Es difícil hablar de la compañera. Comparte conmigo esta columna de Acento. Cuando ella escribe, yo callo. Cuando hablo, ella lee. Como un matrimonio bien avenido, nunca aparecemos juntos.
Ahora ha escrito mucho. Si cada columna ocupa dos páginas en Din A4, Consuelo Triviño Anzola escribió en su computadora algo así como 150 columnas juntas. Una novela. La tituló Ventana y Pasillo y la ha publicado la editorial Seix-Barral, en Bogotá. Leí estos días las 300 páginas buscando en cada una de ellas a la compañera.
Trata también de mujeres, pero no son esos personajes que titulan novelas, sino mujeres que respiran lejos de tinta alguna. La madre, una abuela, una tía, la misma autora, su rostro que los espejos reflejan. Desde la madurez contempla una infancia que pudiera ser la suya, pero que tal vez esté inventada, porque la mejor realidad es la que inventamos. El realismo literario es siempre una mentira piadosa. Madre, tía, abuela, escritora y reflejo recorren modestos pueblos campesinos, de tierra caliente o de tierra fría, cruzan las calles populosas de la gran ciudad, saben que existe medio oculta una violencia falta de cualquier compasión, coinciden y esquivan los grupos ideolojizados o guerrilleros, caen en las trampas del amor —que viene a ser muchas veces un duro ejercicio de poder— y buscan cómo salvarse individualmente en una sociedad que se despeña. Los hombres, padres, hermanos, novios, amantes, son incapaces de mostrar responsabilidad, o huyen, o son aves rapaces, o seres simplemente inútiles para la vida diaria que ni siquiera persiguen un refugio personal.
Me pregunto, ¿dónde estará mi compañera, la que me cede su espacio cada quince días o bien ocupa el mío? Está. Es su palabra. Los personajes se salvan por la literatura. En todas las esquinas, en la maleza, al borde de los caminos, sobre la mesa de trabajo, surgen una y otra vez recuerdos de lecturas, poemas que la madre aprendiera de joven y recita por la noche a los hijos que la rodean, óperas en las que el padre busca ayuda, libros que se compran en las librerías de viejo o que ocupan su lugar en las estanterías. La compañera, mi compañera, sabe que en esos versos, en aquellos libros, en el aria de cierta ópera, se esconde la belleza que el ser humano persigue en la vida. En ellos viaja la verdad y la esperanza.
Camilo José Cela empezaba una novela diciendo: “Esto no es una novela sino una purga de mi corazón”. Ventana o pasillo, de Consuelo Triviño, pudiera serlo. Pero la literatura tiene la particularidad de permitir que también el lector se purgue. Dice un refrán castellano: “Cuenta tu pena a quien sabe de ella”, y los lectores relacionan sus propias experiencias con las de los personajes. No son las mismas, tal vez ni se parezcan, pero al leer las hacemos nuestras, padecemos y aprendemos a su lado a resbalar por el acantilado o a salvarnos.
Nuestra autora, nuestra amiga, ajusta las cuentas consigo misma. Descubre cuál de las dos figuras de cada madrugada —la del espejo o la reflejada— es la real o debería serlo, y a ella se agarra para encontrar la salvación, su salvación, la que nos ofrece como fuente de la felicidad. Pero no es una novela con happy end, con un simple final feliz. Es una novela que encuentra otro principio para una vida ya y aún no vivida; enseña al lector a buscarlo. Porque los que amamos la literatura sabemos que sólo se vive dos veces.
¡Qué suerte tenerla de compañera!