fúnebre ni un poema homérico, es la mayor enseñanza de qué es la razón humana, la invención del ingenio, la heredad como pensar y sentir. Es la historia de un pueblo que no comprendió el sentido de unidad, de una nación que no tuvo fe en el porvenir, que no aprecia el cielo luminoso que posee ni el aire límpido que como corriente se esparce desde su mar.
II. LAS RUINAS Y SU ESENCIA ESPIRITUAL EN VOZ DE HOSTOS
Quizás quienes impulsan la trasformación de las Ruinas de San Francisco a un frío mall de hormigón, para auspiciar y dar continuidad a la acumulación originaria, han olvidado entre otros datos históricos, la opinión espiritual sobre esta ciudad y sus Ruinas del Maestro Eugenio María de Hostos, en 1892, de ese convento de religiosos franciscanos situado en “la cumbre de una verde colina”, que era un pulmón de la ciudad colonial entre “la pradera y el caobo” [sic].
Al igual que ayer, se producen en el devenir episodios que resultan ser similares a otros ocurridos en épocas disímiles, y, que se muestran en el presente como coincidencias que trae el azar concurrente, entre uno y otro. Traigo del recuerdo este testimonio del Maestro puertorriqueño como propuesta espiritual, para que procuremos que las Ruinas puedan continuar sobreviviendo desde su “soledad ensoñadora” en esta ciudad.
Leamos, pues, a Eugenio María de Hostos (1839-1903), el pensador antillano, que nos ofrece su docta y deslumbrante impresión sobre nuestras Ruinas en su serie “Quisqueya, su sociedad y algunos de sus hijos”, para que meditemos en silencio sobre lo conveniente o no, de transformar las Ruinas del Convento de San Francisco en un elefante blanco, reflexión que acompañamos con reproducciones de los grabados del libro “Santo Domingo, su pasado y su presente” de Samuel Hazard, editado originalmente en New York por Harper & Brothers, Publishers, en 1873 [1]:
Nos dice el Maestro, al contemplar nuestras Ruinas, en el siglo XIX:
“Pero como no hay ruinas que aquella fecunda zona no convierta en belleza deleitosa, la ciudad de Santo Domingo era extraordinariamente atractiva por el singular concierto de muerte y de vida que ofrecían los edificios derruidos, los pórticos mutilados, los claustros derrumbados, las arcadas demolidas, las paredes caídas, las viviendas arruinadas, circunscritas, coronadas, y culminadas por la arquitectura vegetal de los trópicos, mil veces más bella, más viva que eran en el momento de salir de manos del artista las construcciones que hoy adorna.
“Desde el punto de vista del progreso, la ciudad de los Colones ha ganado mucho y sigue ganando a medida que se restauran las viejas construcciones, se reedifican las ruinas y se levantan de sus mismos escombros los edificios remozados por el hombre, que el tiempo y el abandono destruyen.
“Es prueba que la ciudad recobra vida, que la población aumenta, que el bienestar se extiende, que el capital recobra la iniciativa que tuvo en aquellos primeros días en que de la noche a la mañana fabricó en medio de la selva virgen una ciudad notable.
“Pero desde el punto de vista del arte y de la historia, era más bella la ciudad en ruinas.
“Cuando, saliendo por la puerta del Conde a las afueras, el viajero se ponía a bordear el murallón enorme que contorna por oeste, norte y este de la ciudad, parecíale que aquellas piedras ennegrecidas, musgosas y casi creía que lacrimosas, antes que piedras superpuestas eran los cadáveres apilados de los millares de indígenas que sucumbieron en aquella obra, así monumentalmente por su estructura, cuanto por el dolor que la erigió.
“Por encima de uno de los ángulos de la muralla se levantaban las ruinas de un convento que abarcaba una extensión considerable, y del fondo de cuyos claustros, por la hendidura de cuyas paredes, de en medio de cuyos escombros, arcos, portalones, claraboyas, surgía potente, risueña, saludable, como la visión de la vida surge del seno de los cementerios, la flora entera de las Antillas, árboles, arbustos, yerbas, parásitos, enredaderas, trepadoras, brindando con sus colores, sus olores, su gracia, su elegancia, su belleza.
“En una de las extremidades de la muralla, en el ángulo sudoeste, y desde la alta plataforma del baluarte de San Gil, la ciudad del Ozama aparecía a la vez en un recinto y en sus alrededores, si bello aquél por la solemnidad que dan las ruinas a los lugares habitados, mucho más bellos los otros por los esplendores de aquel cielo, aquel mar y aquellos campos, el viandante no podía menos de confesarse que era una bella ciudad la capaz de ofrecer, en un solo golpe de vista, espectáculos tan opuestos entre sí”. [2]
Y, prosigue el Maestro Eugenio María de Hostos relatando en su largo ensayo “Quisqueya, su sociedad y algunos de sus hijos”, que publicó como una serie de artículos en 1892 en el periódico La Patria, de Valparaíso, Chile, y reproducidos en El Eco de la Opinión de Santo Domingo en el mismo año, sobre las Ruinas:
“A la verdad, entre un decaimiento llevado con decoro, y una exaltación ostentada con descoco, el decaimiento es preferible.
“Y si he de decir lo que pienso, pensando a la vez en la ciudad de Santo Domingo y en muchas de nuestras sociedades, se va en ellas tan pronto con la pobreza la honradez, y tan pronto viene en ella la corrupción con el bienestar material, que cuando yo preguntaba a la ciudad del Ozama de dónde salían de la noche a la mañana, la mayor parte de aquellas restauraciones ostentosas de ruinas y aquel aire de renacimiento material y de remozamiento urbano, la respuesta que me daban los hechos vergonzosos de cada día me obligaba a mirar con pena la desaparición de las ruinas, que era, en cierto modo, la desaparición de la pobreza honrada.
“Si es que es honrada la pobreza; porque lo que allí, y en donde quiera, he visto yo honrada, agasajada y lisonjera es la riqueza, salga de donde salga, pues como decía un vagabundo de por allá, hecho personaje por su egregia pillería, “qué hemos de hacer más que dejarnos querer”. [3]
III. LA POBREZA HONRADA VERSUS EL “BIENESTAR”
Cierto es, existe un mal entendido “bienestar” que embriaga a las multitudes y avanza arrolladoramente de mano de la irracionalidad, de la deshumanización, del individualismo y del egoísmo, y que no siempre es sinónimo de cultura.
El progreso, bien entendido, puede llamarse en algún momento: adultez o madurez de un pueblo.
No obstante, se pueden hacer muchas disquisiciones heterogéneas sobre este término, desarrollar teorías de cómo devino esa manera del “ser” existencial basado sólo en el cálculo de la prosperidad material, lo que ha motivado que este conglomerado social se haya ido derrumbado en medio de una enorme crisis de espiritualidad.
La sociedad actual hace lo inevitable para ocultar que, en el siglo XXI, lo que más hemos hecho es profundizar en los síntomas de la barbarie.
Y, con honda pena me digo que, de esta sociedad, quizás, no puede resurgir un nuevo orden de equidad ni converger en ella una creación espiritual superior a la del siglo XVI, porque una mayoría que aparenta ser “absoluta” de habitantes de esta apreciada tierra se inflan de un gigantesco extremismo en alianza con el inmediatismo, y no quieren retrospectivamente detenerse a mirar en las evidencias del pasado. Hemos desembocado en ser un pueblo totalitario, reducido a una sola garantía para la vida: lo material.
Partiendo de este diagnóstico, dudo, entonces, y aun me resisto a creerlo, que pueda advenir una fuerza positiva que nos estremezca y provoque entre nosotros otra manera de “ser” o de existencia que desnude todos los sofismas, que derrumbe a la economía salvaje y a los poderes fáticos.
Dudo que se pueda planear una sociedad entre nosotros de confianza para detener a las caricaturas de líderes que todo lo violentan, dejándonos solo como arma de sobrevivencia la ficción y un destino inseguro hacia el vacío. Dudo también que podamos hacer la rebelión del espíritu puro ante la insaciable voracidad de los mercaderes de la verdad.
IV. EL ESTADO Y LOS “HOMICIDAS” DEL PASADO
Creo -y esta opinión la compartimos con el Arq. Luis Guzmán- que, no puede el Estado sucumbir ante la idolatría advenediza que “inspiran” los homicidas de la expresión de nuestra esencia espiritual, “reconocidos” en conciliábulos y en complicidad, entre ellos, por sus egos, pretendiendo lesionar, dispersar y agredir a los habitantes de esta ciudad, destruyéndonos los vínculos con el pasado.
¿Por qué darle una sepultura frívola e infame a las Ruinas, si ellas son un santuario para nuestro ser? Un mall como representación de una osada “innovación”, llamado Centro San Francisco, sólo va a ser la expresión del avasallante poder estatal [4], y les quitará a la colina y a las Ruinas, la atracción de su monumentalidad, su imperecedera espiritualidad, su resonancia histórica y su supremacía como obra arquitectónica en el conjunto de construcciones de la ciudad ovandina.
Desde la colina, donde está el Monasterio, los franciscanos podían admirar el mar, sentir cómo el clima se hacía frío o cálido; mirar hacia la entrada del Puerto, hacia la ciudad amurallada que iba creciendo hacia la pendiente sur de la costa.
Si las Ruinas son intervenidas de manera invasiva, nuestra Ciudad Colonial, de ser una ciudad real, pasará a ser una ciudad ficticia y su entorno natural de las Ruinas, bárbaramente será sólo un osario para huesos y recuerdos. Tendremos, entonces, el Armageddon de cinco siglos de testimonios… Y, Salomé Ureña volverá a resucitar, ahora, para denunciar las torpezas de los políticos y su “grandioso plan”, que atraídos por las riquezas, por un oráculo cargado de complejidades en la existencia, de oscuros hurtos de nuestra identidad, borraron todo vestigio de la magnificencia de las Ruinas del pasado.
Lupo Hernández Rueda, un poeta excelso, autor del largo poema “Círculo”, a quien conozco desde adolescente y admiro, otro romántico al cual pudiéramos acudir para comprender el valor de la monumentalidad religiosa, independiente de los elementos estilísticos de su construcción y de las técnicas, quizás, si le preguntan sobre ese proyecto de intervenir invasivamente nuestras Ruinas para darle una “elegancia anémica”, contestaría -con leves variaciones a la expresión literal antigua- como hicieron los sacerdotes de Efeso a Alejandro cuando pretendió reconstruir el templo de Artemisa: “No es propio que un ateo pretenda reconstruir una casa de Dios”.
Los románticos creemos en el equilibrio a través del tiempo como venerable luz que se enciende a través de las estrellas como símbolo de la sabiduría infinita. El pasado es para los románticos como el fuego sagrado de una lámpara votiva, y su signos son las líneas donde se encuentra el ahora y el después, el aquí y el allá, de ese movimiento que permite que se entrecrucen las líneas horizontales y perpendiculares.
Respetemos, si es posible como románticos, la memoria anónima de los millares de nuestros ancestros indígenas que sucumbieron allí, acarreando y moldeando piedras calizas de la comarca, muriendo de enfermedades desconocidas para ellos, construyendo un Monasterio en esta antigua ciudad, quizás sin fe en el Evangelio, pero sí suplicantes, imbuidos de sus creencias, rogando la protección altísima y la benevolencia de la luna, del sol, del viento y del agua que trae la amorosa madre naturaleza; la misma naturaleza que abraza, y ha abrazado de manera inmemorial a nuestras Ruinas por siempre jamás.
NOTAS
[1] “Santo Domingo, su pasado y su presente” de Samuel Hazard, editado originalmente en New York por Harper & Brothers, Publishers, en 1873, publicado en español en la Colección de Cultura Dominicana por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos (Editora Santo Domingo, S. A., 1974), impreso en Barcelona por Gráficas M. Pareja.
[2] Eugenio María de Hostos. Páginas dominicanas (Centenario de Eugenio María de Hostos (1839-1939). Volumen I. Imprenta de J. R. Vda. García Sucs., Ciudad Trujillo, 1939): 296-297. Compilación editada por Emilio Rodríguez Demorizi.
[3] Ibídem, p. 299
[4] El Arquitecto Víctor Bisonó Pichardo (n. 1933) realizó la consolidación de las Ruinas del Convento de San Francisco. Conversando, brevemente el pasado viernes 24 de julio, con el Arq. Richard Moreta, compartió conmigo su opinión en torno a las Ruinas, expresándome que las consolidaciones efectuadas por Bisonó aun están vigentes, y lo que procede es reforzar a las Ruinas, y conservar ese Patrimonio Universal.