Cuando estuve en la Sala Ravelo del Teatro Nacional, como espectadora de Olivia y Eugenio, tenía en el ánimo el hallazgo de sentir cómo se hace el arte un vuelo lírico, y apreciar la forma en que la realidad puede equilibrarse con la creación teatral. Allí tenía la oportunidad de ir detrás de las derivaciones que trae lo simbólico de una puesta en escena de la cual realicé anotaciones anteriormente, porque quería, una vez más, conocer “las más sutiles venas del drama del espíritu humano” que Alfredo de la Guardia, en 1945, expuso de manera audaz al referirse a “El drama de Ideas en España”.
Pero, en mi caso, muy adentro, la introspección a vivir como un boceto era el estremecimiento a provocarme la sublime belleza de la obra, porque tenía la necesidad -no necesariamente colectiva- de “oír al silencio”.
Era éste un drama que, para la puesta en escena, se requiere de la primera actriz capacidad histriónica para transmitir un carácter de aparente dureza, de conflictos, que exprese evocaciones de un pasado desde el cual -en estado de catarsis- conoceríamos sus excesivos meandros de pesadumbres a los que se abandonaría; meandros que serían los ecos de sus imprescindibles lecciones vividas de manera extenuante, lecciones que se van aplazando por egoísmos, ambiciones, anhelos prematuros de triunfos, dejadez, vicios de los otros, tolerancia a manipulaciones afectivas, y sin advertir que las concesiones que se hacen por convenciones sociales traen ruinas, y fragilidad al espíritu.
En la obra de Herbert Morote, Olivia y Eugenio, Cecilia García encarna la personalidad de una mujer que se siente aun en la plenitud de su gracia femenil, bella, atractiva, dueña de una galería de arte, esposa de un marido adultero, ludópata y drogadicto, del cual queda viuda cuando este fallece a causa de un infarto, dejándola con dos hijos, uno de ellos, con síndrome de Down.
Olivia -a su modo de ver- tiene un cruel destino fatalista: diagnosticada de un cáncer de mamas, le surgen muchas interrogantes ante las circunstancias que trae el sufrimiento de esta enfermedad, y ante las posibles adversidades posteriores a la operación. Consciente de su cita con lo inesperado, Olivia exclama en voz alta: “El próximo miércoles me quieren quitar los senos, hijo mío”, para a seguidas preguntarle a su hijo Eugenio (Jochy Gil): “¿Quién te va a cuidar como yo? ¿Qué va a ser de ti?”.
La decisión a tomar por la madre -como “única salida”- al no tener, ante lo que siente como su inminente ausencia, quién cuide de su hijo, es el motivo central del drama, en torno al cual gira la puesta en escena, y hace denso todo el desarrollo de la obra como leit motiv de esos instantes donde se cruzan y entrecruzan las obstinadas luchas entre el “deber ser” y lo que “es”, anteponiéndose al instinto de supervivencia y a los nobles impulsos, el optar ella por “inducir” a su hijo a hacer el “viaje final” juntos, con cierta dignidad.
No es sencillo –pienso, por lo visto– entregarse con ganas, con disciplina, con pasión, con una súbita y auténtica caracterización a contar una historia, a hacer un monólogo de una hora y media, y asumir como propios antagonismos existenciales, para contestarse –frente al público- de manera implacable preguntas esbozadas con dolor, con una ironía implacable, que por sí solas hacen de la memoria una fría cronología de episodios que en escorzo proyectan la tesis de la mujer rota, fragmentada por la angustia, por un caudal de recuerdos que hacen estallar los errores producto de una ceguedad consciente de lo insatisfecha que era su vida en el matrimonio, que confiesa indignada, pero tardíamente rebelándose.
Para salir a escena hasta la más experimentada actriz debe vencer el miedo al tic tac del reloj, cuando marca las 8,30, y asumir ya en el proscenio el rol de Olivia, que va a expresar desde el inicio su estado de abismo espiritual y de crisis psicológica, y su ser resquebrajado precipitándose a la huída.
Para hacer de Olivia, la Olivia que procura el dramaturgo recrear, se requiere tener un fuerte tono de voz, desatar con la voz los demonios tras los cuales va en búsqueda la resonancia de ese eco-interior, desde donde se asume amedrentada por una enfermedad que invalida su razón, que le señala que el arrebato suicida, planificado, es la más dócil manera de no sacrificar a su hijo al desamparo, por su ausencia.
Este es un drama realista, por ello –entiendo- que para encarnar a la trágica Olivia, de Herbert Morote, se necesita tener tablas, y Cecilia García lo hizo magistralmente, puesto que supo lanzar irresistiblemente de manera lacerante y cruel, con su voz y sus gestos, los dardos del tiempo al azar de su vida.
Olivia-Cecilia, en Olivia y Eugenio, no se tiende ante la vida a hacer súplicas de piedad, ni a conjurar solamente las horrendas verdades que su corazón guarda. Olivia-Cecilia habla con serenidad de la fatalidad. Fatalidad que le brota, a veces, con un humor pasajero, irónico, sarcástico, porque como dice Olivia: “Sufrir callado es un derecho natural”.
Sentada en la silla 9, de la Fila C de la Platea, de la Sala Ravelo, me preguntaba si Cecilia García podría paralizar -en esa noche del martes 29 de septiembre-, al corazón de quienes escuchábamos sus parlamentos.
Yo, unía mis manos, las entrelazabas, movía los dedos entre sí en forma de círculos, y –lo confieso- de un recóndito lugar de mi alma llegaron los espectros, gritaron con tartamudez, venían de lo ignoto, de un lugar donde no se sanan los atormentados, donde la muerte oscura gravita, donde la resignación se hace destino último, aniquilamiento de la nada, y el retorno no eterno, sino una frágil especulación, entonces, ante la voz de Olivia, y las pausas de su voz, que eran como ausencias emotivas, de ese trueno indómito de la tempestad cuando se acerca, no me resistí a que las lágrimas me corrieran sobre las mejillas.
¿Cuántos lloramos aquella noche, al sentir la verdad absoluta de lo sublime que se hace el dolor, cuando se decide cumplir un designio para salvar por el amor a otro?, ya que aunque para unos el amor obliga, para otros deviene en una salida de la cual no debemos huir.
Por momentos Olivia-Cecilia era de una suave serenidad; no anhelaba ni llamaba a la tristeza, sino que desataba las riendas de su ocaso, aceptando la crueldad de su destino ¿Logró Olivia-Cecilia vencerse a sí misma como árbitro de su destino, y no arruinar su decisión desesperada de optar por la muerte?-Es la respuesta final a contestar.
Olivia y Eugenio requería de una actriz como Cecilia García que pudiera interpretar un legítimo dolor, la decisión inesperada, desconcertante, de hacer suyo el infalible plan de un suicidio, y que transmitiera al espectador –hasta el final de la obra- que no se dejaría vencer por un inoportuno arrepentimiento, porque al decir de Olivia en un monólogo confesional: “La vida (…) es una continua pérdida, se pierde la salud, la energía, los amigos, la familia. Y… concluyo sin exagerar que la vida me ha masacrado. Pero estas pérdidas no son lo peor, hijo. Lo terrible es que he perdido la juventud sin enterarme dónde, cómo ni cuándo”.
La obra de Herbert Morote, dirigida por Carlos Espinal, es cierto: Es la pintura de un alma femenina que opta por el adiós, lo cual queda plasmado en esta frase que Olivia le dice a Eugenio:“Me gustaría sacar a flote colores que están en el interior de mi alma. ¿No crees que eso sería bonito, Eugenio?
Olivia-Cecilia le otorga -desde la intimidad- a esa pintura del alma, y desde el malestar de esas páginas de su historia que cuenta, otra re-lectura, puesto que cohesiona al texto, lo perturba, lo estimula con innumerables giros de su voz, no descansando en su batalla de pasar cuentas a su cuerpo, a su sexualidad, a un mundo social al que se refiere con expresiones peyorativas.
Desde la fragilidad de ese-adentro que se hace, a veces, sin querer, demiurgo o primigenia virtud en lo lírico, me sentí una especie de “escuchas” de esa libertad que se permitió Olivia-Cecilia, de confesarse, de soltar las riendas de su prisión de apariencias; una prisión forjada ahora por la incertidumbre.
Cecilia dio vida a Olivia, más allá del devenir realista-naturalista que trazó su director Carlos Espinal, puesto que preparó su propia coartada, decidida a hacer todo como un espectáculo espléndido, con luces, con música, como una epopeya sin censura.
Ahora comprendo, que hay procesos individuales en que la muerte (la eutanasia, una manera no aprendida ni tolerada por la sociedad tradicional) se conviene cuando es otra manera de asumir el rol maternal, a través de la decisión de poner fin con ella, a su extensión de vida: su hijo, Eugenio ( José Ricardo (Jochy) Gil Ostreicher).
Eugenio es el ángel de Olivia, al que le dice, luego de una larga pausa, al hablarse a sí misma a solas: “Sabes, hijo, no sé si fue Dios o algo que hizo que, cuando te pusieron en mi regazo al día siguiente que nacieras, cambiase totalmente mi manera de pensar. (…) Eugenio, tú me diste la paz que nunca tuve en mi vida”.
Olivia-Cecilia encarna en cada soliloquio (que convierte en un espejo-testigo desde el que hace y deshace sus momentos de nostalgias) una desesperación constante inconclusa, pero al mismo tiempo reiteradamente afirmativa, que es un responso cuando en el paisaje de la vida entendemos que nacemos, pero que en un momento de golpe todo se quiebra como un cristal.
Yo no sé, realmente, cómo se arma la vida: si desde la inocencia con llantos o silencios, o acaso, mostrando los pedazos de corazón que vamos dejando cuando ya no tenemos fuerzas para guardar nada. Lo cierto es que el amor trae sus silencios, y que el mundo se hace una multitud ruidosa de miradas extrañas, inciertas, pero no menos nuestras.
Sin embargo, entiendo que la única voluntad que tengo cuando voy al teatro como espectadora, es la voluntad de mirar, y al mirar siento los argumentos ocultos de una obra. Desde la silla 9, de la Fila C de la Platea, armé las rendijas desde las cuales iba detrás de los vértices de lo no-dicho.
Lo no-dicho sólo surge cuando la actriz crea su propias claves de enunciación, una especie de ceremonial inédito de gestos, al cual se “abandona” para alcanzar mayor fuerza interpretativa, y lenguajes desde su piel, con perfecta naturalidad.
Una actriz se crece, se consagra, y literalmente se gana el reconocimiento del público, cuando petrifica al espectador, y no le da otra opción (al espectador), que aceptar con estremecimiento, que también él supo “oír el silencio” de su alma, al dejar caer sus máscaras, en medio de la risa y el llanto!
… Y este, es un aprendizaje que Olivia-Cecilia, hicieron posible.
“OLIVIA Y EUGENIO” DE HERBERT MOROTE. FICHA TÉCNICA
CECILIA GARCÍA (Olivia)
JOSÉ RICARDO GIL OSTREICHER (Eugenio)
CARLOS ESPINAL (Director)
Milton Cruz (Banda Sonora)
Lillyanna Díaz (Diseño de Iluminación)
Eduardo Lora y Carlos Lora (Escenografía)
Hatuey De Camps García (Decoración de Interiores)
Eilen Marmolejos (Diseños Gráficos & Producción de Videos)
Reynado Infante (Voz comercial)
Lourdes López (Asistente de Cecilia García)
Helis Cruz (Asistente de Carlos Espinal)
Amaury Esquea (Regidor Escénico)
Dinorah Céspedes (Utilería)
Camelia Almonte (Maquillaje y Peinados)
Henry Castillo (Coordinador de Producción)
Severo Rivera (Prensa & Relaciones Públicas)
Escobar & Company (Redes Sociales)
PRIMERA MEMORIA PRODUCCIONES & FILMS (Producción)