Ha pasado el tiempo, continúa pasando el tiempo, y estamos ante las mismas cuestiones. Las realidades socio-políticas son las mismas, no importa que se pretenda ocultarlas. El murmullo persiste, y persistirá  con una cadena de ecos.

No entendemos aun cómo se puede definir “el progreso”, si seguimos viviendo en un mundo  donde cada día las balas eliminan a la miseria; viviendo a las sombras  de una transición democrática donde no se hizo la catarsis necesaria,  siendo testigos de actos de desesperación colectiva, de sobrevivientes económicos que se hacen

Consuelo Despradel a la izquierda. Protesta de Fragua. 1975. Foto APECO

despojos  humanos del sufrimiento de esa marginalidad anónima que sólo se fotografía, que es tan difícil comprender cómo esa tragedia no sensibiliza a una minoría opresora que lo tiene todo, lo procura todo, lo consigue todo, lo disfruta todo, a causa de la miseria atroz de una mayoría cautiva en la marginalidad más espantosa.

Ellos, los marginales,  son los “transdesterrados”,  que se cuentan fríamente en las estadísticas, y en los discursos de la solidaridad.

Son  los que no evolucionan ideológicamente, los que no saben el significado del “exilio interior”, los que  viven en la continua desesperanza  que trae la angustia y la sombra del miedo, que transitan sin ser personas,  que caminan sobre un suelo geográfico que no saben qué es: si su tumba, o el abismo donde putrefactamente irán  a parar  en fuga,  en la lucha tenaz de   apropiarse de las migajas de un pedazo de pan.

Los marginados son la voz callada;  los que no  conocen su propia imagen, y están sin identidad ante terceros y, no son “elementos” de urgencia para las eternas mentiras ni portadores de amarga crítica. No están en el rincón de ningún sitio, no intentan subvertir nada, no son protagonistas en ningún tiempo. No se escuchan, no lo dejan escucharse.

Mujeres y niñas cargando agua, 1975. Foto APECO

Sin embargo, no hay sujeto que padezca más la marginalidad que la mujer, que procuren imponerle una mordaza,  que se le quiera infundir  temor,  que la hagan invisible, que se le niegue significado a su obra, que la enajenen, que sea víctima de la tortura, de extremas humillaciones, de violaciones, de subordinación, más allá de todas las máscaras que los opresores  abiertamente luzcan.

¿Saben las mujeres denunciar su  marginalidad, narrar los significados de la desvalorización que  frustra su construcción como sujeto?

La historia canónica y tradicional es el aliento más vacío de verdad. ¿Por qué “elegimos” ser mujer si unilateralmente el Estado decide por nosotras lo contrario, olvidando, no queriendo “entrever” que las leyes son torturas subliminales devastadoras de la identidad a construir;  discursos  muy complejos, instrumentos ideológicos donde quedan en evidencias  las dicotomías del poder marginante?

No sé porqué aun no pueden entender las militantes políticas que seguimos siendo víctimas de una voluntad ajena, de un “orden” inalterable que se personifica en la “igualdad”,  en esa palabra que lo que transmite es pasividad, no jerarquía,  sino un  juego oculto abstracto, borrascoso,  no autorreferencial, para que la mujer continúe  fragmentada, fragmentada a partir de ellos, viviendo en la falsedad  de esa palabra que no desmitifica nada.

Mujeres dedicadas a la preparación de alimentos, 1975. Foto APECO

¿Cuál es la auténtica razón de ser de esa palabra que es como un vector invalido, una envoltura que Occidente  tuvo urgencia de explicar  como una “accidente”  en las luchas de clases y poder?

Esa palabra me trae desconcierto, agotamiento, dificultad para comprender esa “naturaleza” que “debería” de ser; esa existencia que formulamos como esencial desde la mirada de esa categoría del ser, llamada “libertad”. Pero no, lo que traen  es un no creíble juego de equilibrio, y la invalidez de las diferencias y  un matiz al por qué hay que aceptar el dominio.

Lo cierto es que el espejo de la historia no tiene vivas a las consciencias, sólo contiene  el espejo del otro, lo pensado por el otro, lo aprendido desde los otros, los antagónicos subterfugios de esa palabra que trae la legitimidad de que nos proyecten como un objeto accesorio.

Hemos creído por más de tres siglos en el universo ficticio que crea para nosotras la “autoridad” de esa palabra, que insinúa  las ideologías  del omnipresente y unigénito pensamiento, adhiriéndonos a ella -sin rebeldía- al “ejercicio”  de la igualdad,  que no ha dejado de ser  ni de continuar siendo brutalmente opresora, porque no nos permite subvertir los espacios imaginarios de los otros ni transgredir sus franquicias políticas ni re-simbolizar esa otra palabra que ha ido proliferando en los discursos: la palabra género, un poco más objetiva para demostrar, quizás,  de dónde proviene la “debilidad” femenina.

Maestra de Educación Inicial. 1975. Foto APECO

Inevitablemente, la experiencia de “ser iguales”  a partir de la diversidad con respecto a las diferencias de género,  cada día dictamina una sentencia que no se puede ocultar: ser muertas a manos del otro, del que no acepta el desafío de su autoritarismo, y víctimas por ende del Estado, por omisión, que no revierte su irresponsabilidad de ser una suerte de “oyente”, no escucha, pasivo.

Nosotras, no importan las teorías feministas, continuaremos viviendo –según el estado de cosas presentes- en la extrañeza de creer esa artificial protección del patriarcado a nuestras vidas. El adoctrinamiento lingüístico y la autorrealización del otro, nos hacen “criaturas”  desaventuradas, puesto que,  es el  creador-del-universo-femenino, no nosotras. Los otros  crearon su lenguaje, lo escribieron para que ningún lenguaje híbrido conozca las estructuras ocultas del poder de su lenguaje. Se pasaron siglos escribiendo solos, y a solas. Crearon una escritura colectiva donde no aceptaban interferencias. Todo lo hicieron paternidad suya.

Cuando nosotras procuramos insertarnos en el diálogo, el viaje a hacer era un poco largo, y tardío.  Acceder a la escritura era un privilegio, afiliarnos a ser precursoras un desafío. Y así ha continuado aconteciendo. Tantos siglos de existencia no han sido suficientes para romper con nuestra condición humana de marginadas, para que en el espejo de azogue descubramos ese-otro-yo de la “différance” , que se refugia en la invariable indefensión, en el asecho constante de los ojos que nos han  usurpado la identidad, sin dejarnos ser un signo.

A veces, pienso, que nuestra situación actual en esta media Isla, es de un círculo cerrado donde  nosotras tangencialmente no  tenemos vida, sólo somos “una”  culturalmente preexistente de un “objeto”,  de una “cosa”. Si nos matan diariamente como una “cosa”, sin ningún tipo de asombro; si nos violentan diariamente como una “cosa”  ¿qué significado se le puede asignar a un signo que no es?

Protesta del Partido Comunista Dominicano, 1975. Foto APECO

Aparentemente, solo podemos ser un sujeto enunciador, una representación sin posibles realidades en el imaginario simbólico,  que no sea lo biológicamente femenino, puesto que seguimos siendo víctimas de las exclusiones.

La oposición binaria dicta las condiciones para competir. Presumimos de “logros”, de impulsar cambios, de hacer campañas liberadoras, de activismo político contestatario, pero no nos alejamos del discurso patriarcal dominante. No nos alzamos en un ejército para protegernos y hacer lo necesario para no continuar siendo marginadas. Por el contrario, se acepta  lo inaceptable: que el poder nos desplace, en lugar de nosotras desplazarlos del poder.

Cada día que pasa estoy más desilusionada, porque no basta creer en la pluralidad de opiniones, en enfrentar lo que “es”, en construir fortines para resistir. Seguimos siendo en esta sociedad un objeto deseado y sexuado. No tenemos devenir, porque por cada muerte, a causa  de la  barbarie irreflexiva de  la caverna,  nos desdibujan  desde la “igualdad” y el mito fundacional de Eva. No sé ya, que más hacer para que aprendamos  Cómo hacer estallar el silencio.