“Un elector es un individuo escogido por sus prendas morales para recibir del pueblo un encargo sagrado. Este, el pueblo, va a aceptar lo que aquél determine. El mandado, que existe con todos sus elementos constitutivos, es con poderes no definidos en absoluto: hay plena confianza y la conciencia y solamente ella, procederá a cumplimentarlo. El pueblo no manda expresamente que para la función gubernativa se elija a un ciudadano determinado; pero es indudable que el que se adueña del criterio popular, será también erigido en la conciencia del elector, conformada al igual de la del pueblo”. Adán Reyes. Periódico El Nuevo Régimen. Santo Domingo, octubre 18 de 1899. [1]
“Ah, la incompleta educación cívica del pueblo dominicano, a la par de la dolorosa experiencia adquirida a costa de los gajes de la tiranía y de los frutos de las revoluciones, no siempre justas, aconseja votar el artículo 44 con la prohibición expresa de la reelección del ciudadano que ocupe la Presidencia de la República. Con el período de cuatro años basta o sobra. Si el mandatario es bueno, basta! Si el mandatario es malo, sobra.” Federico Henríquez y Carvajal. Periódico La Bandera Libre. Santo Domingo, 12 de noviembre de 1899.
“Cuando se está en la altura del poder y se pide de algún modo consejo a las propias pasiones o se escucha el dictamen de las ajenas, es porque la mirada se baja y el espíritu desciende. Entonces comienza la reacción que de luego a luego precipita a los gobernantes, haciéndoles recorrer el trayecto de todas las ignominias.” Monseñor Fernando Arturo de Meriño [2]
Hoy no tengo mucho interés en reflexionar. Hoy se conjuran y se entrecruzan muchos escenarios, muchas realidades. Sin embargo, todo continúa siendo apariencias, y quizás sea esto, lo único “innovador” que tiene esta atmósfera irrespirable, asfixiante, donde nada se nivela. La falsedad es lo que rige a la vida gregaria, y el tiempo que fue ayer, se va reduciendo a cenizas.
Ya ha transcurrido un decenio de este siglo, y continuamos encerrados en las mismas disyuntivas, en las mismas fronteras de identidad, identidades y desidentidades. ¿Qué somos, Patria, nación o pueblo, o una mentira más de la soberbia, de ese exceso de las clases que gobiernan, o de los excesos de indiferencias de quienes se dejan gobernar? Una ojeada al pasado nos permitiría ver las mismas caras de ahora, en vergonzosa irreflexión ante las canallescas acciones de quienes se erigen a sí mismos en un demiurgo.
Nosotros, como pueblo, no hemos procurado nunca reprocharle a la Historia sus errores, ni hemos pretendido juzgar, ni menos desenmascarar, el cinismo del lenguaje de los que gobiernan. Nos dejamos aturdir por las apariencias, y sufrimos de un “espasmo mental” en todos los tiempos, y en todos los siglos. No sé -lo confieso- cuál es la enfermedad orgánica que padecemos; quizás sea que no conocemos la moral del bien y del mal, ni procuramos abolir esa filosofía lúdica del “dejar hacer” por esos matices tan extraños que trae la realidad, porque nos dejamos avasallar por la voluntad del poder, porque nos han domesticado, adoctrinados, para que la manipulación se haga norma, y para que los oídos de los prosélitos de los partidos no se coloquen al lado de los agitadores de conciencias.
No sé qué horizontes se pueden engendrar ahora. Quizás -dirán algunos eruditos- que el horizonte del servilismo, el dolor y el prejuicio hacia la fatalidad, y que el “pensar” ser hará una trampa para los disidentes, porque lo que se pretende es la parálisis progresiva de todos, la invalidez, la falta de desempeño existencial, la precariedad del razonamiento. Lo importante es no suponer nada, no abrir huecos en las murallas, ni grietas en el ojo que ve lo que acontece.
Desde que la criatura humana quiso el cielo y la tierra para sí (el cielo como un ornato para la glorificación, y la tierra como una morada para su ser fragmentado al existir), se inició la lucha por saber quién podía ser el mejor sofista. Para gobernar es necesario provocar a la esterilidad de todas las ideas, y solamente encerrarse en la solemnidad de los sarcasmos. La capacidad intelectual no cuenta, sólo los beneficios que deja el adormecimiento de las inteligencias. Pensar es un “lujo” que no pueden tener todos los súbditos del reino, porque la postración es lo único que trae el “equilibrio”. En las metrópolis ya no se requiere de la presencia de intelectuales, ni de aquellos que coloquen en tela de juicio la validez de los discursos, porque lo que se debe encarnar es el vacío, la incoherente palabra, no las interrogantes o la ideologización profética de derribar a los ídolos, de combatir a los ídolos. No hay incógnitas que despejar. La “legalidad” se acepta, y los condenados al fracaso se irán prostituyendo. Vivir, sobrevivir, es la mejor empresa que pueden tener los vencidos y, claudicar, el límite de la frontera que se traspasa para justificar que ya no es tiempo de seguir soñando ni de creer en utopías.
Ahora es el tiempo de los falsificadores de sueños, de ilusionistas, de colocar tenazas sublimes para cerrar las bocas. Es el ocaso de los ideales, y la sepultura de la autonomía de la voz y de la autonomía del decir, y vamos ingresando en fila como huestes feudales al suicidio emocional. Escribir lunes tras lunes es una manera compulsiva de hacer elegías, un gesto de no acatar al silencio, una forma de contrariarnos un poco, de hacer que la plenitud interior nos acompañe en la soledad.
Nadie, es cierto, tiene la última verdad; pero nos hacemos implacables cuando juzgamos los destinos, las vidas de otros, y convulsionamos cuando la desilusión se apropia de nosotros. A veces nos negamos a ver la “realidad”, y no es este un gesto cobarde, sino un gesto de espanto, una manera “noble” de evitar naufragar; porque aquí somos muchos los que nos sentimos naufragar, los que rehuimos a que nos ofrezcan de contrabando deidades que se ocultan en las sombras, deidades de hombres que no se miran al espejo, porque su voluntad de poder desborda todo. ¿Para qué acumular tanto poder, podría preguntarse un ciego?-Para cegarse de soberbia, respondería un coro de voces de los que hacen la nirvana de ese que se ciega, y que hace de la venganza la barra suprema a través de la cual extiende su poder.
“Cuando se está en la altura del poder…” pocos hombres se dejan aconsejar, y fustigan sin tregua al enemigo, porque se pretenden por encima de todos; penetran en los creyentes y en lo no-creyentes, y no creen que su poder sea pasajero. Duermen sobre la voluntad de los otros esclavizada; duermen sobre el desconcierto que llevan a sus oponentes, y hacen de su plácido sueño una escapada al Olimpo, donde les espera el éxtasis, el aspecto de dios, y la enfermedad de la eternidad.
Todos los déspotas dicen ser iluminados, y se designan a sí mismos como salvadores. Por cada siglo de las tinieblas del infierno de la Historia, sale un César que se hace la negación de toda la negatividad; es como si el círculo primigenio trae por cada época un sello de locura para los que llegan a las alturas del poder. No importa que sean de derechas o de izquierdas, aprenden rápido el nihilismo, y son encarnados, re-encarnados, por la gracia de Dios, de “héroes” que hicieron amistad con la traición. Los césares se fermentan, se hacen hipertróficos dirigentes, y se confieren la misión de ser mensajeros de la misericordia para su pueblo. No creo que la naturaleza haga cálculo alguno para engendrar a esos que se escapan del infierno, que engañan a través de quimeras, de promesas de felicidad. Lo que no entiendo es si los pueblos de manera consciente engendran a sus déspotas.
Monseñor Meriño dijo, alguna vez, desde el púlpito de la Catedral, al concelebrar un Te Deum ecuménico que: “La conciencia de los pueblos sufre a veces sus eclipses; su razón se oscurece, ofuscada por los artificios deslumbrantes de los especuladores políticos que se consagran de antemano al servicio de todas las causas malas; pero llega un momento en que la venda cae de los ojos del pueblo, y la verdad resplandece, y la justicia se cumple inexorable.” [3]
Esto lo escribió un homo religiosus, que tuvo intelecto, pero que guarda en su alma una página oscura. Es el mismo que dictó el Decreto del 30 de mayo de 1881, de San Fernando. El mismo Monseñor Meriño (1833-1906) sobre el que Abigail Mejía decía que “en verdad, parece el verbo hecho carne para conmover a los mortales”.
La biografía de Meriño nos hace entrever que, no hay persona diáfana ni santa cuando de ejercer el poder se trata. Pero sí importa, y es necesario ahora leer sus reflexiones políticas, como un demiurgo que también nos desengaña, porque es curioso conocer la palabra en teoría y la palabra convertida en un hecho práctico.
Los políticos parecen venir de un mundo fáustico, y esto lo simboliza el decir del pueblo “prometen una cosa, y hacen otra”. Pero ahora lo que ya es insoportable, es el hastío. Estamos hastiados de ser pesimistas, estamos hastiados de equivocarnos, y hastiados de no tener esperanzas para que los demás comprendan que llega un momento en que hay que tener valor para rectificar, y saber que la voluntad no puede estar siempre secuestrada, o ¿lo vamos a negar? Nos podemos pasar días, meses, años, haciendo las mismas cavilaciones o especulando sobre cuál es el orden ético, y la escala de valores, a la cual aspiramos, o si la prisión que nos hacemos es la de la insensatez. Cada día que transcurre comprobamos que la palabra debería volver a escribirse sólo en tablillas de arcilla, porque el papel -como dicen- lo aguanta todo. No hay normas o leyes que se cumplan aquí, porque están expuestas a algún ardid humano que distorsiona su esencia, y pedir que se acaten es la mayor sinrazón de los prudentes.
Ahora el mayor infortunio es creer en la virtud civilista, porque todo se disfraza. Algún día descubriremos la fragilidad de lo que somos como República, y cómo hemos suprimido la institucionalidad democrática, ¡lo que costó tanto años construir!, porque lo que somos ahora es la desintegración metafísica de una identidad; somos una masa amorfa de pobladores, de habitantes que se aniquilan entre sí como si fueran esquizofrénicos sonámbulos. La fe en el porvenir se ha guardado en un cajón polvoriento y lleno de telarañas, ya no es un acontecimiento esperarla, y creo que es difícil recuperarla. Pero la historia es cíclica, y es guardiana de los azares del destino. No es la vuelta al caos lo necesario, es la vuelta a las alianzas colectivas lo necesario, a los preceptos, a la demanda de que las fachadas de los “edificios” no se asuman como ciertas, a que se abandonen las pasajeras alucinaciones, y se invite a la vida con un sentido de dignidad.
No he querido o pretendido hacer un manifiesto de mis desahogos; pero tal vez es así, hoy me desahogo; salgo desde mi exilio interior para animar un poco mi cotidianidad. Espero no haber fracasado en el intento.
NOTAS
[1] Adán Reyes, “Algo sobre los electores” en El Nuevo Régimen. Este periódico apareció inmediatamente después de la muerte del dictador Ulises Heureaux, como vocero político de las doctrinas liberales y constitucionales auspiciado por Eugenio María de Hostos. Santo Domingo, octubre 18 de 1899. Director Lcdo. A. Arredondo Miura. Redactor Lcdo. N. J. Castillo. Administrador Juan F. Polanco. Oficina Calle Duarte No. 24
[2] Ver: Mi humilde óbolo, para la celebración del Primer Centenario del Natalicio del Arzobispo Meriño por el Illo. Señor Canónigo Licdo. Rafael C. Castellanos y Martínez, Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Santo Domingo. (Padres Franciscanos-Capuchinos: Santo Domingo, 1933): 46.
Mons. Rafael C. Castellanos y Martínez, Padre Castellanos. (Puerto Plata, 6 de agosto de 1875-Santo Domingo, 21 de enero de 1934). Fue director de “El Eco Mariano” en su ciudad natal.
[3] Ibídem, 53-54.