Ha pasado el tiempo, continúa pasando el tiempo, y estamos ante las mismas cuestiones. Las realidades socio-políticas son las mismas, no importa que se pretenda ocultarlas. El murmullo persiste, y persistirá con una cadena de ecos.
No entendemos aun cómo se puede definir “el progreso”, si seguimos viviendo en un mundo donde cada día las balas eliminan a la miseria; viviendo a las sombras de una transición democrática donde no se hizo la catarsis necesaria, siendo testigos de actos de desesperación colectiva, de sobrevivientes económicos que se hacen
despojos humanos del sufrimiento de esa marginalidad anónima que sólo se fotografía, que es tan difícil comprender cómo esa tragedia no sensibiliza a una minoría opresora que lo tiene todo, lo procura todo, lo consigue todo, lo disfruta todo, a causa de la miseria atroz de una mayoría cautiva en la marginalidad más espantosa.
Ellos, los marginales, son los “transdesterrados”, que se cuentan fríamente en las estadísticas, y en los discursos de la solidaridad.
Son los que no evolucionan ideológicamente, los que no saben el significado del “exilio interior”, los que viven en la continua desesperanza que trae la angustia y la sombra del miedo, que transitan sin ser personas, que caminan sobre un suelo geográfico que no saben qué es: si su tumba, o el abismo donde putrefactamente irán a parar en fuga, en la lucha tenaz de apropiarse de las migajas de un pedazo de pan.
Los marginados son la voz callada; los que no conocen su propia imagen, y están sin identidad ante terceros y, no son “elementos” de urgencia para las eternas mentiras ni portadores de amarga crítica. No están en el rincón de ningún sitio, no intentan subvertir nada, no son protagonistas en ningún tiempo. No se escuchan, no lo dejan escucharse.
Sin embargo, no hay sujeto que padezca más la marginalidad que la mujer, que procuren imponerle una mordaza, que se le quiera infundir temor, que la hagan invisible, que se le niegue significado a su obra, que la enajenen, que sea víctima de la tortura, de extremas humillaciones, de violaciones, de subordinación, más allá de todas las máscaras que los opresores abiertamente luzcan.
¿Saben las mujeres denunciar su marginalidad, narrar los significados de la desvalorización que frustra su construcción como sujeto?
La historia canónica y tradicional es el aliento más vacío de verdad. ¿Por qué “elegimos” ser mujer si unilateralmente el Estado decide por nosotras lo contrario, olvidando, no queriendo “entrever” que las leyes son torturas subliminales devastadoras de la identidad a construir; discursos muy complejos, instrumentos ideológicos donde quedan en evidencias las dicotomías del poder marginante?
No sé porqué aun no pueden entender las militantes políticas que seguimos siendo víctimas de una voluntad ajena, de un “orden” inalterable que se personifica en la “igualdad”, en esa palabra que lo que transmite es pasividad, no jerarquía, sino un juego oculto abstracto, borrascoso, no autorreferencial, para que la mujer continúe fragmentada, fragmentada a partir de ellos, viviendo en la falsedad de esa palabra que no desmitifica nada.
¿Cuál es la auténtica razón de ser de esa palabra que es como un vector invalido, una envoltura que Occidente tuvo urgencia de explicar como una “accidente” en las luchas de clases y poder?
Esa palabra me trae desconcierto, agotamiento, dificultad para comprender esa “naturaleza” que “debería” de ser; esa existencia que formulamos como esencial desde la mirada de esa categoría del ser, llamada “libertad”. Pero no, lo que traen es un no creíble juego de equilibrio, y la invalidez de las diferencias y un matiz al por qué hay que aceptar el dominio.
Lo cierto es que el espejo de la historia no tiene vivas a las consciencias, sólo contiene el espejo del otro, lo pensado por el otro, lo aprendido desde los otros, los antagónicos subterfugios de esa palabra que trae la legitimidad de que nos proyecten como un objeto accesorio.
Hemos creído por más de tres siglos en el universo ficticio que crea para nosotras la “autoridad” de esa palabra, que insinúa las ideologías del omnipresente y unigénito pensamiento, adhiriéndonos a ella -sin rebeldía- al “ejercicio” de la igualdad, que no ha dejado de ser ni de continuar siendo brutalmente opresora, porque no nos permite subvertir los espacios imaginarios de los otros ni transgredir sus franquicias políticas ni re-simbolizar esa otra palabra que ha ido proliferando en los discursos: la palabra género, un poco más objetiva para demostrar, quizás, de dónde proviene la “debilidad” femenina.
Inevitablemente, la experiencia de “ser iguales” a partir de la diversidad con respecto a las diferencias de género, cada día dictamina una sentencia que no se puede ocultar: ser muertas a manos del otro, del que no acepta el desafío de su autoritarismo, y víctimas por ende del Estado, por omisión, que no revierte su irresponsabilidad de ser una suerte de “oyente”, no escucha, pasivo.
Nosotras, no importan las teorías feministas, continuaremos viviendo –según el estado de cosas presentes- en la extrañeza de creer esa artificial protección del patriarcado a nuestras vidas. El adoctrinamiento lingüístico y la autorrealización del otro, nos hacen “criaturas” desaventuradas, puesto que, es el creador-del-universo-femenino, no nosotras. Los otros crearon su lenguaje, lo escribieron para que ningún lenguaje híbrido conozca las estructuras ocultas del poder de su lenguaje. Se pasaron siglos escribiendo solos, y a solas. Crearon una escritura colectiva donde no aceptaban interferencias. Todo lo hicieron paternidad suya.
Cuando nosotras procuramos insertarnos en el diálogo, el viaje a hacer era un poco largo, y tardío. Acceder a la escritura era un privilegio, afiliarnos a ser precursoras un desafío. Y así ha continuado aconteciendo. Tantos siglos de existencia no han sido suficientes para romper con nuestra condición humana de marginadas, para que en el espejo de azogue descubramos ese-otro-yo de la “différance” , que se refugia en la invariable indefensión, en el asecho constante de los ojos que nos han usurpado la identidad, sin dejarnos ser un signo.
A veces, pienso, que nuestra situación actual en esta media Isla, es de un círculo cerrado donde nosotras tangencialmente no tenemos vida, sólo somos “una” culturalmente preexistente de un “objeto”, de una “cosa”. Si nos matan diariamente como una “cosa”, sin ningún tipo de asombro; si nos violentan diariamente como una “cosa” ¿qué significado se le puede asignar a un signo que no es?
Aparentemente, solo podemos ser un sujeto enunciador, una representación sin posibles realidades en el imaginario simbólico, que no sea lo biológicamente femenino, puesto que seguimos siendo víctimas de las exclusiones.
La oposición binaria dicta las condiciones para competir. Presumimos de “logros”, de impulsar cambios, de hacer campañas liberadoras, de activismo político contestatario, pero no nos alejamos del discurso patriarcal dominante. No nos alzamos en un ejército para protegernos y hacer lo necesario para no continuar siendo marginadas. Por el contrario, se acepta lo inaceptable: que el poder nos desplace, en lugar de nosotras desplazarlos del poder.
Cada día que pasa estoy más desilusionada, porque no basta creer en la pluralidad de opiniones, en enfrentar lo que “es”, en construir fortines para resistir. Seguimos siendo en esta sociedad un objeto deseado y sexuado. No tenemos devenir, porque por cada muerte, a causa de la barbarie irreflexiva de la caverna, nos desdibujan desde la “igualdad” y el mito fundacional de Eva. No sé ya, que más hacer para que aprendamos Cómo hacer estallar el silencio.