“-¿Qué te pareció la obra? Quiero escuchar tu opinión”. Me preguntó Carmen Imbert Brugal hace una semana, al salir de la sala del Teatro Guloya, luego de estar presentes en la puesta en escena de “¡Todo está bien!” del director y dramaturgo Claudio Rivera.
Su interrogante cae sobre mí, de pronto, como una fecunda, nada extraña, necesidad de dar respuesta a su desafío.
Esta dramaturgia de Claudio Rivera, confieso, nos hace deslizarnos por la dificultad de conocer qué es la imaginación cuando se lanza a provocar a la realidad, a todo aquello que permanece insensible y, a pensar, sólo a pensar que la vida es eso: un teatro abarrotado del decorado de nuestros sueños.
Ya Shakespeare el poeta, actor y dramaturgo de la isabelina Inglaterra lo había expresado: “Somos de la misma sustancia que nuestros sueños”. Entonces, de ser así ¿cuándo el teatro se convierte en un testimonio irrecusable, en una piedra angular en el corazón de los que sueñan con derribar los dogmas superfluos y las angustiosas mentiras que desequilibran a las conciencias?

El teatro es el verdadero agitador de las creencias; quienes lo asumen, lo representan y lo realizan son iguales pero diferentes a los otros. Un dramaturgo como Claudio Rivera no es un simple inventor, es un maestro de la vida cotidiana, un observador de esos abismos donde colgamos los distintos trajes que llevamos como piel. El dramaturgo, a diario, se apoya en ese material fértil que trata de atraer hacia sí sin las trivialidades del momento, y lo hace vivo, vivo con los atributos de la alquimia del sueño; lo resquebraja con el ritual de la palabra; lo confronta con los signos de la idealidad; no lo subordina a la simple experiencia pasajera; lo sustrae de ese ir y venir de la lógica.
El teatro, y creo que Claudio Rivera lo intuye, es una serpiente sabia e ingeniosa cuya fuerza no se agota.

La serpiente del teatro viene desde lejos, danza como guerrera, y su instinto primitivo golpea todos los escudos de la hipocresía. El teatro no creció a la sombra de un árbol; se hizo tórrido, estallido, espectáculo, fuera de los templos y los palacios; debutó con la proclama de la tragedia, con lo fúnebre, con la partida y la llegada de quienes vienen del infierno de las batallas, y de rodillas lloran su destino de triunfo o de fracaso.
Desde entonces el teatro se hizo representación; se levantó con los brazos hacia el firmamento, hacia adelante, hacia los lados, para engendrar en el foro un arte de tiránicas exigencias. Ha sido el teatro y, solo el teatro, el género que ha dado alma a las multitudes, por esto el arte teatral es un arte colectivo.
El Teatro Guloya es como el teatro griego: se hace relámpago, desata a los fantasmas que habitan los sombríos rincones de los pueblos, desnudando las bastardías y las apariencias, mostrándonos esa confusión interior que sentimos todos de forma temeraria: el presentir a la vida como a una incertidumbre, y a esa incertidumbre como un sueño que agita a la imaginación alrededor del mundo para olvidar, al final, las emboscadas que nos tiene y las lágrimas que acumulamos hasta llegar a la tumba.

El amo del teatro es el público, y el Teatro Guloya lo ha conquistado. ¿Qué hace que el público hable de una obra puesta en escena? Muchas cosas, pero en mi caso un hecho particular: sentí en la dramaturgia de Claudio Rivera que “algo” quedó roto en los laberintos que invocamos para restaurar lo que creemos síntesis de la síntesis de lo real, cuando de manera despiadada pretendemos afirmar que esta sociedad es una moribunda podredumbre de individuos afectada por la brutal banalidad, instrumentalizada, que se encanta a sí misma con la caricatura de la frágil felicidad que ofrece el “desenvolvimiento” del dinero plástico.
Claudio Rivera, en “¡Todo está bien!”, le clava un alfiler en la cabeza a esa medusa que son los reality shows de televisión; le levanta el telón de su escandaloso tras-telón cuando esos programas tan “palpitantes” no tiene quien los espié.
¿Desde cuándo un reality show representa y es juzgador de la acción moral de todos? La paradoja es que vemos cómo los reality shows “con-mueven”. Desde lo óptica de Claudio Rivera, en “¡Todo está bien!”, sus conductores pretenden acercarse a la multitud, “edificarla” sobre un amargo tema familiar, mostrando los traumas, las protestas, los conflictos, los invariables hábitos en los cuales queda atrapada. Su juego escénico es efectista, rasga las evidencias, es anecdótico, franco, cristaliza la atmósfera de ese bulevar de pantomima que es la televisión de entretenimiento, alimentada por los avatares de quienes desean expresar sus frustraciones, para tratar de resurgir como aves fénix y hacer realidad sus sueños.

Claudio Rivera, a mi modo de ver, nos mostró en esta obra que un reality show de tv es un “género” –me perdonan si incurro en un pecado- de artificios, de acrobacias, de metamorfosis, conducido desde lo insubstancial a lo “substancial”-irreal-real. “¡Todo está bien!” desnuda las consecuencias que trae el alucinante placer del alcohol y de las drogas, la exaltación desmedida del fingimiento de la felicidad, cómo se huye de la rehabilitación, lo terrible que son las caídas de la voluntad para el adicto, la engañosa inconsciencia de juzgar al otro sin tomar en cuenta nuestras debilidades, las desequilibradas aspiraciones del éxito, la evidencia de que los padres son los responsables de que los hijos sean víctimas de sí mismos y enfermos con el trastorno de una hipertrofia de su personalidad o extravagantes asesinos de sí mismos, “liberándose”, “escapándose” a través del aturdimiento de las responsabilidades que trae la convivencia.
La sociedad actual y los reality shows son escuelas para tener pesadillas; son escuelas donde florecen los dramas populares, oportunistas salas de tv que hacen de los sentimientos frágiles castillos de arrepentimiento para sus invitados-participantes, anfiteatros de ocasión donde aplaude el público-espectador las simulaciones que se vomitan.
¡Qué original dramaturgia crea Claudio Rivera a partir de los reality shows!, no sin dejar yo, particularmente, de sentir que son cavernas escénicas donde sus productores y conductores hacen que los vicios los esbocen los humildes y, otros, rara vez dispuestos aspirantes a pequeños burgueses, con menos convicción para ser parte de ese motín “sentimental” nacido del afán voraz de pan, vino y circo!
De manera Carmen que a tu pregunta “-¿Qué te pareció la obra?, quiero escuchar tu opinión”, hago este segundo comentario, y los invito a ir al Teatro Guloya, en la calle Arzobispo Portes No. 205, Ciudad Colonial, a las últimas funciones de “¡Todo está bien!”, los días 19, 20 y 21 de diciembre.
“TODO ESTÁ BIEN”
Personajes:
Divertino (Presentador)
(Fulano) Ramón Emilio Candelario
Money (Presentadora y Sutana) Natividad Mirabal
(Lucas Mejía y Sutanejo) Jabnel Calizan
(Juan Mejía y Perencejo) Noel Ventura
Lance (Hijo) Dimitri Rivera González
Fénix (Hija) Paloma Concepción
Dura la Roca (Madre), Mis Pesos Pesados (Abuela) Viena González
Drink To Go (Padre) Claudio Rivera
Ficha Técnica:
Técnico: Víctor Contreras
Fotografía: Laura Penélope García
Escenografía: Teatro Guloya y Eduardo Suárez
Realización Escenográfica: Miguel Ramírez
Vestuario: Renata Cruz
Diseño Grafico: Eduardo Suárez
Asistentes: Camila Rivera, Daniela Frías, Yerlim Guzmán, Raquel Peralta
Asistente Administrativa: Mildred Capellán
Asistente de Producción: Noel Ventura
Producción. Ejecutiva: Viena González
Producción General: Teatro Guloya