Según un conocido refrán, las apariencias engañan. Si visitamos la exposición Signos de Identidad, en el Centro Cultural Eduardo León Jimenes, en Santiago de los Caballeros, quedaremos admirados por los objetos del mundo indígena precolombino. Destacan las potizas, vasijas de cerámica que recuerdan grandes botellas acorazonadas, decoradas con figuras y líneas incisas, en intrincados diseños geométricos. Estas y otras vasijas, algunas de las cuales son en sí mismas esculturas figurativas, retan la imaginación y maestría de muchos artistas contemporáneos. Son el tesoro de coleccionistas y museos, y un símbolo de la enorme complejidad estética de una de las antiguas culturas de la isla de Santo Domingo.
Muy cerca, en la sala donde se presentan objetos del campesino dominicano, hallamos recipientes globulares sin ornamentación, con apenas un alisado rudimentario cuyo tenue brillo quedó cubierto por el hollín. Una primera mirada no conecta las preciosas vasijas y potizas indígenas con los modestos recipientes de la gente del campo. Sin embargo, ese nexo existe y construye una historia de sobrevivencia y legado que transforma las sencillas ollas en sobresalientes objetos patrimoniales.
El proceso colonial explotó el saber y el trabajo de las sociedades indígenas de todos los modos posibles. No solo sirvieron en las casas de los colonos, en las minas y en los predios agrícolas; también se aprovecharon sus conocimientos en la construcción en madera, el trabajo en fibras, o la producción textil. La maestría de los alfareros indígenas fue usada para cubrir las necesidades de recipientes que, como todos los bienes de la época, se hacían costosos debido a las complejidades de un comercio dependiente de los embarques peninsulares. En contextos arqueológicos del siglo XVI, en la ciudad de Concepción de la Vega, el investigador Elpidio Ortega reportó un tipo de cerámica fabricada con técnicas indígenas, pero siguiendo formas hispanas o de vasijas indígenas no antillanas. Portan decoraciones pintadas e incisas, similares a las encontradas en materiales indígenas de Suramérica y Centroamérica, lo que permite suponer su fabricación por indígenas de esas áreas, que se conoce fueron traídos como esclavos a la villa.
Potencialmente el uso de las vasijas de La Vega alcanzó cierta popularidad, pues también se localizan sus restos en las antiguas instalaciones mineras de Cotuí, y en la ciudad de Santo Domingo. En estos sitios y en otras partes de la isla se reporta, además, otra cerámica fabricada a mano, sin uso del torno alfarero, con una arcilla procesada y quemada al modo indígena. Carece de decoraciones y sus formas y asas recuerdan piezas indígenas. Se la ha denominado “cerámica común” o “cerámica criolla”, y arqueólogos como Manuel García Arévalo creen que algunos de sus tipos constituyen el resultado del trabajo de indígenas que abastecían a los europeos. En su opinión se abandonan los elementos decorativos, propios del simbolismo y la estética precolonial -probablemente bajo presión europea-, enfocándose en ajustar las formas a nuevos requerimientos culinarios. La cultura hispana o su expresión criolla, impone otros tipos de alimentos, recetas, tiempos de cocción, y diferentes modos de disponer el fuego; esto lleva a una selección de los contenedores más funcionales, a hacer las paredes de las ollas más gruesas y enfoca la manufactura hacia vasijas de estructura sencilla (globular o semiesférica).
En otras partes de Las Antillas y América se da un proceso similar de producción alfarera. En Cuba esta cerámica aparece desde el siglo XVI al XVIII, tanto en escenarios rurales como urbanos. En La Habana, capital de la isla, hay constancia histórica de su venta por indígenas o sus descendientes (conocidos como indios). Habían sido reconcentrados por las autoridades en el cercano poblado de Guanabacoa, tras ser liberados del sistema de encomiendas en 1553. En este asentamiento, donde se documenta la presencia de indios hasta el siglo XIX, la elaboración de vasijas de cerámica y la actividad agrícola son fuentes de sostén económico de una comunidad muy pobre. Debido a la clara relación de los indios con dicha alfarería y al hecho de que esta no copia técnicas ni formas hispanas, sino que resulta una simplificación de los patrones alfareros indígenas para adaptarse al mundo colonial, algunos investigadores cubanos la denominan ¨cerámica de tradición aborigen¨.
En la República Dominicana la cerámica criolla se usa a los largos de los siglos y, en algunas de sus variantes, se convierte en un espacio de convergencia, al incluir rasgos de tradiciones africanas, e incluso europeas. En estos términos es manejada por la población de la isla, en diversos espacios sociales y geográficos, aunque paulatinamente tiende a ir quedando para la gente más pobre. Así llega al presente, reportándose aún su fabricación y uso en comunidades campesinas del país, particularmente en el Cibao, donde es popular su empleo para ablandar habichuelas y cocinar sopas.
Las piezas de cerámica criolla del Centro León son parte de esta historia de más 500 años; símbolos de construcción de la cultura dominicana. Las hay tanto de factura relativamente reciente como otras muy antiguas. Si bien las asas varían, los recipientes son similares en su forma, indicio de la permanencia de una memoria tecnológica y cultural asociada a la labor alfarera y de cierta estabilidad en los usos de estas vasijas. La investigación de los fondos arqueológicos de la institución ha permitido analizar una pieza de este tipo de 18.5 cm de diámetro máximo y 12. 3 cm de alto, con número de catalogación AR TG 29. Proviene de colección Tavares-Grieser y fue hallada en la provincia de Santiago, en un sitio desconocido. Es esférica, con una base ligeramente convexa, que le da estabilidad. Dado lo restringido de su boca pudo contener tanto líquidos como sólidos de poco tamaño, en un volumen de alrededor de 1.5 litros cúbicos. Se fabricó uniendo manualmente rolletes de arcilla, y muestra una superficie regular y alisada, pero sin bruñido o pintura. Posee dos protuberancias cilíndricas en la parte media que pudieron funcionar como asas.
La dificultad para acceder al interior de la olla con las manos o algún implemento, debido a lo cerrado de la boca, apunta más a usos de cocción y almacenamiento que de servicio. Su empleo en labores de cocción se corresponde con la presencia de una capa de hollín la cual cubre principalmente la parte intermedia del objeto y es muy débil en la base. Este patrón se da usualmente en vasijas colocadas directamente sobre el fuego; en estas los vapores resinosos que dan origen al hollín ascienden y no se condensan mucho en las partes inferiores, donde las temperaturas son altas. Aparentemente se deposita hollín en las bases cuando las vasijas se suspenden sobre el fuego, a cierta distancia de este. En la pieza estudiada el manejo continuado y su colocación sobre soportes cercanos a las llamas, podría explicar la existencia de astillados y pequeñas fracturas en la base. Junto a la distribución del hollín esto sugiere el uso del recipiente en labores culinarias.
Tanto en términos de técnicas de fabricación como de forma, esta vasija es compatible con tradiciones indígenas y africanas. Al carecer de datos sobre su proveniencia y cronología, no podemos proponer una adscripción específica. De cualquier modo, el objeto nos remite a la complejidad y profundidad de las raíces culturales de la nación dominicana y ejemplifica las convergencias y mezclas que la singularizan. Desde esta perspectiva es tan importante como la más ornamentada y compleja de las potizas o de las mejores cerámicas traídas o fabricadas en la isla a lo largo de su historia.
Figura 1.
Figura 2.
Figura 3.