I-Otoño dorado y gris

El otoño es en el paisaje y en la vida una estación grisácea. En lo que al clima concierne, lo es para una franja muy vasta del planeta. Aunque mucho menos para este trópico bullicioso, de perseverante sol y de verde perenne. En algún momento nuestro cielo se empaña por alguna pasajera perturbación, y entonces el sol parece negado a ofrecernos sus benéficos dones, pero será cuestión de horas para que su cálida amarillez nos envuelva nuevamente.

Vivir en una cuasi eterna primavera tiene sus ventajas. Entre ellas está el hecho de que el paisaje no se altera durante el año. La naturaleza se muestra inmune al relevo de las estaciones. Y el rigor que el clima impone en otras latitudes es para nosotros apenas un brevísimo paréntesis de sombras y una temperatura que no alcanza a ser fría, que a lo más que llega en ese sentido es a regalarnos algunas bocanadas de aire fresco.

Ya lo dijo maravillosamente nuestra Salomé Ureña, en unos sencillos versos que todo estudiante dominicano debería saber de memoria:

En mi adorada gentil Quisqueya,

cuando el otoño pasando va,

la vista en vano busca tu huella:

que en esta zona feliz descuella

perenne encanto primaveral.

El poema se titula “La llegada del invierno” y en él el sujeto lírico dialoga con la estación que cierra el año e inicia el siguiente. Lo desafía, con la seguridad de que su fuerza no alcanzará a doblegar la fortaleza de nuestra espléndida naturaleza.

Con todo, los días ocres del otoño suponen un clima más agradable, caen más lluvias que en el rojo verano, y disfrutamos de temperaturas más benignas. En los años de nuestra infancia llovía bastante en otoño y en invierno: apenas se reunían algunas nubes revoltosas, el sol huía; y chubascos y lloviznas llegaban de un momento a otro. Hoy el cambio climático nos golpea, y casi durante todo el año el sol nos fustiga con su ardoroso monólogo amarillo.

II-Los poetas aman el otoño

El espíritu melancólico de los poetas armoniza bien con el otoño. El cantautor español José Luis Perales nos dice en unas de sus canciones: “Estos días grises del otoño / me ponen triste…”. Y el también intérprete español Antonio Vega en un segmento de su canción “Pasa el otoño”, expresa: “Pasa el otoño en Madrid /y el color ocre se funde al gris, / vuelven recuerdos de inviernos pasados / sin ti”. En realidad, la canción está dedicada al invierno, la citamos porque contiene referencias a la estación que le precede. Muchos relacionan el otoño con la monotonía, otros con la tristeza. Por eso ha inspirado tantos poemas y canciones. Ya sabemos que la alegría no paga con abundancia sus tributos a la creación estética; que en términos artísticos la tristeza inspira y retribuye mucho más que la alegría.

Veamos qué nos dicen algunos poetas sobre el otoño.

Antonio Machado recrea una escena otoñal en una estrofa descriptiva de su poema “XIX”, conocido por su primer verso: “Verdes jardinillos”.

Antonio Machado.

Las hojas de un verde

mustio, casi negras

de la acacia, el viento

de septiembre besa,

y se lleva algunas

amarillas, secas,

jugando, entre el polvo

blanco de la tierra. 

En otro de sus poemas, el que lleva por título “XC”, describe Antonio Machado un paisaje típicamente autumnal:

Los árboles conservan

verdes aún las copas,

pero del verde mustio

de las marchitas frondas.

 

El agua de la fuente,

sobre la piedra tosca

y de verdín cubierta,

resbala silenciosa.

 

Arrastra el viento algunas

amarillentas hojas.

 

¡El viento de la tarde

sobre la tierra en sombra!

Manuel Machado, hermano de Antonio, escribió varios poemas sobre el otoño. En uno de ellos, titulado, precisamente, “Otoño” expresa: “La hoja seca, / vagamente / indolente, / roza el suelo…

Por su parte, el cantautor Joan Manuel Serrat, en su canción “Tiempo de lluvia” nos habla de un otoño que llega sorpresivamente, dejando en los cristales de la casa su helado aliento y envolviendo el ambiente en un gris plomizo. En resumen: un cuadro de monotonía, tristeza, desolación:

De la noche a la mañana
llega junto a la ventana
con su frío aliento otoñal
y se acuna en el cristal
en un suave baile
entre los brazos del aire.

Sin saber cómo
de gris la casa se vistió,
como el plomo
el día amaneció.

Y en su “Balada de otoño”, dibuja un panorama semejante al anterior: una lluvia que lo envuelve todo: el paisaje, el cielo, la casa, y hasta la tarde, fría y soñolienta. Todo queda impactado por el influjo de la lluvia otoñal.

Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve,
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos llueve.

Pintaron de gris el cielo
y el suelo
se fue abrigando con hojas,
se fue vistiendo de otoño.
La tarde que se adormece
parece
un niño que el viento mece
con su balada en otoño.

En su poema “Otoño”, el mexicano Octavio Paz, uniendo al intimismo sentimental la descripción paisajística, pinta una escena otoñal que es más interior que exterior, y que constituye una ajustada expresión de la soledad en que se encuentra el yo lírico:

En llamas, en otoños incendiados,

arde a veces mi corazón,

puro y solo. El viento lo despierta,

toca su centro y lo suspende

en luz que sonríe para nadie:

¡cuánta belleza suelta!

Otro poeta que suma versos a la estación que precede al invierno es Federico García Lorca, de cuyo poema “Ritmo de otoño” extraemos esta perla:

El otoño ha dejado ya sin hojas

los álamos del río.

El agua ha adormecido en plata vieja

al polvo del camino.

Los gusanos se hunden soñolientos

en sus hogares fríos.

El águila se pierde en la montaña;

el viento dice: “Soy eterno ritmo”.

Se oyen las nanas a las cunas pobres,

y el llanto del rebaño en el aprisco.

La estrofa constituye un apretado recuento lírico de lo que ocurre en la naturaleza cuando llega el otoño: árboles desnudos de hojas; el polvo del verano, ahora transformado en humedal por los efectos de las lluvias, ha adoptado el color del agua (“plata vieja”, es decir, agua que va de lo blanco a lo turbio); los gusanos se refugian en sus agujeros, reblandecidos por la lluvia y azotados por el frío; el águila se resguarda en su nido para no exponerse al helado viento que azota en las cordilleras. En los hogares pobres, donde la familia mal se guarece del frío, las madres cantan a los bebés que despiertan sobresaltados en cunas harapientas. Y hasta el rebaño, recogido en el aprisco, aterido de frío, llora. Todo se recoge y se aquieta, excepto el viento y la lluvia, inseparables viajeros que marcan con su constante presencia la piel sensible de los días.

Finalmente, el soneto “Octubre”, de Juan Ramón Jiménez, presenta una visión más esperanzadora del otoño. El poema parte de una escena campesina, en que el yo lírico, situado en un paraje de Castilla, contempla a un labrador que ara la tierra y en el mismo acto deja la semilla enterrada en el surco. Es la hora del poniente, cuando la luz solar adquiere tintes anaranjados, casi al expirar la tarde. En la escena, se une el amarillo autumnal con el amarillo rojizo del ocaso para impregnar el ambiente de una poética dulzura.

El sujeto enunciador se conmueve al ver ese sencillo ejercicio del trabajo honrado, con el que se pone a la naturaleza al servicio del bienestar humano. Y esa reflexión es la que lo motiva a expresar lo que aparece en las dos últimas estrofas: su impulso de arrancarse el corazón, y, cual si se tratara de una semilla, enterrarla en el surco para que de él naciera un árbol que fuera diferente a todos los árboles conocidos: un árbol que diera frutos de amor. Amor que sobrepasara lo transitorio y breve: amor eterno. Por supuesto, no se trata de un amor humano, pues este es efímero, voluble, sino de un amor espiritual y, por consiguiente, puro e imperecedero. Un amor de esos que redimen y purifican el espíritu, y que se proyecta más allá de toda individualidad para abarcar a la humanidad en toda su extensión.

Estaba echado yo en la tierra, enfrente
del infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.

Lento, el arado, paralelamente
abría el haza oscura, y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón, y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
al ancho surco del terruño tierno,

a ver si con romperlo y con sembrarlo,
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.

III-Bienvenido otoño…

Bienvenido otoño, ya casi te vas, agonizante, con las hojas secas –plumajes de los árboles– que tus vientos arrancan impunemente; con el murmullo triste de la brisa, pastora del rebaño de las hojas muertas; con la melancolía que flota en la grisácea atmósfera. Desde el Trópico te saludamos, sin temores ni aprensiones, triunfantes de tus asoladoras huestes. Te pedimos que nos dejes algunas ráfagas de aire frío para nuestras pieles quemadas de excesiva luz solar. Que la lluvia no sea una música casual; que nos prepares dulcemente para un invierno recrecido de chubascos y aires bienhechores. ¡Te saludamos y despedimos al mismo tiempo, otoño moribundo, inspirador de poetas y cantores!