No sé, pero a veces la “locura” es encantadora y fría, y, tal vez, indescifrable como un muro de ardiente fuego. No sé si las heroínas son un ideal simbólico, vivísimas presencias impalpables en el tiempo, resignadas al martirio o garabateadas en la sombra por los arcos de la luz.

No sé si las herejes son brujas buenas, cuyo alfabeto verbal sin representaciones estereotipadas se envuelve en un rígido baile que trae de la serpiente lasciva. No sé si las poetas son unas malditas, desterradas a arenales de letras, cuyos mapas delirantes e indescifrables de escritura contribuyen a su anormalidad, acaso a la neurosis o la desgracia que le traen sus emociones.

Estas rosas son mensajeras. Carte Postale, 1913

Tampoco sé si para una sentirse “cómoda” como mujer, debe demostrar ser una ferviente amante o construir un espacio donde no hay cuarto propio. Tampoco sé si ser femenina es algo solo literalmente real, pero irreconciliable con la etiqueta de “viril” de los cuatro puntos cardinales.

Sin embargo, todo parece indicar que la vida ciertamente tiene elementos convencionales y sentimentales para las mujeres. Leyendo a la escritora puertorriqueña Beatriz Santiago Ibarra [1], la reconozco como un sujeto emotivo, a través de los laberintos de ese ordenamiento –llamado lenguaje amoroso-, que en lo sucesivo se justifica en el tiempo como destino.

“No me digas jamás/ que hoy me echas de menos, / cuando no has preferido que descuelgue la luna para ti/ con sólo mirarla.// Es que nada puedes decirme/ cuando todo tu amor lo has callado, / y es que nada puedo decirte/ porque vivo en esta soledad que has sostenido/ sin motivar esta rosa. / Sin edificar aquella linterna verde, / cada una de nuestras madrugadas, / como lo hacías.” [2]

Beatriz aparece en sus poemas proyectándose hacia todo lo que vive; trata de disolverse en este mundo, asechando su movimiento, por lo cual su lirismo nace a instancia de la angustia que le provoca un vacío infranqueable, diluyéndose en la alucinación como encadenamiento de su ansiedad de ilusión. La escritura es su defensa evidente ante lo imprevisible, ante las otras dimensiones de la existencia que significa un acercamiento válido con su ser femenino.

“Me pides/ que callarme lo innombrado es mi misión de gente. / Programarme lo nombrado, / ser una mujer como los hombres quieren, / trazándome en la apariencia del nombre. / No puedo hacerlo. /Te nombraré/ en el pistilo de la flor invisible, / siendo poeta como soy hacedora de estrellas en la/ noche/ constructora de ritos en donde cabe sólo una luz. / Aunque cave mi propio hueco de solitaria/ muchedumbre”. [3]

Observando esta declaratoria subversiva de la poeta, vemos que, la vida es para ella una experiencia cuya afección fundamental es el amor y la soledad, los temores sin inicio ni fin precisos, donde el momento de la autorrealización es un obstáculo para el ansiado uno que se vuelve otro uno, ambiguo, distintivo del silencio.

Beatriz en su libro En el silencio de las desgarraduras (Bayamón, Puerto Rico, Editorial Coquí-Zahorí, 1991), permanece extraña en un borrascoso mar de silencio, para hablar de-sí, del mundo que se vuelve oscuro y sin nombre. Su conciencia actuante teje y desteje su relación con el sujeto que va y está afuera de su laberinto. Ella es la otra que se afirma en el frío de la nostalgia desmitificada y fluctuante. Su escritura es una memoria poetizante de la complejidad de los triángulos amorosos. Ella no es víctima de Eros ni de las circunstancias, sino de sí-misma, por eso exclama: “… como loca me pregunto… ¿Dónde está tu nombre?… tu sexo tibio y tierno? [4]

El eco dulce de tu voz, a través del jardin de mis sueños. Carte Postale, 1914

Quizás sus textos se aproximan a una desnudez del espacio tenso al cual le arroja el otro. Su mirada es un acto de registro y como distensión del tiempo recupera su espacio “íntimo”, su perceptiva conciencia como ego trascendental y ego poético. La poeta escribe lo que mira y siente, lo que vive e intuye. Sus ángulos de ficción son continuidades del tacto; no es sino la intersubjetividad que le devuelve su mirada, la materiatura que reintegra a su entorno personal y cotidiano.

Beatriz Santiago recupera para-sí, de su irrealidad anterior como sujeto, el espacio de su palabra, el dolor provocado y recibido, los límites del huidizo absurdo como signo de su expresión, porque “Abandonarse a la memoria/ cuando no se quiere recordar/ es como poseer un nuevo sentido/ de las voces que riman del trueno…”. [5]

Quizás el leitmotiv de su obra es la imagen distinta e indistinta de la desgarradura como metáfora connotativa y denotativa, que mueve la estructura interna de los textos. Beatriz se sumerge en las desgarraduras como refugio simétrico. Esta palabra tiene una total sonoridad que se transfiere contextualmente a su lenguaje.

Entonces, las desgarraduras son su posesión instintiva de la vida como desarticulación de los sentidos; es una multitud de entes con materialidad fónica, cuyo referencial es la incertidumbre y la disimilitud como acto y proceso. La poesía de Santiago Ibarra es una respuesta paradójica a la simbiosis drama/comedia, y cómo reinventarla sin ironía convencional. Ella asume el corolario de sus vivencias no como un hecho que afecta a la totalidad de los poemas integrados En el silencio de las desgarraduras. Ella es una escritora de oficio, donde la página es “…el último orificio insaciable…”. [6]

No sé si para los lectores la acción autobiográfica tiene un interés primario para descodificar a un poema, o si un lector curioso se siente animado por las confidencias que dice la autora. Pero aquí, en este poemario, Beatriz no disculpa ni justifica su intimidad afectiva porque la misma permanece a lo largo de toda la obra.

La lectura de este texto poético nos provoca desasosiego, porque ella como primera persona en el singular, se proyecta a ser en todas nosotras una primera persona del plural. Su historia es una historia parecida a la de muchas otras; por esto el poemario tiene un valor extra artístico: revela la pesadumbre de una mujer en soliloquio, refractada en una relación amorosa que la anula.

Tal parece que el mundo se haya roto en su voz, en su largo silencio, en su antes y en su después, pero al final –si existe el “final”- como mar o mutación, como imaginario o claro en el bosque, se prolonga indisolublemente sin las desgarraduras del vacío o la muerte; por eso la poeta exclama: “El amor nos dura el tiempo que el desamor quiera…”, como una segunda desgarradura para amar con plenitud, puesto que para ella, el deseo es una ansia de posesión, un éxtasis breve e instantáneo, erotismo, la absoluta “libertad del poderío… breve de la carne”; el amor, una “experiencia pasajera”, “una fuerza gigantesca que permee al cosmos”, “la vida, pero también la muerte”, la mayor ternura, pero también el mayor sadismo, “deseo de unión permanente”. Y, el juego del amor, una “flor abierta”, “el cumplimiento del rito sexual”, donde se cumple la fecundación, “la entrega misma”.

Abandonarse a la memoria cuando no se quiere recordar es como poseer un nuevo sentido. Carte Postale, 1912

Nadie sabe el origen del amor, el corpus de ese “algo” sobrenatural, de esa convocación cognitiva cercana a lo bello, y a lo que no se posee, pero que se desea poseer. Pero, ¿qué es el amor para el ser, para el sujeto femenino como hallazgo o suerte, como idea de un “mar de dulzura” o “mar de belleza”, como objeto de visión y objeto de pensamiento? ¿Cómo obtener una valorización estética de ese Eros que adviene de súbito, que aficiona a la enamorada a ennoblecer el objeto visible, como ascenso o avance al cuerpo donde se manifiesta en amplitud la pasión amorosa?

Beatriz Santiago como una poeta de amor de eminente aliento storniano, nos dice, del amor que: “…sexo débil y fuerte, éramos todos los sexos en uno”. [7]

¿Acaso sea Beatriz, luego del intimismo neorromántico de Carmen Alicia Cadilla y del erotismo singular y pasional de Clara Lair, la escritora cuyo marco cognoscitivo y perceptivo sobre el amor es una impresión subjetiva deseante y registro pulsional de lo que se vuelve un poder evocador? ¿Acaso es ella, quien trae consigo un erotismo poético de experiencia vitalista, de grandes reclamos hacia el amante cuando le dice: “tú no puedes vivir a mi lado”; lo cual le permiten su mayor reconocimiento de mujer y el descubrimiento de su cuerpo?

Beatriz Santiago En el silencio de las desgarraduras está, no obstante, encerrada, aprisionada, en un amor erótico nominado por sus “soles quemados”, por sus “inmensas horas ocultas de caricias”, por el “sexo tibio y tierno”, por el “cuerpo-isla”, por sus “senos de aceite”, “en el pistilo de la flor invisible”, porque un día sus ojos crearon cielos nuevos en los de su amante.

Ella siempre es el sujeto hablante de su experiencia erótica, combinando resonancias verbales con una metaforización que crea un mundo de una sola cara. Sin embargo, algunos textos denotan una compleja contradicción en el sentimiento amoroso, porque la autora trama una visión de idealización y una visión de decepción a la vez.

Existe en su obra una confrontación de negación y presencia de carácter flotante, ascendente y emergente de su ilusión, cuando ella se confiesa como “un ave moribunda” y herida, “cuando se (le) cae el hombre necio de Sor Juana Inés…”, o cuando expresa que la razón de (su) mayor desgarradura, es la locura de no tener (lo). Sin embargo, el sujeto hablante En silencio de las desgarraduras conoce este signo contradictorio que hace visible, no explícito, porque su memoria ama y no olvida, en constante flujo y reflujo.

El amor ha sido transformado por Beatriz Santiago en un mito poético eufórico y disfórico; lo recrimina, lo transmuta, hasta empujarlo, al decir de ella, al “décimo cielo donde habita Dios”. El amor para Beatriz no es fragilidad. Es un tema de los mejores para registrar en la corbata de un lunes “una ciudad donde reina la calma” o la soledad, refiriéndose al amante o al “viejo amor, macho y posesivo”, “que has sostenido sin motivar esta rosa”. Aunque pareciera lo contrario, es el amor para ella, una enajenación, un monstruo que le seduce a jugar el juego del amor, convirtiéndose él en el otro, en el sujeto que la encierra, que la corroe a contrapelo y que está en retirada cuando se disuelve finalmente el objeto individual de su amor.

Pienso en ti. Carte Postale, 1913

Siento que Beatriz ha estado en medio del amor, subyacente de él, y del ámbito de su totalidad, pero no específicamente privilegiada para disfrutarlo, sino -tal vez, a veces- como sujeto evocador y contemplativo, disolvente de su avasalladora belleza que silencia como una sinfonía “los gritos de (su) alma”. [8]

Sé que el lenguaje es una piedra circular, una metáfora momentánea que inmoviliza los fantasmas. La poesía no sé si es una montaña de ceremonias con siglos de viento, y que, acaso, la mujer es como la tarde y sus labios de humedad: distinta y única, llena de significados y sonidos.

Tal vez el asombro, que entretejió el firmamento, fue para despertar a la mujer a la realidad sentida y disipada, para que sus ojos leyeran sobre el estanque los símbolos del miedo.

En las vasijas del tiempo la mujer-poeta tiene una blanca conjura, cuya curiosidad inunda con una flor rojeante y telúrica. Hoy creo sentir una larga danza que se extiende alrededor, una hora distinta con una multitud de lluvia: es la visión de que en todos los peñascos del universo está el dulce oleaje de la poesía de Beatriz Santiago.

 

NOTAS

[1] Beatriz Santiago Ibarra (1949) nacida en San Juan (Puerto Rico) estudió Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado cuatro poemarios: Siembra para no decir adiós (1970), Versos de anafre a mi abuela (1975); las novelas El asesinato de Casandra Ramírez (1991), y El último centauro (2006), la colección de cuentos infantiles Julia (1989), los poemarios En el silencio de las desgarraduras (1991), y Tránsfuga de mi existencia (1991), entre otros.

[2]Poema “En el silencio de las desgarraduras II”. Beatriz Santiago Ibarra En el silencio de las desgarraduras (Bayamón, Puerto Rico, Editorial Coquí-Zahorí, 1991): 13.

[3] Ibídem, “Mujer de muchedumbre solitaria”, 23-24.

[4] Ibídem, “Dime, mi amor”, 38.

[5] Ibídem, “Lo que puedo decir”, 42.

[6] Ibídem, “No te he dicho”, 10.

[7] Ibídem, “Esta hendidura de silencio homicida”, 20.

[8] Ibídem, “Sinfonía conclusa, 47.