“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así comienza “Cien Años de Soledad”, de Gabriel García Márquez, un libro sin duda conocido por los amantes de la lengua española. La frase, que se hizo famosa, marca de forma indeleble todo el resto de la obra. Todo lector acostumbrado precisamente a leer sabe que al coronel Buendía no lo fusilarán, porque un coronel latinoamericano (siempre inconmovible y hasta feroz) no puede tener, en la literatura, una debilidad sentimental como esa.
Numerosos lectores y críticos quieren ver en la novela de García Márquez el mundo de la costa caribeña de Colombia, tan llena de eventos maravillosos. Otros prefieren imaginar, a través de sus páginas, un mundo en el que lo real tiende a lo maravilloso y éste a realizarse. También hay quienes sólo se interesan por narración de la famosa huelga de los bananeros en 1928 y la matanza que la siguió; otro novelista colombiano la contó en una hermosa novela menos popular, me refiero a Álvaro Cepeda Samudio y La casa grande. Pero a mí me gusta entender Cien años de soledad como un tomar silla en la tierra de la tradición más digna de la literatura americana (Miguel Hernández decía que, con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, tomaba silla en la tierra).
Rubén Darío, el extraordinario poeta nicaragüense, explicó en su Autobiografía cómo fue educado por el tío abuelo materno, un militar bravo y patriota al que denominaban “el bocón”. Y escribe: “…por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia”. Rubén, por los mismos años que se sitúa el inicio de la acción de Cien años de soledad, fue llevado a conocer el hielo. ¿Podríamos imaginar mejor aprendizaje para el coronel Aureliano Buendía, desde el caballo al champaña?
La historia nos persigue porque nos fundamenta. De hielo ha de ser la cama, de hielo la cabecera —juego, claro es, con una famosa canción mexicana—, de hielo ha de ser la cama, de hielo la cabecera para el escritor que quiera situar en su justo medio la pasión sin olvidar los orígenes. No se escribe desde la nada, sino desde lo que otros escribieron antes. Tampoco se lee desde la nada. Por eso el lector sabe que el coronel no será fusilado.
La tradición no puede contemplarse como algo caduco, sino como la fundamentación de la cultura y, con ella, del país. Esa es la justificación más seria de la importancia de la enseñanza de las Humanidades en los colegios. Las personas, y por ello los niños y los jóvenes, tienen derecho de saber de dónde venimos, cómo nos formamos, dónde radica el origen de nuestra manera de hablar, de pensar, de comportarnos. Darío lo enseñó en Cantos de vida y esperanza, como supo hacerlo García Márquez, mirando su origen latinoameriano en los libros del nicaragüense y aprendiendo pronto, aún en Barranquilla, que se navega más seguro en un profundo buque de carga que en un chalupilla de pesca recién echada al agua y que no sabemos si hace agua.