I

En estos días en los que tanto se ha estado debatiendo la construcción de un muro fronterizo con el propósito de regular la inmigración haitiana, anduve buscando un poema que se relacionara con este polémico tema. Un tópico sensible, que es consustancial a la forma en que los dominicanos asumimos nuestro sentido histórico e identitario.

No estoy muy seguro de que la construcción del tan llevado y traído muro resuelva el problema de la entrada irregular de ciudadanos de Haití. Me temo que se trata de un proyecto muy ambicioso que generará un gasto excesivo con resultados poco satisfactorios. Creo que pasarán siglos, (quizás milenios) de muros, discusiones y vanas palabrerías y no acabarán las dificultades a ese respecto.

El problema está en la extrema pobreza de los unos, y la miseria moral, traducida en corrupción de los otros. El problema es que el hambre no sabe de leyes ni códigos, ni muros; y la ambición de los que tienen la sartén por el mango no conoce valladares ni límites ni sonrojos.

Yo, como tantos, pienso que lo que la frontera necesita es unas autoridades más responsables y menos amigas del negocio para garantizar el control y la seguridad fronterizos, además de soldados mejor pagados, entrenados y bien adoctrinados en el estricto cumplimiento del deber, y bien supervisados por el ojo humano y por la tecnología. Y como complemento, se necesita una humanización de la zona fronteriza. Fuentes de empleos y medios de progreso para detener el éxodo de sus habitantes hacia otras ciudades más desarrolladas de nuestro país. Hay espacios geográficos de la llamada raya o línea divisoria que aunque están del lado dominicano, al ser abandonados por los lugareños se convierten en “tierra de nadie” y entonces comienzan a ser ocupados por migrantes del lado opuesto, siempre ávidos de tierras productivas. Es lo que se ha dicho muchas veces. Hay que educar al ciudadano fronterizo para que cuide sus predios y exigir al Estado que garantice a cada lugareño las condiciones necesarias para la sobrevivencia y el progreso.

Y, sobre todo, hay que suprimir ese odio visceral que nos corroe cuando se trata del pueblo haitiano. Un odio que desdice mucho de la condición de cristianos que la mayoría se atribuye. Cuidar la frontera es legítimo, controlar la inmigración de ciudadanos haitianos y de cualquier otro país es igualmente legítimo. Pero no lo es el maltrato a los más vulnerables, entre los cuales están, precisamente, los inmigrantes (y de eso sí sabemos los dominicanos, que andamos repartidos por los mil y un rincones del planeta). Defender lo que nos pertenece, como lo es nuestro común territorio, el cual empieza en la frontera y acaba en el mar, es algo que nadie nos lo puede reprochar; pero pisotear derechos y dignidades de otros no es ni será nunca decoroso ni defendible. Y a nosotros, los dominicanos, menos que a cualquier otro pueblo del mundo, no nos luce.

Manuel Rueda.
Manuel Rueda.

 II. Manuel Rueda (1921-1999): “Cantos de la frontera”

Manuel Rueda es uno de nuestros poetas más importantes del siglo XX. Cultivó, además, el teatro, el ensayo y la narrativa. Su talento artístico se extendió a la música, destacándose como un sobresaliente pianista. En los años setenta del pasado siglo fundó un movimiento vanguardista tardío: el Pluralismo.

El poema “Cantos de la frontera”, subdividido en cuatro cantos breves, forma parte del libro La cultura terrestre, publicado en 1963.

Cantos de la frontera

I 

Allí donde al Artibonito corre distribuyendo la hojarasca
hay una línea,
un fin,
una barrera de piedra oscura y clara
que infinitos soldados recorren y no cesan de guardar.


Al pájaro que cante de este lado
uno del lado opuesto tal vez respondería.
Pero ésta es la frontera
y hasta los pájaros se abstienen de conspirar,
mezclando sus endechas.


Quizás el viento un día puede traer residuos,
algún papel sin nombre entre las hojas que resisten.
Es entonces cuando el ojo de la bestia se dispone a mirar
y el vigía traspasa a su arma las primeras contracciones de alerta,
prontamente metálico,
apuntando contra la quietud que se encorva, gravosa.

En este primer canto, el primer referente que encontramos es el río Artibonito, río internacional que nace en la República Dominicana y desemboca en Haití. Pienso que el poeta lo escogió para presentarlo como símbolo, en cuyo significado podríamos leer la idea de que más allá de las divisiones que establecen los sujetos, está el orden natural, ese que no reconoce imposiciones de tipo convencional. Por eso, mientras los humanos siguen apostando a las desavenencias e insidias, las aguas de este río continúan entrando impasiblemente al territorio contiguo a repartir la porción de agua que le corresponde. Los elementos de la naturaleza superando los avatares políticos.

La voz poética declara que hay “una barrera de piedra oscura y clara”, y es casi como si dijera: “una barrera de piel oscura y clara”, lo cual se avendría muy bien con el mito que divide a los habitantes de la isla en blancos (dominicanos) y negros (haitianos). Esta barrera natural que señala el poeta la podríamos tomar como una división concreta, física, aunque más bien sugiere los prejuicios de orden racial que hay entre los habitantes de ambos pueblos, alimentados por razones históricas y abundantes leyendas. El yo lírico afirma que la raya fronteriza es el espacio cuya seguridad está a cargo de “infinitos soldados” encargados de una función que no siempre cumplen cabalmente, ya que aunque la recorren con frecuencia “cesan de guardar (la)”. Sabemos que, ciertamente, cesan de guardarla cuando se imponen otros intereses.

Hay otro símbolo importante: el pájaro fronterizo que canta de un lado y que no siempre encuentra oportuna reciprocidad en un homólogo del lado opuesto de la línea, por temor a que suene, digamos, políticamente incorrecto. Y es que dado el tradicional nivel de confrontación política, frecuentemente azuzada por un incendiario discurso nacionalista, toda idea de diálogo o entendimiento con el vecino pueblo podría interpretarse como una conspiración, una traición de lesa patria. Y lo mismo ocurre en sentido inverso, es decir, desde el punto de vista de los haitianos. El miedo a aparecer como sujeto de una conspiración hace que esta vez hasta la misma naturaleza se cohíba. Esto es en sentido simbólico, pero el mensaje está bastante claro: la frontera es concebida como territorio de conflictos.

Durante el tiempo que recrea el poema en la frontera se vive en una constante sospecha. Las alarmas siempre están activadas y a punto de dispararse. Por eso, hay que evitar parecer sospechoso, ya que “cualquier viento puede traer residuos /algún papel sin nombre entre las hojas que resisten”. ¿Qué sentido tendrán estos oscuros versos? El concepto al que se refiere el sustantivo “residuos” aquí lo vemos como algo tóxico, algo que dentro del contexto de la realidad fronteriza pudiera surgir de improviso y afectar las siempre tirantes relaciones bilaterales, cualquier circunstancia coyuntural que deviniera en amenaza para la paz y la seguridad de nuestro país. Por eso, el poder político dominicano, simbolizado en “el ojo de la bestia” siempre se mantiene en atención, en tanto el vigía (los soldados) está pendiente de su arma en medio de la tensa calma que se respira en esos remotos parajes fronterizos.

II

Fino el tambor como un polvillo oscuro que se filtrara en
la distancia.
Hogueras. Y el tambor, -pulso y retumbo-, a favor de
las aguas apagadas,
moviendo el seno puntiagudo, rutilante de amuletos.
y el grito de los búhos que en la noche pierden la dirección
y nos rozan con alas y conjuros.


Vamos al fin,
vamos al borde de la tierra
a danzar con las doncellas secretas
que nos aman en sueños.


Blanco y negro, la piedra oscura y clara
donde el reptil se desenvuelve,
meditabundo,
con sus anillos sincopados y trémulos.
Negro y blanco y un hálito de muerte allí rondando,
de un horizonte a otro, llamando y respondiendo,
hasta que no hay vestigio de maldad o recuerdo.

Este segundo canto, compuesto por diecisiete líneas, trae otros referentes. Con la mención de ellos, el autor subraya la presencia de algunos ritos provenientes de la africanidad en territorio haitiano. El yo lírico habla ahora desde la interioridad de una escena donde se realiza un ritual vuduista. Es un habitante del lado dominicano que, junto a otros connacionales, participa de la ceremonia religiosa sin identificarse.

La escena se desarrolla del otro lado de la frontera, en las márgenes del río compartido. En primer lugar sobresale el tambor, cuyo sonido se expande por la línea fronteriza “como polvillo oscuro que se filtrara en la distancia”. Es de noche y hay hogueras encendidas. El tambor repiquetea poniendo el ritmo que configura la danza. En la escena el poeta, recurriendo a una impresionante sinécdoque, refiere la presencia de un seno femenino sin mencionar expresamente la concurrencia de mujeres: “moviendo el seno puntiagudo, rutilante de amuletos”. Allí se escucha el grito de los búhos extraviados en la oscuridad que “nos rozan con las alas y conjuros”. Esta última palabra “conjuros”, unida a la anterior “amuletos” corresponde a un campo semántico relacionado con ritos y supersticiones, elementos de mucho arraigo en las dos naciones que comparten la isla, pero que desde este lado se le adjudica casi exclusivamente a los otros.

Con un inclusivo “vamos” la voz lírica declara que el sujeto que está detrás de esa voz se dirige junto a otros “al borde de la tierra”, es decir, al borde fronterizo, a participar de las danzas rituales (“a danzar con las doncellas secretas / que nos aman en sueños”). ¿Qué significa esto? ¿Qué impulso les atrae hacia esos encuentros donde se une lo mágico, lo mítico y lo ancestral? No será la curiosidad, puesto que ya ha sido declarado el motivo oculto de esa participación. En todo caso, si hay curiosidad es de tipo sexual. ¿Las doncellas del lado haitiano sueñan con ser poseídas por varones del lado dominicano? O tal vez lo contrario: ¿los varones dominicanos prefiguran en sueños encuentros lúbricos con mujeres de allende la frontera? O quizás se trata de un deseo compartido, recíproco. Esas ansias secretas de unos y otros anulan en términos simbólicos toda diferencia y todo prejuicio. Entre los dominicanos hay muchos mitos sobre los atributos de la mujer negra, que podrían actuar como señuelos en situaciones como las que sugiere el poema.

En “Cantos de la frontera” hay un leimotiv que se repite a lo largo del poema. Se trata de la dualidad blanco/negro o negro/blanco.  Aparece en la primera parte (“piedra oscura y clara”), que ya comentamos, y reaparece en otros espacios del texto. En esta segunda parte el bardo retoma el motivo al escribir: “Blanco y negro, la piedra oscura y clara”. También dijimos que en esta dualidad se cifra pretendidamente la oposición entre los dos pueblos que cohabitan la isla. Pretendidamente porque, como nadie ignora (salvo quienes prefieren cerrar los ojos a la realidad), los dominicanos somos mayoritariamente negros y mulatos; nuestra población blanca es bastante minoritaria, aunque muchos insisten en pasar por alto las estadísticas para continuar cubriendo su identidad con un barniz ilusorio.

Al término de esta segunda parte aparece la presencia de un reptil entre las citadas piedras: “donde el reptil se desenvuelve, / meditabundo, / con sus anillos sincopados y trémulos”. ¿Qué simbolizará este reptil? Por lo regular, al reptil se le tiene como un animal repugnante a la vista, y que al mismo tiempo inspira miedo. Como gran cazador está asociado a la idea de la muerte, por lo que no resulta extraño que se le sitúe junto a la dualidad negro y blanco, que vuelve a aparecer en el antepenúltimo verso de este segundo canto y que presumimos está asociado a la oposición vida / muerte. En el breve fragmento citado, el tema de la muerte aparece explícito (“un hálito de muerte allí rodando, /de un horizonte a otro, llamando y respondiendo, /hasta que no hay vestigio de maldad o recuerdo.”). ¿Una reminiscencia de la masacre de 1937? Se habla de un hálito de muerte que va de un lado a otro hasta consumirse; me parece que se refiere al vestigio de aquellos abominables crímenes con los que el tirano quiso acrecentar su falsificada imagen de protector del pueblo dominicano.

Al final, al menos en apariencia, sólo queda el olvido, porque a eso se apostó. El dinero y la complicidad obraron para que el silencio y el olvido cubrieran la vergüenza de aquel genocidio. Pero, para desgracia de los culpables que sobreviven y aun para los que ya partieron de este mundo, queda siempre la memoria, la individual y la colectiva, como una mancha que persiste, que se niega a borrarse de la conciencia, a pesar de los intentos de quienes se han empeñado en preterirla.

III

Río, calmoso río donde he visto la sombra del extraño
agrandarse,
sosteniendo la lanza y un collar de dientes blanquecinos.
En la otra orilla él bebe y chapotea como los cocodrilos
encharcados
y me mira, reduciendo su proeza al silencio.
Río calmoso y rojo, persuadido apenas por nuestras jóvenes
brazadas.

 

Toda una larga noche hendimos estas aguas sin dejar de
sabernos,
solos y sofocados por la proximidad, hasta que el día cae
y él queda inmóvil, fresco y cálido,
besado por la sombrosa noche que lo acoge.
(¿En dónde estás, hermano, mi enemigo de tanto tiempo
y sangre?
¿Con qué dolor te quedas, pensándome, a los lejos?)


De pronto vi las hoscas huestes que descendían, aullando
y arrasando.
Vi la muerte brilladora en la punta de las lanzas.
Vi mi tierra manchada y te vi sobre ella,
desafiador,
la brazada soberbia sobre el cañaveral que enmudece
y la ronda de hogueras donde el anochecer bailabas
invocando a tus dioses sanguinarios,
hombre que me miraste un día de calor y agobiante crepúsculo
allí donde el Artibonito, dividido,
da a cada orilla su mitad de alivio y hojarasca.


Y yo supe que nunca habría esperanza para ti o para
nosotros,
hermano que quedaste una noche, a los lejos,
olvidado y dormido junto al agua.

Este segmento o canto también empieza con la evocación del río como escenario de enfrentamientos entre los habitantes de uno y otro lado de la línea divisoria. El poeta lo describe con los adjetivos “calmoso” y “rojo”, y este color que es el de la sangre, sugiere la idea de violencia, de crimen. ¿Estará aquí también evocando un episodio de la matanza de 1937? Tal vez sí, tal vez no; lo cierto es que se habla de un asesinato. Aquí la voz del sujeto hablante dice que ha visto la sombra del otro, el nativo del otro lado, con su pintoresca figura: lanza en mano y ataviado con “un collar de dientes blanquecinos”. El extraño lo mira sin atreverse a pronunciar palabra. Allí, en las inmediaciones de la noche y el río se produce el hecho criminal: “solos y sofocados por la proximidad, hasta que el día cae / y él queda inmóvil, fresco y cálido, / besado por la sombrosa noche que lo acoge”. Notemos que el adjetivo noche, reforzado por el epíteto “sombrosa”, que le aporta aun más oscuridad, cumple aquí una doble función: por un lado se refiere al tiempo y por el otro a la muerte.

La voz lírica detiene por un momento el hilo de su discurso expositivo/narrativo para intercalar un emotivo apóstrofe: “¿En dónde estás, hermano, mi enemigo de tanto tiempo y sangre? / ¿Con qué dolor te quedas, pensándome, a los lejos?”. Es un contra-discurso a la ideología ultranacionalista que ve al haitiano como un enemigo inconciliable. El apelativo “hermano” con que se dirige al hijo de una tierra que no es la suya, aunque le llame “mi enemigo”, constituye una grieta al discurso incendiario que por largos años ha definido las relaciones domínico-haitianas.

Tras el apóstrofe comentado, el yo poético vuelve al relato. Entonces, dirigiéndose a un tú que es el otro, el habitante de allende la frontera, revela una especie de visión de una escena horrísona en la que los haitianos hacen estragos sobre el suelo dominicano. Es una visión de los tiempos en que los ciudadanos de ambos territorios se enfrentaron violentamente. Esta vez son ellos los que pisan tierra dominicana, arrasándola y cubriéndola de sangre. “Vi mi tierra manchada y te vi sobre ella, / desafiador…”. Los presenta como una horda destructora, que avanza aullando y arrasando los campos por donde pasa. Asimismo, refiere los ritos realizados en los bateyes donde se invoca a los “dioses sanguinarios”. Esos hechos de sangre hacen pensar al sujeto lírico que ya no sería posible un entendimiento pacífico entre dominicanos y haitianos; “que nunca habría esperanza para ti o para nosotros, / hermano que te quedaste una noche, a lo lejos, / olvidado y dormido junto al agua”. Y aquí vuelve a insistir en el crimen ejecutado a la orilla del Artibonito.

Dolor, llanto y luto han marcado nuestras relaciones, y ya no será tan fácil concebirnos como hermanos que comparten una isla, aunque cada uno dentro del territorio que le corresponde. Cualquier intento seguramente se reducirá a un diálogo de sordos, en los que ambos interlocutores hablarán para sí mismos y no para un real intercambio de ideas. Estamos hablando de la visión de un poeta que se corresponde con una realidad propia de muchas décadas pasadas, pero ¿han cambiado sustancialmente las cosas de ahí en adelante?

IV

Fue un gran día aquel día. Tropas rigurosas y banderas
flameando, haciendo señas, en un aire común y de tregua.

Era domingo y después de oír los himnos y discursos,
después de batir palmas, los señores presidentes se abrazaron.

Hubo nomás que el tiempo, en algún sitio,
de levantar los brazos, sonreír al hombre que pasaba
y miraba todavía con temor, y al que temíamos.

Luego los dignos visitantes, sin traspasar las líneas,
retiráronse al ritmo de músicas contrarias
-reverencias y mudas arrogancias-
y volvimos a dar nuestros alertas,
a quedar con el ojo soñoliento sobre los matorrales encrespados.
y volvimos a comer nuestra pobre ración, solos, lentamente,
allí donde el Artibonito corre distribuyendo la hojarasca.

En este último canto observamos un protocolar acto oficial escenificado en la frontera, en el que se encuentran las más altas autoridades políticas de ambas naciones. Una vistosa ceremonia con muchos protocolos: desfile militar, izamiento de banderas, entonación de ambos himnos, aplausos, abrazos de los dos líderes. Hay una referencia un tanto velada al dictador Trujillo, donde se consigna que en esas ceremonias había que “levantar los brazos, sonreír al hombre que pasaba / y miraba todavía con temor, y al que temíamos”. Sin embargo, inmediatamente después que esas ceremonias, más teatrales que reales, finalizaran, todo volvería a su normalidad. La simulación queda al descubierto cuando el poeta señala las “reverencias y mudas arrogancias” de las comitivas binacionales, pues la arrogancia es enemiga de la sinceridad.

En cuestión de horas, como en la canción “Fiesta” de Serrat, cada uno retornará a su antiguo rol y función, como si nada hubiera pasado, como bien lo consignan los últimos cuatro versos:

y volvimos a dar nuestros alertas,
a quedar con el ojo soñoliento sobre los matorrales encrespados.
y volvimos a comer nuestra pobre ración, solos, lentamente,
allí donde el Artibonito corre distribuyendo la hojarasca.

El río, que preside el inicio del poema, es también su última presencia, con lo que se completa definitivamente el círculo. Un cierre magistral, sin dudas.

III. Conclusión

En sentido general, ¿qué propone Rueda en “Cantos de la frontera”? El poema plantea una otredad problemática. Se asume que ese otro que habita más allá del espacio que nos corresponde es demasiado distinto, representa el polo opuesto a aquellos que preferimos tener dentro de nuestro círculo afectivo. Es la idea de la amistad imposible; y no habiendo espacio para el encuentro amistoso, la única posibilidad que nos queda es la del desencuentro. Pero no se trata de un sentimiento y un comportamiento espontáneos. Responde a un diseño, a un esquema prefijado. Es parte de un ethos socialmente impuesto desde los diferentes ámbitos de difusión y construcción cultural.

Como se trata de dos pueblos que alguna vez se enfrentaron en los campos de batalla, todo aparece organizado para que predomine un sentimiento de mutuo rechazo. Un acercamiento con fines humanitarios siempre será visto como sospechoso. Por eso “hasta los pájaros se abstienen de conspirar / mezclando sus endechas”. De ahí que la vigilancia atenta, la desconfianza y la disposición a usar el recurso de la violencia ante cualquier indicio de algo que pueda interpretarse como una alteración del orden fronterizo es lo que predomina.

Haití representa para la mayoría de los dominicanos un mundo oscuro, no sólo por el predominio de ese color racial, sino porque sus ritos mágico-religiosos están asociados a lo misterioso, como sugieren los términos “conjuros” y “amuletos”, usados por el poeta. Al menos eso es lo que se nos ha dicho siempre. Y fácilmente olvidamos que nuestro origen racial no dista mucho del origen racial de ellos, sin obviar las diferencias que provienen del distinto orden colonial que nos rigió. Pero como hemos vivido dentro de una burbuja identitaria, nos esforzamos por auto-asumirnos muy distintos y racialmente superiores. Tan distintos que no faltan entre nosotros los que se sienten atraídos por esa otredad, que nos parece tan exótica. Es lo que ocurre en el poema con los que asisten a la ceremonia vudú, ilusionados por concretar sus sueños lúbricos con negras oriundas del otro lado de la raya: esas que se expresan en creole y danzan ante el fuego en las noches ceremoniosas del vudú regado con tafiá.

En el Canto III asistimos a un asesinato de un ciudadano haitiano que se encuentra en la orilla del Artibonito, con aparente intención de cruzar la frontera; no queda muy claro, pero todo apunta a que se trata de un disparo hecho por un soldado dominicano que le avista desde su posición de vigía (es sabido que los haitianos prefieren las horas de la noche para cruzar cualquiera de los ríos fronterizos y llegar al territorio dominicano). Sin dudas, un exceso, una muerte injustificada. Luego observamos una escena en la que un cuerpo armado haitiano se ensaña contra una colectividad dominicana, dejando a su paso la tierra arrasada y ensangrentada. Y después de presentar la violencia de los unos y los otros, el yo lírico expresa con profundo desaliento: “Y yo supe que nunca habría esperanza para ti o para nosotros…”. No importan los ritos con que el poder cubre su hipocresía en los esporádicos encuentros entre los poderosos de allá y sus homólogos de acá. Más allá de los grandes fastos que caracterizan esos encuentros, al final siempre prevalecerá ese sentimiento de mutua animadversión, motivado por quienes entienden que nuestra identidad nacional no puede asumirse dentro de un marco de convivencia amistosa con nuestros vecinos. El poema se erige, pues, en una crítica contra la intolerancia y el odio que promueven los extremistas de uno y otro lado.

En estos tiempos en que se buscan soluciones apresuradas a un viejo problema que requiere de buenos consensos y no menos buenas voluntades, el poema de Rueda “Cantos de la frontera” es como un bálsamo reflexivo. Un bálsamo que necesitamos los dominicanos, siempre arrastrados por la emoción, lo cual no nos deja tiempo para la serena reflexión.

Hágase el muro, si se quiere, pero al mismo tiempo empecemos a aplicar las normativas que regulan la inmigración, con rigor, mas sin excesos. Se requiere que todo ciudadano extranjero que no pueda justificar en términos laborales o académicos (o cualquier otro status entendible) su estadía en nuestro país sea compelido a retornar al suyo. Todo país necesita regular la entrada de extranjeros a su territorio haciendo uso del derecho que le otorga su condición de Estado soberano. Sin embargo, que ello no nos impida crear puentes de entendimiento y solidaridad con nuestros hermanos de allende el mar o la frontera terrestre. Es lo que más nos conviene a unos y a otros. Somos, por encima de cualquier otra condición, ciudadanos del mundo.

Bibliografía

Rueda, Manuel (1963). La criatura terrestre. Santo Domingo: Editora del Caribe.